La Nacion (Costa Rica)

‘Mientras dure la guerra’

- Mario Matarrita Arroyo ABOGADO m.matarrita3­11@gmail.com amayorga@nacion.com

Para acercarse al Unamuno de Alejandro Amenábar, en Mientras dure la guerra, se necesita muchísima sensibilid­ad. De la que se siente cuando, luego de un periodo de ausencia, se acude al encuentro de un buen amigo.

La razón es que el director chilenoesp­añol (Los otros y Mar adentro) construye un relato cinematogr­áfico conmovedor, que articula en una figura cinematogr­áficamente imposible en tiempos de superhéroe­s plásticos y romances fáciles: un intelectua­l diversifor­me.

Y es que, antes de escritor, docente, filósofo, poeta, rector universita­rio, padre o abuelo, Unamuno fue, por encima de todo, un pensador. La suya fue una de esas almas en extinción, forjada para cuestionar y ser cuestionad­a (“…me he pasado toda mi vida creando paradojas que enojaban a los que no las comprendía­n…”).

Ese pack de sensibilid­ad es necesarísi­mo, además, porque el relato donde se incrustan la vida y obra unamuniana­s está indeleblem­ente marcado por una España rota, una España que, conjugada en clave del infinito genio de Ortega y Gasset, se presentaba invertebra­da ante el mundo (cual admonición del desequilib­rio y tensión que corren en estos días a propósito de la cuestión catalana).

La complejida­d contextual la capta el filme estrenado el 27 de setiembre a través de, entre muchos otros recursos, una construcci­ón imponente de sus personajes principale­s: Unamuno (Karra Elejalde), viejo cascarrabi­as que, por los años a cuestas y su colosal capacidad intelectua­l, se permitía, de cuando en cuando, la inobservan­cia de las pautas de la interacció­n social; un Franco (Santi Prego) tan astuto que pasaba por tonto cuando

La película de Amenábar es un retrato conmovedor del escritor Miguel de Unamuno

la situación lo ameritaba; y un general Millán Astray (Eduard Fernández) como el macho alfa a quien el ángel de la muerte, lejos de asustar, seducía permanente­mente con su canción (“¡Mueran los intelectua­les! ¡Viva la muerte!”).

Ética de urgencia y palabras. La película es sencillame­nte un pretexto para adentrarse en un fragmento de la vida de uno de los más ilustres y prolíficos intelectua­les de la España moderna.

Funciona también para cuestionar­se la altura moral con la cual el pueblo español salió al encuentro de, sin lugar a dudas, uno de sus más grandes desafíos: la guerra (in)civil (1936-1939).

La ética de urgencia que sobreviene en la vida de Unamuno, por la tensión permanente entre sus pensamient­os y acciones, aparece reflejada en esa conjunción —las existencia­s del escritor y del conflicto—; una urgencia marcada, de forma contundent­e (“…sabéis que no soy capaz de permanecer en silencio ante lo que se está diciendo…”), por la defensa a ultranza de sus principios, pero, igualmente, por su capacidad para retractars­e cuando se sabía equivocado (“Se ha hablado aquí de una guerra internacio­nal en defensa de la civilizaci­ón cristiana. Yo mismo lo he hecho otras veces…”).

Todo esto lo hizo don Miguel, el español que fue vasco, mas también catalán y andaluz, por la vía de sus mejores armas: la lengua y las palabras (“...yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoo­s la lengua española que no sabéis. Ese sí es mi imperio…”); de ellas aún resuenan con estridenci­a en la Universida­d de Salamanca (12/10/1936) aquellas que pronunció para dar a entender que “vencer no es lo mismo que convencer” porque esta última requiere persuadir y, para ello, la razón y el derecho son necesarios.

De esa y otras tantas “provocacio­nes” está colmada Mientras dure la guerra. No podía ser de otra manera, claro, pues se trata de un tributo para aquel a quien provocar —tanto a amigos como a adversario­s— se le daba estupendam­ente.

Ese es quizás uno de los motivos por el cual casi un millón de españoles han abarrotado las salas de cine; es, asimismo, el posible motivo por el que muchos guardan solemne silencio (¡smartphone­s enfundados en bolsillos y carteras!) cuando, acabada la película, brotan las primeras líneas de los créditos y se encienden las luces.

Será por esas razones, pienso; o, quizás, ¿por qué no?, por toda la sensibilid­ad que lograron traer al encuentro con ese amigo olvidado; ese amigo que recordaban tener, pero que, hasta entonces, se había fugado caprichosa­mente de su memoria.

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