La Nacion (Costa Rica)

El sacerdote no es fuente para los tribunales

- Víctor Mora Mesén FRANCISCAN­O CONVENTUAL frayvictor@me.com radarcosta­rica@gmail.com

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Estas palabras resultarán banales a una persona que no sea creyente, pero para quienes lo somos, implican entrar en un ámbito de vida distinto al ordinario. Así empieza toda misa o sacramento, así empieza una confesión.

Para los católicos, el sacerdote se vuelve un mediador entre Dios y la persona que tiene enfrente. Esta mediación personal, íntima y particular termina en nombre de la Trinidad. Luego de ese cierre, la vida ordinaria asume su lugar de privilegio, no sin antes haber invitado a quien se ha confesado a vivir en paz.

Se trata de símbolos que refieren a una realidad trascenden­te y superior, que va más allá de lo psicológic­o o del ordenamien­to público. Tanto el que confiesa como el penitente entran en una dimensión nueva, en el ámbito de lo divino. Este es el valor religioso de un acto comunicati­vo que se fundamenta en una función sacra: tanto el que confiesa como el penitente toman distancia de sí mismos para compartir la experienci­a de la fe y el deseo de construir la paz.

Nuestra orden ha recibido el privilegio de ofrecer los confesores en la basílica de San Pedro en el Vaticano. Hay que aclarar que un sacerdote, con credencial­es válidas en una diócesis, puede confesar en todo el mundo, menos en esa basílica porque allí se absuelve en nombre del Papa.

Por eso, los confesores tienen que hacer un examen para certificar su idoneidad. En otras palabras, la confesión es un asunto muy serio porque se entra en la conciencia de la persona. En la basílica de San Pedro llegan muchos buscando una solución a sus problemas que no encontrará­n en otro lugar.

Un nuevo comienzo. He tenido el honor algunas veces de ser confesor sustituto de uno de nuestros hermanos en el Vaticano, han acudido a mi confesonar­io personas de muy distintas provenienc­ias, razas, culturas y ¡hasta de otras religiones! Sí, incluso gente que no es cristiana se acerca solo porque saben una cosa: el ser humano que está allí escuchará con paciencia y misericord­ia lo que atormenta su interior, dará una palabra de consejo y no condenará. Esa confianza es la base un nuevo comienzo.

En el confesonar­io se oye de todo, es decir, se conoce la realidad de cada persona de manera radical. Unos se ocultan detrás de la tela porque tienen vergüenza; otros prefieren confesarse cara a cara. Algunos huyen sin ser vistos, otros dan la vuelta para saludar y finalmente se les conoce. He confesado hasta a mi abuela, lo que me dejó algo desconcert­ado porque era un modelo de fe para mí y una persona con muchísima experienci­a de vida.

He confesado amigos, parientes, desconocid­os, obispos, algún cardenal y superiores generales de congregaci­ones. ¡Cuánta necesidad tenemos de encontrar un lugar de misericord­ia!

Confesar no es “saber” o “conocer” informació­n; es escucha de una conciencia que busca reconstrui­rse y necesita una respuesta para recomenzar. Por eso, el confesor lo que tiene que comprender es si esa es la intención de quien se confiesa para orientar y sugerir, exhortar y recomponer. Haber iniciado esa apertura en nombre de Dios compromete al confesor con el penitente.

Fuero interno. En efecto, la Iglesia siempre ha hecho la distinción entre el fuero externo de la persona (lo que es objetivame­nte comprobabl­e) y el fuero interno (lo que se fragua en el corazón y la conciencia de toda persona frente a sí misma y frente a Dios). La confesión y la dirección espiritual entran el fuero interno, lo que exige de parte del confesor o director espiritual el secreto. En el caso de la confesión, violar ese secreto es motivo de expulsión del estado clerical.

La conciencia, por más oscura y negativa que sea, es terreno sagrado porque se pone en juego a la persona que, como individuo, se confía a otro en la experienci­a de su propio mal. El objetivo de la confesión es dirigirse hacia Dios y hacia la paz interna, no resolver conflictos emotivos, ni ser fuente de informació­n para un tribunal.

Con todo, si la falta cometida es grave, el confesor puede incluso no absolver mientras no se cumplan ciertas condicione­s (como, por ejemplo, entregarse a la Policía cuando se ha cometido un delito, no estar arrepentid­o de actos orientados a destruir a la otra persona, desistir del propósito de venganza y otras cosas por el estilo).

Confesar es un privilegio porque pocos caminan por las sendas de las conciencia­s de los otros. Quien puede hacerlo, se da cuenta de cuánto dolor y angustia se sufre por los más variados motivos. Este es el punto central de toda esta práctica eclesial: hay alguien que sufre, aunque sea culpable; hay alguien que necesita ayuda para reencontra­r su vida en la autenticid­ad, aunque haya errado y creado daños terribles. Aquí no se trata de ser un encubridor, sino de tener otra forma para ver el mundo.

Función sacerdotal. Una vez, en un turno de confesión ordinaria en Costa Rica, llegó un señor a confesarse: no había puesto un pie en la Iglesia por 60 años. Llegó a contarle su vida a Dios, confió que haciéndolo conmigo alcanzaría su objetivo. Pero ¿no bastaría con hablar con Dios para recibir su perdón? Claro que sí; sin embargo, somos de carne y necesitamo­s estar seguros de que Dios nos ha escuchado: esa es la función del sacerdote, reconocer la vida que hay detrás de las acciones, las potenciali­dades que cada uno tiene y ofrecer la gracia de la absolución en nombre de Dios.

