Retórica y bombas
Las palabras tienen consecuencias y los calificativos contra la prensa, si bien circulan entre las minorías adeptas a sus difusores, despiertan iras.
El atentado contra Teletica merece el repudio de todo costarricense comprometido con los valores que hacen de la nuestra una nación excepcional. La bomba, colocada frente al edificio de canal 7 en una calle muy transitada a toda hora, no dejó víctimas y causó limitados daños a las instalaciones, pero las imágenes de las cámaras de seguridad no dejan duda sobre su potencial homicida.
Los tres delincuentes armaron el artefacto explosivo, lo dejaron en la acera y, con toda tranquilidad, volvieron a cruzar la calle hacia La Sabana. Un minuto y ocho segundos después, la bomba estalló. Al parecer, utilizaron un mecanismo para retardar la explosión o la detonaron a distancia, lo cual apunta a una elaboración más compleja del artefacto. No parece ser especialmente sofisticado, pero sí fue pensado con criminal parsimonia.
La intención de intimidar a la prensa no podría ser más clara. En eso, los terroristas no tuvieron éxito, ni lo tendrán. Deberían saberlo por la experiencia de otros países, donde delincuentes mucho más peligrosos no han logrado apagar la voz del periodismo independiente.
Pero tenemos derecho a preguntarnos cómo llegamos a este punto en Costa Rica, donde los pocos casos de terrorismo datan de los años ochenta y se vinculan con los conflictos centroamericanos de la época. El atentado contra Teletica no ocurre en el vacío, sino en el marco de un ambiente crispado por la retórica violenta y demagógica de algunos actores políticos y sindicales.
Las palabras tienen consecuencias y los calificativos empleados contra la prensa, si bien circulan entre las minorías adeptas a sus difusores, apelan a la emotividad y despiertan iras. Al mismo tiempo, deshumanizan a los periodistas y los representan como enemigos y manipuladores, maliciosos promotores de falsedades contra intereses concretos de los receptores del mensaje.
En ese caldo de cultivo, basta con que un idiota encuentre un arma o que el arma encuentre al idiota. Por eso, la irresponsabilidad de quienes propalan el odio debe ser tan repudiada como los atentados mismos.
En el pasado reciente, la retórica se tradujo en amenazas directas contra los medios de comunicación y sus periodistas. Los exabruptos de Fabio Chaves, entonces dirigente del Frente Interno de Trabajadores del ICE, no fueron repudiados por los demás sindicalistas. Albino Vargas, de la ANEP, rehusó comentarlos cuando se le preguntó al respecto.
El jueves 13 de junio Vargas convocó para conmemorar los cien años del incendio del periódico La Información, vocero de la dictadura de los Tinoco, a manos de manifestantes hartos del déspota. La celebración consistió en quemar ejemplares de La Nación frente a nuestras instalaciones, en Llorente de Tibás.
El mensaje detrás de la grosera distorsión de la historia no podía ser más obvio ni el simbolismo más burdo. Participantes en las redes sociales lo captaron sin ninguna dificultad, algunos para llamar a quemarnos vivos y otros para señalar la intolerancia del grupúsculo congregado frente a nuestro edificio.
En aquel momento, decidimos no dar importancia a la quema de periódicos ni al retorcido simbolismo del acto. Fue un error. La denuncia de la violencia y la intolerancia es un deber de todos. Las palabras importan y los actos simbólicos también porque pueden conducir a sitios peligrosos para la paz y la democracia.
Las palabras tienen consecuencias y los calificativos empleados contra la prensa, si bien circulan entre las minorías adeptas a sus difusores, apelan a la emotividad y despiertan iras
Debemos preguntarnos cómo llegamos a este punto en Costa Rica, donde los pocos casos de terrorismo datan de los años ochenta y se vinculan con los conflictos centroamericanos