En Colombia estalló la paz
La ruptura se podía prever. En enero del 2019, desde la clandestinidad, Iván Márquez había declarado que fue un error entregarle las armas a un “Estado tramposo”.
Iván Márquez, Jesús Santrich y el Paisa, rodeados de algunos conmilitones, finalmente retomaron la lucha. Alegaron, naturalmente, la causa de los pobres y la falta de garantías para los exguerrilleros que seguían siendo exterminados.
Timochenko, inmediatamente, declaró que los disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) “solo” eran un 10 % de su grupo. El 90 % restante seguía apegado a la fórmula de la paz.
Les faltó contar la parte más sustanciosa de la historia. Marlon Marín, sobrino de Iván Márquez y “lazarillo” de Santrich (casi ciego), le declaró a la Administración para
el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) que a ellos les había tocado pactar con el Cartel de Sinaloa una entrega grande de cocaína colombiana después de la firma de la paz entre el gobierno de Santos y las FARC.
Habían sido descubiertos en flagrante delito, o “con las manos en la masa”, como dice el pueblo llano.
Le toca al presidente Iván Duque dar la estocada final y no debe perder tiempo
El tramposo. En realidad, Colombia no era un Estado tramposo. Especialmente desde que Iván Duque ganó la presidencia, en agosto del 2018. Antes, en la época de Juan Manuel Santos, lo había sido.
De lo contrario, Santos habría aceptado el resultado del referendo sobre el proceso de paz y lo habría replanteado. Santos hizo trampas y lo desconoció en beneficio de las FARC.
El error original fue igualar a los narcoguerrilleros comunistas con el Estado colombiano. Eso siempre es un disparate que acaba mal. Es legítimo que existan conversaciones de paz, pero es nefasto que se olviden las diferencias.
La narcoguerrilla se maneja con unos códigos morales y políticos absolutamente diferentes y contrarios a los del Estado colombiano.
A los narcoterroristas no les importa incurrir en la voladura del club social El Nogal, con la muerte de 33 personas (algunos de ellos niños) y más de 160 heridos, porque la historia estaba de su parte.
Son simples “gajes del oficio”. Y luego vienen las preguntas retóricas: “¿Qué significan unas cuantas niñas campesinas violadas o adversarios secuestrados o asesinados ante la tarea ciclópea de liberar a los pobres de sus cadenas? ¿Qué pueden importar mil kilos de cocaína enviados al imperio ante el proyecto final de una sociedad sin clases, feliz y en paz”?
Condición esencial. Al Estado colombiano, en cambio, forjado en torno a los ideales liberales de los republicanos latinoamericanos del siglo XIX, el cumplimiento de las leyes le es una condición esencial. Ese fue el leitmotiv de Francisco de Paula Santander, el hombre clave de la independencia colombiana y quien desde entonces le confirió unas señas de identidad a ese país tan hermoso y singular de América Latina.
Es cierto que en Colombia reina una enorme corrupción y también que las fuerzas de orden público con frecuencia violan las leyes, pero la diferencia con las FARC o el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —y con todas las mafias— es que los narcoterroristas cuentan de antemano con la absolución marxista de todos estos pecados o comportamientos porque los cometen en nombre de una doctrina supuestamente “científica” que tendrá su día glorioso tras el triunfo definitivo.
Ahora o nunca. Ya sé que la mayor parte de los asesinos de las FARC y del ELN no han dedicado un minuto a leer a Marx o a sus epígonos, pero les basta la Vulgata, o el rumor de la Vulgata, para llenarse la boca hablando de “los pobres” y de las causas de esa desgracia.
Cuando, en realidad, vuelven a la selva y al delito porque es en esa atmósfera en la que se sienten material y emocionalmente recompensados.
Le toca a Duque organizar la batida final de estos criminales. En el momento en que Santos comenzó a pactar la falsa paz, las FARC estaban cuasi derrotadas. Duque no debe perder tiempo. Ahora o nunca.
[©FIRMAS PRESS]
Las dudas que sus cita el reciente In forme Estado de la Educación han comenzado a ser aclaradas por expertos que cuando ocuparon importan tes posiciones públicas tuvie ron la oportunidad de influir para que el informe fuera menos inquietante, pero la desaprovecharon estrepito samente. Ahora, algunos de esos “opinionólogos” se la toman contra el prestigio de los maestros atribuyéndole a un inexistente educador perfecto virtudes y talentos que son poco menos que ce lestiales. Pensando en que ta vez no alcanzaremos a leer e próximo informe, nos limita mos a plantear una pregunta puntual: ¿Será tan cierto eso de que los costarricenses le dan al hábito de la lectura una importancia que justifi ca el revuelo causado por la “revelación” de que una gran proporción de los educadores de nuestro país se llevan ma con los libros?
Circuló en la red, casi a mismo tiempo, el texto de un proyecto de ley sobre la pro moción de la lectura y el for talecimiento de la industria editorial, en el que se contem pla establecer, como sustento económico de la entidad en cargada de ejecutar el mila gro, un impuesto de un dólar por cada kilo de ropa usada que se importe para la venta Antes de “desnudar a un san to para vestir otro”, ¿no sería recomendable examinar de cerca el hecho de que, si bien en el país funcionan muchas editoriales, entre ellas seis financiadas por el Estado al parecer no bastan para despertar el entusiasmo por la lectura ni siquiera en los maestros?
En el supuesto de que las generaciones adultas ya no podrán evitar que sus des cendientes sean víctimas de una alfabetización efímera, a padres y abuelos solo les que da el recurso de acogerse a la creencia en que la lectura es un privilegio prescindible y dotar de tabletas a los meno res de sus familias. Ojalá al gunos decidan recurrir a los maestros que enseñan cómo infundir en los niños la idea de que la creatividad y la ima ginación también son impor tantes. Gianni Rodari ofrece en su Escuela de fantasía una guía ideal para superar e desgano literario de algunos pedagogos, y es afortunado que hayan sido traducidos a español sus libros de cuentos infantiles, muy útiles para proteger a los niños del daño que causaría una literatura bobalicona basada en la falsa premisa de que ser niño sig nifica ser tonto.