¿Y la segunda amarilla?
La imagen se ha vuelto recurrente en los partidos del campeonato nacional de primera división: un futbolista, llamémoslo A, golpea a otro jugador, digamos que B, y es sancionado con una tarjeta amarilla. Sin embargo, el castigo o advertencia no disuade al agresor, quien más bien se dedica, el resto de la confrontación, a lastimar a C, D, E, F, G. H... y, si es del caso, hasta a X, Y y Z.
¿Y la segunda tarjeta amarilla? ¡Brilla por su ausencia!
Es decir, al bravucón se le da luz verde para que embista, atropelle, arrolle, derribe, maltrate e incluso lesione a sus rivales. Y claro, como sabe que a muchos de nuestros árbitros les tiembla el pulso para enseñar la segunda cartulina amarilla, se da cuatro gustos.
Todo ello a ojos de los aficionados y a escasos metros de unos réferis que, en lugar de aplicar el reglamento, velar por la integridad de los deportistas y salvaguardar la calidad del espectáculo y el llamado Fair Play, caen en la alcahuetería de dialogar una y otra vez.
El mismo vacilón ocurre con los porteros expertos en perder tiempo en cada saque de puerta. A lo sumo, reciben una tarjeta amarilla, casi siempre en el segundo tiempo, pero rara vez, por no decir nunca, ven la segunda. Por eso se burlan de los silbateros juego tras juego.
Ya que hablamos de los guardametas, me gustaría entender por qué se sanciona con una amarilla al futbolista que finge una falta en el área contraria pero no al cancerbero que, un partido sí y otro también, simula lesiones. El histrionismo de estos actores queda al descubierto en las repeticiones de la televisión.
¿Por qué esa resistencia, ese miedo, a mostrarle la segunda cartulina amarilla a quien ha hecho méritos de sobra para irse a las regaderas?
No estoy abogando en favor de un exceso reglamentista que transforme los juegos en camisas de fuerza, sino en pro de que los árbitros no sean tan laxos con los futbolistas que abusan de los golpes. El fútbol lo merece.