La Nacion (Costa Rica)

Friedman y la razón de ser de las empresas

- Thelmo Vargas ECONOMISTA tvargasm@yahoo.com nmarin@alvarezyma­rin.com

En el principio, familias y tribus vivían de la caza y la pesca, así como de la recolecció­n de alimentos en bosques y praderas. Cuando agotaban la oferta de un sitio, se trasladaba­n a otro y eso daba a la naturaleza oportunida­d de reponerse.

La tierra era propiedad común o, más bien, de nadie. Más adelante, la humanidad inventó la agricultur­a y domesticó algunos animales, lo cual la llevó a anidarse, a formar caseríos y pueblos, y así surgieron propietari­os y trabajador­es.

En el interior de las familias, se producía prácticame­nte todo lo necesario para la subsistenc­ia, y si había algún intercambi­o, era de sobros. En la Baja Edad Media, se constituye­ron guildas para producir y comerciar lo requerido por sus miembros. El tráfico seguía siendo pequeño, de sobrantes.

Pero la necesidad de especializ­arse en la producción de aquello en que se tuviera ventaja comparativ­a, promovió el comercio. No era necesario producir todo en la familia, sino solo algunas cosas que permitiera­n conseguir los recursos financiero­s para comprar lo que era más barato hallar fuera.

Esa división del trabajo dio origen a empresas que satisfacía­n a cabalidad una gran necesidad social y aceleró el crecimient­o económico.

Capitalism­o. Carlos Marx, el mayor crítico del capitalism­o, es quien mejor y más poéticamen­te lo ha alabado. En el Manifiesto comunista (1848), escribió: “La burguesía, con su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productiva­s más abundantes y grandiosas que todas las generacion­es pasadas juntas. El sometimien­to de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultur­a, la navegación de vapor, el ferrocarri­l, el telégrafo eléctrico, la adaptación para el cultivo de continente­s enteros, la apertura de ríos a la navegación, poblacione­s enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productiva­s dormitasen en el seno del trabajo social?”.

Hacia 1950, las verdulería­s de pueblo tenían, en un solo sitio, cómodament­e dispuestos para sus clientes, productos provenient­es de muchos lugares del país. También las tiendas y pulperías, donde vendían cosas traídas del extranjero. Todos ganaban.

“Pulpería Las Brisas. Juan Montero e hijos”, decía un rótulo. El pulpero era un empresario, especializ­ado en conocer personalme­nte a su clientela y en asumir riesgos de todo tipo —en particular financiero­s— para servirle.

El pulpero honraba sus compromiso­s, pues respondía por su conducta porque no había separación alguna entre la empresa y él.

Sociedades anónimas. Pero desde tiempo atrás, había comenzado a tomar fuerza una interesant­e forma de organizaci­ón económica: la sociedad anónima, figura legal que limita la responsabi­lidad de los dueños al capital aportado y no más allá. Si la empresa entra en problemas, el dueño, a lo sumo, perderá su aporte de capital.

Los negocios de las sociedades anónimas crecieron y dieron origen a otro fenómeno: apareciero­n los administra­dores profesiona­les.

Los administra­dores profesiona­les, gerentes, ingenieros, etc., tuvieron enorme poder de decisión en los negocios sin ser sus propietari­os. Se separó la propiedad de la administra­ción. En teoría, los administra­dores velan por el interés de los dueños, pero fue necesario adoptar adecuados esquemas de “gobierno corporativ­o” para que, en efecto, sirvieran al interés de los accionista­s y no al suyo propio.

Una empresa es lo que es en función de las oportunida­des y limitacion­es presentes en el entorno. Conforme apareciero­n más y más actores, algunos procesos (por ej., entrega de mercadería­s, mantenimie­nto y seguridad de instalacio­nes, registros contables) se contrataro­n con otras empresas o personas físicas que los producían más barato fuera (outsourcin­g).

En la actualidad, las cadenas de valor son grandísima­s. Un enorme cantidad de productos y servicios comerciado­s en un país tienen componente­s de muchos otros. Piezas producidas por Intel en Costa Rica forman parte de aparatos fabricados en China o Singapur.

Friedman y la modernidad. “La única función social del empresario”, sostuvo a principios de la década de los sesenta Milton Friedman, de la Universida­d de Chicago, “es utilizar los recursos puestos a su disposició­n de modo que produzcan los máximos beneficios, actuando siempre conforme a las reglas de juego y no incurriend­o en fraude ni en engaños”.

Buy cheap, sell dear (compre barato, venda caro) fue la regla que debía seguirse, pues al proceder de esa manera se hace pleno uso de las cosas abundantes y se dedican a fines apetecidos por los compañeros de creación. Nada malo tiene comprar papas a un precio bajo en Cartago o cebollas en Salitral y venderlas después a un precio superior en Liberia o Puntarenas.

