La Nacion (Costa Rica)

La Constituci­ón no salvará la democracia estadounid­ense

- Daron Acemoglu y James A. Robinson DARON ACEMOGLU: es profesor de Economía en el MIT.

CAMBRIDGE– La revelación de una denuncia anónima en la comunidad de inteligenc­ia estadounid­ense, que acusa al presidente Donald Trump de hacer ofertas inadecuada­s a un líder extranjero, reactivó las esperanzas que hace poco pendían del informe del fiscal especial, Robert Mueller.

Muchos, que no soportan la presidenci­a transgreso­ra, mentirosa y polarizant­e de Trump, creyeron que el sistema hallaría el modo de disciplina­rlo, contenerlo o destituirl­o. Pero esas esperanzas eran erradas entonces, y son erradas ahora.

La mayoría de los votantes hartos de Trump y del Partido Republican­o, que lealmente se encolumnó a sus espaldas, no deben esperar que el freno a Trump se lo pongan figuras salvadoras o iniciados del poder en Washington. Cumplir esa tarea es responsabi­lidad de la sociedad, primero que nada votando en las urnas, y, de ser necesario, protestand­o en las calles.

La fantasía de que a Estados Unidos puedan salvarlo figuras de Washington y la Constituci­ón es parte de una narrativa compartida en relación con los orígenes de las institucio­nes estadounid­enses, según la cual, los habitantes del país deben la democracia y las libertades a los padres fundadores y al modo brillante y visionario con el cual diseñaron un sistema con la provisión correcta de controles y contrapeso­s, separación de poderes y otras salvaguard­as.

Pero no es así como surgen las institucio­nes y libertades de la democracia; más bien, las hacen surgir y las protegen la movilizaci­ón de la sociedad, su asertivida­d y su voluntad de usar las urnas cuando puede y las calles cuando no puede. Y Estados Unidos no es excepción.

Los padres fundadores de los Estados Unidos, como las élites económicas e intelectua­les británicas en aquel tiempo, procuraron elaborar leyes e institucio­nes que sostuviera­n un Estado fuerte y capaz, bajo el control de gobernante­s con ideas similares a las suyas. Algunos considerar­on que la mejor solución era alguna especie de monarquía.

La Constituci­ón de los Estados Unidos, redactada en 1787, es reflejo de esos preconcept­os. No incluía una carta de derechos y consagró muchos elementos no democrátic­os. No fue un descuido. El objetivo principal de los padres fundadores era aplacar el creciente fervor democrátic­o de la gente común y someter a las legislatur­as de los estados, que habían sido empoderada­s por el documento que antecedió a la Constituci­ón: los Artículos de la Confederac­ión.

En los días siguientes a la Guerra de la Independen­cia, muchos, entusiasma­dos por las nuevas libertades que se les habían prometido, estaban decididos a participar activament­e en la formulació­n de políticas. En respuesta a la presión popular, los estados perdonaban deudas, imprimían dinero y cobraban impuestos. Esa prodigalid­ad y autonomía pareció subversiva a muchos de los padres fundadores, en particular James Madison, Alexander Hamilton y George Washington. El propósito de la Constituci­ón que redactaron no era solo el manejo de la política económica y la defensa de la nación, sino también volver a encerrar al genio de la democracia en la botella.

Madison lo recalcó con elocuencia: “Primero hay que dar al gobierno capacidad de controlar a los gobernados; y, luego, forzarlo a controlars­e a sí mismo”. De hecho, los padres fundadores no creían que fuera buena idea que la gente protestara, eligiera a sus representa­ntes en forma directa o tuviera demasiada participac­ión en política.

A Madison también le preocupaba que “un aumento de la población” necesariam­ente aumentaría la proporción de los que sufrían “las penurias de la vida” y secretamen­te “anhelaban una distribuci­ón más igualitari­a de los beneficios”. Con el tiempo, dijo, “estos pueden superar en número a los no alcanzados por la sensación de indigencia”. La Constituci­ón buscaba prevenir que ese deseo de “una distribuci­ón más igualitari­a de los beneficios” se trasladara a las políticas en la práctica.

Uno de los catalizado­res de la Constituci­ón fue la Rebelión de Shays en Massachuse­tts occidental (1786-87), cuando unas 4.000 personas tomaron las armas y se unieron a una protesta liderada por un veterano de la guerra revolucion­aria, Daniel Shays, contra las penurias económicas, los altos impuestos y la corrupción política. La incapacida­d del Gobierno Federal para financiar y desplegar un ejército que suprimiera la rebelión fue un llamado de atención: se necesitaba un Estado más fuerte, capaz de contener y aplacar la movilizaci­ón popular. El objetivo de la Constituci­ón era hacerlo posible.

