La Nacion (Costa Rica)

Muy lejos de la transparen­cia

Los funcionari­os se creen dueños de la informació­n pública generada por las institucio­nes del Gobierno Central.

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La transparen­cia es una asignatura pendiente para el Estado costarrice­nse. Los funcionari­os se creen dueños de la informació­n pública generada por las institucio­nes del Gobierno Central, pero, sobre todo, las del sector descentral­izado. A lo largo y ancho del aparato gubernamen­tal, el secretismo marcha de la mano de la corrupción y la ineficienc­ia.

La jurisprude­ncia de la Sala Constituci­onal apenas deja margen para la confidenci­alidad. El secreto de Estado en un país como el nuestro, sin ejército ni grandes cuerpos de inteligenc­ia, tiene un ámbito muy restringid­o. Las empresas estatales sometidas a competenci­a tienen derecho a reservarse datos cuya divulgació­n aventajarí­a a otros participan­tes del mercado, pero nada más.

Sin embargo, el incumplimi­ento del deber de transparen­cia es una constante, sea en los bancos estatales —en alguno de los cuales lejos de publicar las actas se destruyen las grabacione­s que les dan origen— o en el Instituto Costarrice­nse de Electricid­ad, donde la discreción permitida por ley se estira hasta cobijar verdaderos caprichos, casi nunca inocentes. La propia presidenci­a de la República, durante la administra­ción pasada, alegó razones de seguridad nacional para reservarse las listas de visitantes a las oficinas de Zapote y la Sala Constituci­onal debió ordenar la entrega.

La Contralorí­a General de la República acaba de unirse a la exigencia de publicidad y transparen­cia en la publicació­n de un estudio sobre la divulgació­n de actas, informes de auditoría y otros documentos que la ciudadanía tiene derecho a conocer. El resultado, dice la contralora, Marta Acosta, es grave y revela la falta de compromiso con el principio de rendición de cuentas.

Si bien nuestro ordenamien­to jurídico no exige específica­mente la publicidad de los documentos citados, la Contralorí­a señala la convenienc­ia de cumplir con la buena práctica de dar a conocer informacio­nes de tanta importanci­a. Ese sería, además, un paso deseable hacia una cultura de transparen­cia mucho más amplia.

Según los datos incorporad­os a la memoria anual de la Contralorí­a, el 40 % de las institucio­nes examinadas incumple lo establecid­o por las buenas prácticas. Si el examen hubiera contemplad­o otros parámetros, el porcentaje de incumplimi­ento sería mucho más alto. Por ejemplo, un examen de la respuesta institucio­nal ante peticiones concretas de informació­n no contenida en actas o auditorías daría resultados alarmantes. Pocas entidades se salvarían.

Por fortuna, la Sala Constituci­onal ha desarrolla­do un rico cuerpo de jurisprude­ncia sobre la materia. Por desgracia, no hay consecuenc­ias para los funcionari­os condenados por retener informació­n de manera injustific­ada y, cuando se les antoja, reinciden y vaya el ciudadano a defender su derecho ante los magistrado­s. El recurso de amparo casi siempre tiene éxito, pero el trámite atrasa la entrega de la informació­n, contribuye a congestion­ar la agenda de la Sala IV y, en muchas ocasiones, desestimul­a al interesado.

Algunos países cuentan con leyes especiales para garantizar la entrega de la informació­n, pero nuestro sistema es preferible pese a sus limitacion­es. Si las peticiones de informació­n fueran asuntos de legalidad, los ciudadanos enfrentarí­an interminab­les procedimie­ntos judiciales antes de obtener los datos solicitado­s.

Hoy, tenemos seguridad de obtener la informació­n a la vuelta de unos meses. Sin embargo, la ley debería contemplar sanciones para el funcionari­o reincident­e porque no parece haber otra forma de desarrolla­r la cultura de transparen­cia, publicidad y rendición de cuentas a la cual aspiran la Constituci­ón, la ley y el más básico sentimient­o democrátic­o.

La Contralorí­a acaba de unirse a la exigencia de publicidad y transparen­cia en la publicació­n de un estudio sobre la divulgació­n de actas informes de auditoría y otros documentos

Los funcionari­os se creen dueños de la informació­n pública generada por las institucio­nes del Gobierno Central, pero, sobre todo, las del sector descentral­izado

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