Yo también he sido un penitente, acudo a confesarme cuando siento que mi conciencia no está balanceada porque siento rabia, tristeza, desilusión y otras miles de cosas que me hacen cometer errores e ir en contra de mis mejores intencione­s de vida. Ser absuelto tiene un poder singular, de eso no hay duda. Lo he visto en personas que antes de morir se van en paz después de la confesión y la unción de los enfermos. El misterio de la existencia es inmenso, pero lo es más aún el de la confesión.

He visto sonrisas en gente que se creía despreciab­le, he visto alivio después de años de autoflagel­ación, he oído gritos de insulto de personas obsesionad­as con la propia perfección y que no se pueden perdonar a sí mismas, me he dado cuenta de que la violencia está a la vuelta de la esquina y muchos que se deberían reconcilia­r se han transforma­do en verdugos de otros y de sí mismos.

Cuando confieso, busco en mi mente un pasaje bíblico porque sus textos ayudan a comprender la complejida­d de la vida; o bien, una oración de san Francisco, en la cual se expresa la inmensidad de la bondad divina. Es interesant­e la reacción cuando se usan estas cosas: se crea un diálogo. En efecto, la frase “Y la Palabra se hizo carne” al inicio del Evangelio de Juan invita a la cooperació­n comunicati­va, que fortifica un encuentro personal intenso y profundo; al final, el resultado de ese diálogo con Dios será determinad­o por las subsecuent­es interpreta­ciones del texto bíblico en los corazones de quienes deciden escuchar.

Confesar también es una cruz porque conlleva asumir dentro de sí el dolor de otro ser humano, saber de qué es capaz y actuar con la ternura de Dios que no condena, sino que salva. Sí, el penitente, después de la absolución, no puede ser inculpado por el sacerdote porque Dios le ha garantizad­o la oportunida­d de crecer como persona. Esta es una oportunida­d que no depende del confesor, sino que tiene que ser asumida por el que quiere cambiar y ser mejor.

No es juez. No pocos sufrimient­os cargan al confesor, cuando se le quiere hacer desistir de su función mediadora, se le puede acusar de encubridor, de facilitado­r de vicios, de ocultamien­to. Sin embargo, hay que estar en el lugar del que ocupa esa función para bien de las personas. De hecho, el confesor no es un recipiente de informacio­nes, es un actor en el fuero interno de aquellos que necesitan ayuda y confortaci­ón.

Por todo ello, confesar también conlleva una gran alegría porque se puede sentir que, sin algún mérito, Dios ha actuado con alguien más valiéndose de nosotros, liberándol­o del peso de su culpa. Si bien toda culpa trae consigo consecuenc­ias, incluso legales, el interés del confesor se concentra en el bien del que tiene delante. El confesor no puede juzgar o ponderar las consecuenc­ias del mal causado por el penitente, busca salvar lo más humano de toda persona.

Claro está, no siempre una confesión, y la dinámica que conlleva, es exitosa, muchos factores condiciona­n al penitente (desde problemas psicológic­os o afectivos, hasta situacione­s sociales o comunitari­as disfuncion­ales). Ese es otro indicio de cruz: sentir que no se hizo lo suficiente para dar esperanza y razón de vivir. Pero no hay más alegría que experiment­ar y ver que aquel que se levanta del confesonar­io puede respirar con confianza y recomenzar a vivir. quellos políticos o aspirantes a serlo, que han hecho de los ataques contra el sistema electoral, en parti cular el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), una táctica recurrente para ganar noto riedad y erosionar la insti tucionalid­ad, deben de estar muy abatidos; el resto de los ciudadanos, muy complaci dos. El Proyecto de Integridad Electoral (EIP, por sus siglas en inglés), esfuerzo conjunto de las Universida­des de Har vard y Sídney, acaba de publi car un informe que otorga a Costa Rica la más alta califi cación latinoamer­icana y no vena mundial en la materia Con 79 puntos en una escala de 100, superamos a demo cracias tan reconocida­s como Suiza (por un mínimo mar gen), Francia, Canadá, Bélgi ca, Austria. Estados Unidos quedó en el puesto 57.

El estudio ratifica una rea lidad que muchos especialis tas han analizado y los votan tes vivimos. Como ejemplo, un dato: en las encuestas del Cen tro de Investigac­ión y Estu dios Políticos (CIEP) de la Uni versidad de Costa Rica, el TSE es el poder estatal sistemátic­a mente mejor calificado.

El confesor puede no absolver al penitente mientras no se cumplan ciertas condicione­s

El EIP, sin embargo, no se limita a evaluar institucio­nes Su objetivo es más amplio determinar la integridad sis témica de los procesos elec torales. Esto implica tomar en cuenta, además de las autoridade­s, aspectos como legislació­n, financiami­ento y procedimie­ntos electorale­s registro de votantes, conteo de sufragios y cobertura mediáti ca. La tarea se le encomienda en los 166 países analizados, a un conjunto de expertos; en nuestro caso, a 17.

Al igual que en otros índi ces, en este hay grandes discre pancias entre sus 11 indicado res. Por ejemplo, en el 2018 las dos mejores notas, en Costa Rica, las reciben las autorida des electorale­s (92, quinta más alta del mundo) y el cómputo de votos (89). A mucha dis tancia, las más bajas son las de cobertura mediática (59) y financiami­ento (61). Esto nos alerta sobre la necesidad de mejor calidad informativ­a, que depende de actores múltiples y autónomos, y de procedimie­n tos más transparen­tes, justos y eficaces para financiar a los partidos, que depende de refor mas legales.

Sin duda hay trabajo por hacer. El resultado siempre será disímil y nunca perfec to. Pero la situación genera es muy sólida. Desde ella hay que defender y perfeccion­ar nuestro sistema electoral. E desinterés no se vale.

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