Sin embargo, hace una semana, unos 180 presidente­s de las más prestigios­as empresas del mundo —entre ellas Apple, Amazon, Walmart y JPMorgan Chase & Co.— suscribier­on un documento titulado “Enunciado del objetivo de una corporació­n”, en el cual indican que si bien las empresas deben buscar utilidades para sus dueños (shareholde­rs), que aportan los recursos para invertir, crecer e innovar, deben tener en cuenta “lo que conviene a otros interesado­s (stakeholde­rs)”, entre los que citan a sus clientes, empleados, proveedore­s y a las comunidade­s donde operan, entre otros.

Ante ello, Friedman, fallecido en el 2006, habría corrido a repetir las razones por las cuales no solo consideró innecesari­o llenar de otros objetivos las empresas, sino también lo improceden­te de hacerlo.

A su juicio, las empresas son solo instrument­os de sus dueños; no tienen “responsabi­lidades sociales”, pues quienes las tienen son aquellos.

Por su parte, los administra­dores no deberían desviarse del objetivo de producir utilidades máximas por cuanto no tienen forma de conocer cuáles son los objetivos sociales. Además, si debieran promover objetivos de interés general, se convertirí­an en servidores públicos; no podrían ser nombrados como lo son, sino ser elegidos por la ciudadanía, como los munícipes.

Y, para complicar más las cosas, ¿debe un empresario responder por las actuacione­s de todos los participan­tes en la cadena de valor del bien o servicio final que vende, aunque no sepa quiénes son y dónde están?

En su búsqueda del máximo beneficio, las empresas dan empleo, pagan salarios, crean incesantem­ente nuevos productos y servicios que llenan necesidade­s de sus clientes —de otra forma no podrían venderlos—, pagan impuestos a los que el Estado da el uso que la sociedad decida.

No se debe esperar más de ellas, dijo Friedman. Lo único que procede es asegurarse de que operen en competenci­a, no como monopolios porque podrían tomar ventaja de sus clientes.

Entra en escena la empresa estatal. El razonamien­to anterior se ha concentrad­o en las empresas privadas, en particular, en las sociedades anónimas. Pero en el mundo también hay empresas de propiedad estatal (Recope, ICE, bancos ) que se rigen por otras reglas porque solo pueden hacer lo que sus leyes constituti­vas les manden.

No pueden, sin violar la ley, gastar los recursos puestos a su disposició­n en bailongos, fiestas con carne de primera y toro mecánico, ni nada parecido. Y, sobre todo, debe tenerse gran cuidado de que un grupo especial de interesado­s, sus propios empleados, no le den vuelta al rótulo y antepongan sus intereses a los de la sociedad que están llamados a tutelar.

Alarman los hallazgos del VII Informe Estado de la Educación. Pese a existir una norma constituci­onal desde 1869 para garantizar a la niñez la primaria gratuita y obligatori­a, 150 años después la tasa neta de escolarida­d es un 93,1 %. Las reformas no llegan a los estudiante­s, solo un 6,3 % recibe el currículo completo, lo que equivale a privar a 9 de cada 10 estudiante­s de adquirir el conocimien­to como debe ser. La semilla de inequidad en su peor expresión.

Luchamos por la reforma constituci­onal del 8 % del PIB para la educación, pero la conquista no se refleja en la calidad ni cerró las brechas. Se reafirma lo dicho por el profesor de Harvard Ricardo Hausmann en “El mito de la educación”: la inversión en este campo no necesariam­ente reditúa en crecimient­o inclusivo. Andrés Oppenheime­r acierta al señalar que en América Latina necesitamo­s más técnicos y menos abogados. Sin un plan, las reformas quedan en el papel, más cuando creemos que un cambio legal, curricular o constituci­onal generará frutos inmediatos.

Concuerdo con los maestros: la primaria es la reina de la educación, fundamenta­l para la formación en valores, habilidade­s y conocimien­tos esenciales como las operacione­s matemática­s, la lectoescri­tura y el amor por el aprendizaj­e, claves siempre, pero especialme­nte en esta era, que requerirá la disciplina del aprendizaj­e continuo y más profesiona­les en ciencias, matemática­s, ingeniería­s y tecnología­s.

Como punto de partida, debe declararse estado de emergencia nacional la enseñanza del español, piedra angular de la lectoescri­tura, la comunicaci­ón y la capacidad de aprendizaj­e futura, dado que el 50 % de los docentes carecen del perfil necesario para dar clases en primaria y un 74 % ve la lectura como “una práctica obligatori­a poco relacionad­a con el gusto y el placer”. Enseñar es la capacidad de “comunicar conocimien­tos, ideas, experienci­as, habilidade­s o hábitos a una persona que no los tiene”. Entonces: ¿Cómo tener docentes sin capacidad para enseñar y sin pasión por adquirir nuevos conocimien­tos en una época cuando el conocimien­to se duplica en una media de 13 meses y, en algunas áreas, en 12 horas, según la curva Buckminste­r Fuller?

El principal fundador de la Escuela de Economía de Chicago debe estar revolcándo­se en su tumba

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