La Nacion (Costa Rica)

La trampa ideológica

- Exministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresid­en te del Centro Internacio­nal de Toledo para la Paz y autor del libro Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí. © Project Syndicate 1995–2019

LEl presidente Donald Trump declaró emergencia nacional en la frontera sur de Estados Unidos –donde no hay ninguna emergencia– para conseguir fondos para construir el muro prometido a sus seguidores durante la campaña electoral del 2016. Es un ejemplo más de la persistent­e –y peligrosa– tensión entre la razón y la ideología en la formulació­n de políticas.

Las políticas con base empírica –cualesquie­ra sean sus limitacion­es– siempre tienen mejores probabilid­ades de éxito que las motivadas por la ideología porque permiten adaptarse a cambios en las condicione­s y a datos nuevos. En cambio, las políticas nacidas de principios rígidos pueden estar totalmente desconecta­das de la realidad.

La historia está llena de ejemplos de las consecuenc­ias desastrosa­s de preferir la ideología a la realidad. Adolf Hitler no creyó que la evidencia científica fuera suficiente para el volk (pueblo) alemán; Alemania tenía que conquistar un vasto lebensraum, y para eso había que convertir mitos wagneriano­s de supremacía teutónica en políticas de dominio imperial. Joseph Stalin, cabeza de otro régimen de base ideológica, venció a los nazis precisamen­te porque evitó los imperativo­s absolutos y basó sus objetivos bélicos en un frío y racional cálculo de interés.

En cuanto a Estados Unidos, Trump no es ni mucho menos el primer presidente en anteponer la fe a la razón. George Bush hijo creyó que su presidenci­a era parte de un plan divino e inició guerras en Afganistán e Irak como parte de lo que él mismo denominó una “cruzada”.

La estrategia de seguridad nacional (2002) de Bush estaba explícitam­ente basada en los principios, no en los intereses, de Estados Unidos; algo que el vicepresid­ente de Bush, Dick Cheney, se tomó muy a pecho: en el 2003 rechazó la propuesta de un “gran acuerdo” con Irán –que hubiera puesto fin a su programa nuclear y a su subversiva política exterior– con el argumento de que Estados Unidos no iba a “negociar con el mal”.

La administra­ción Trump y, más en general, el Partido Republican­o, siguen esa misma línea. No importa cuántas pruebas haya del papel fundamenta­l que han tenido los inmigrante­s en Estados Unidos; para la base nativista de Trump no son suficiente­s. Solo se dará por satisfecha si, haciendo caso omiso de la Constituci­ón de los Estados Unidos, se construye el muro, costoso, ecológicam­ente desastroso y totalmente innecesari­o.

Asimismo, muchos republican­os, incluido Trump, siguen negando –contra el consenso científico casi universal– la amenaza del cambio climático. En el pasado, Trump llegó a avalar el creciente movimiento antivacuna­s, al tuitear varias veces sobre la existencia de un posible vínculo entre las vacunas y el autismo, pese a la total ausencia de pruebas de que exista. Los republican­os sostienen que Estados Unidos, pese a ser el país más rico del mundo, no puede darse el lujo de instituir un sistema de atención médica accesible universal (lo que además equivaldrí­a a un asalto socialista a la libertad personal).

Con similares argumentos, los republican­os se oponen a facilitar el acceso a la educación superior. La deuda estudianti­l, por un total de $1,5 billones, es la segunda categoría más grande de deuda personal en Estados Unidos, solo superada por la deuda hipotecari­a, pero que nadie ose hablar de subsidiar la matrícula (como sí se subsidian las hipotecas). Lo mismo se aplica a la política tributaria: los republican­os insisten en promover rebajas de impuestos a las personas de más altos ingresos, pese a la evidente ausencia de “derrame” de los beneficios al resto de la economía.

Estados Unidos no es el único ejemplo. En el Reino Unido, todo el drama del brexit fue impulsado por fanáticos que, aferrados a una visión anacrónica de su país como una gran potencia mundial, sostienen que la Unión Europea es un lastre y aseguran que nuevos tratados comerciale­s con la Mancomunid­ad –para ellos básicament­e sigue siendo el imperio británico– y con potencias emergentes como China permitirán a un Reino Unido independie­nte recuperar el lugar que le correspond­e en la escena internacio­nal.

Como es común entre fanáticos ideológico­s, los partidario­s del brexit han despreciad­o una y otra vez los hechos. Ninguno de ellos ha podido proponer un plan coherente o factible para la ejecución de su idea de ruptura total con la UE. Pero muchos, por ejemplo el parlamenta­rio conservado­r Michael Gove, se burlan alegrement­e de los “expertos”, como si el conocimien­to y la experienci­a nada aportaran a la discusión.

Es probable que el fanatismo a favor del brexit entre los conservado­res –e incluso la falta de una postura firme sobre la salida en el laborismo– deriven en parte del aislamient­o del Reino Unido respecto de Europa en los años 30. En ese momento, a muchos políticos británicos les preocupaba sobre todo la amenaza que planteaba la evidente determinac­ión de los nazis de modificar el equilibrio internacio­nal de poder.

Europa no plantea hoy tal amenaza. Sin embargo, el filósofo británico John Gray, por ejemplo, presentó el brexit como la mejor defensa del Reino Unido contra una reedición del “oscuro” pasado dictatoria­l de Europa. Muchos partidario­s del brexit creen que el derrumbe total de la UE es inevitable. Dejar a Europa gobernada por algún tipo de imperio ruso-eurasiátic­o sería aceptable, siempre que Britannia vuelva a dominar los mares.

Una combinació­n similar de aislacioni­smo altanero y fantasías anacrónica­s exhiben los secesionis­tas catalanes en relación con España. Los catalanes se consideran mucho más industrios­os e inventivos –incluso racialment­e superiores– que los presuntame­nte perezosos e improducti­vos españoles. Además, sostienen que estos son más proclives al autoritari­smo; y que en lo referido a la determinac­ión a asfixiar la creativida­d y el espíritu emprendedo­r de Cataluña, el gobierno democrátic­o español no se diferencia mucho del régimen de Francisco Franco.

Los catalanes se enorgullec­en de su seny –una sabiduría y sen satez ancestral– como los británi cos se enorgullec­en de su sentido común. Pero los secesionis­tas ca talanes y los británicos brexiters se han metido –y con ellos, a sus conciudada­nos– en una camisa de fuerza ideológica.

La ideología es una poderosa herramient­a a la hora de sinteti zar una agenda política amplia influir en la opinión pública y eva luar objetivos alternativ­os. Pero la obsesión dogmática casi siempre produce malas decisiones políti cas, más aún en tiempos de cam bio económico acelerado y cre ciente incertidum­bre geopolític­a Como dijo el psicólogo estadou nidense Abraham Maslow: “Si tu única herramient­a es un martillo tiendes a tratar cada problema como si fuera un clavo”. Así (nos diría tal vez Trump muy serio) es como se construyen los muros.

La obsesión dogmática casi siempre produce malas decisiones políticas, ejemplos sobran

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