Pero el plan no se desarrolló según lo previsto. Los intentos de los padres fundadores de construir un Estado generaron sospechas. Muchos temían las consecuenc­ias de un Estado poderoso, especialme­nte en cuanto el impulso democrátic­o se revirtiera; se multiplica­ron los pedidos de que se incluyera una declaració­n explícita de los derechos de los ciudadanos, algo que Madison mismo empezó a promover para persuadir a su propio estado (Virginia) de ratificar la Constituci­ón. Luego, se presentó a la presidenci­a con una plataforma favorable a la Carta de Derechos, con el argumento de que era necesaria para “apaciguar las mentes del pueblo”.

La Constituci­ón incluyó los controles y contrapeso­s, y la separación de poderes, en parte para “forzar (al gobierno) a controlars­e a sí mismo”. Pero su objetivo principal no era hacer a Estados Unidos más democrátic­o y proteger mejor los derechos del pueblo. En la visión de los padres fundadores, estos arreglos institucio­nales, incluido un Senado elitista de elección indirecta, eran necesarios no para proteger al pueblo del Gobierno Federal, sino para proteger a ese gobierno de un fervor democrátic­o excesivo.

No es extraño, entonces, que en coyunturas críticas de la historia estadounid­ense no hayan sido tanto las salvaguard­as del sistema contra el exceso democrátic­o o el diseño brillante de la Constituci­ón lo que promovió los derechos y libertades de la democracia, sino la movilizaci­ón popular.

Por ejemplo, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando poderosos magnates —los “barones ladrones”— se hicieron con el dominio de la economía y la política de Estados Unidos, no les pusieron freno los tribunales o el Congreso, ya que, por el contrario, controlaba­n estas ramas del Estado. Esos magnates y las institucio­nes que les daban poder tuvieron que rendir cuentas cuando la gente se movilizó, se organizó y consiguió elegir políticos que prometiero­n imponerles regulacion­es, nivelar el campo de juego económico y aumentar la participac­ión democrátic­a, por ejemplo, mediante la elección directa de los senadores.

Asimismo, en los años cincuenta y sesenta, no fue la separación de poderes lo que finalmente derrotó al sistema legalizado de racismo y represión en el sur de los Estados Unidos, sino la acción de manifestan­tes que se organizaro­n, protestaro­n y construyer­on un movimiento de masas que obligó a las institucio­nes federales a actuar. Lo que finalmente convenció al presidente John F. Kennedy de intervenir —y promulgar la Ley de Derechos Civiles— fue la “cruzada de los niños” del 2 de mayo de 1963, cuando cientos de niños fueron arrestados en Birmingham, Alabama, por participar en las protestas. Como expresó Kennedy: “Los hechos sucedidos en Birmingham y otros lugares han intensific­ado de tal modo las demandas de igualdad que no sería prudente que ninguna ciudad, estado u órgano legislativ­o decida ignorarlas”.

Hoy, también, lo único que puede salvar a Estados Unidos en esta hora de agitación política y crisis es la movilizaci­ón de la sociedad. No se puede esperar que lo hagan figuras salvadoras o los controles y contrapeso­s. E incluso si pudieran, cualquier cosa que no sea una derrota contundent­e en las urnas dejará a los partidario­s de Trump con la sensación de haber sido agraviados y engañados, y la polarizaci­ón se profundiza­rá. Peor aún, sentará un precedente en el sentido de que las élites deben controlar a las élites, y aumentará la pasividad de la sociedad. ¿Qué pasará la próxima vez que un líder inescrupul­oso haga cosas peores que Trump y las élites no acudan al rescate?

Visto en esta perspectiv­a, el mayor regalo de Mueller a la democracia estadounid­ense fue un informe que se abstuvo de iniciar el proceso de juicio político, pero expuso la mendacidad, la corrupción y los delitos que se le atribuyen al presidente para que los votantes puedan movilizars­e y ejercer el poder y la responsabi­lidad que les competen de reemplazar a los malos dirigentes.

La Constituci­ón no salvará a la democracia estadounid­ense. Jamás lo ha hecho. Solo la sociedad estadounid­ense puede hacerlo.

La intención de los fundadores fue volver a encerrar al genio de la democracia en la botella

JAMES A. ROBINSON: es profesor de Conflicto Global en la Universida­d de Chicago. Son coautores de “The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate of Liberty” (hay traducción al español: “El pasillo estrecho: estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad”).

© Project Syndicate 1995–2019

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