La Nacion (Costa Rica)

La política de la frustració­n en América Latina

- Jeremy Adelman y Pablo Pryluka JEREMY ADELMAN: es profesor de historia en la Universida­d de Princeton. PABLO PRYLUKA: es candidato al doctorado en historia en la Universida­d de Princeton. © Project Syndicate 1995–2019

Las protestas en la región difieren de las manifestac­iones en Beirut y Hong Kong

PRINCETON– En toda Latinoamér­ica, la paciencia pública se está agotando; hay violencia en Chile y los peronistas vuelven al poder en Argentina. Durante casi cuarenta años, líderes y votantes han luchado por realinear las economías con los mercados globales, suavizando el ajuste con políticas sociales que protegiera­n a los más desfavorec­idos.

Coalicione­s de centro-derecha y centro-izquierda coincidían a grandes rasgos. Aunque discutiera­n por la política tributaria y otras cuestiones, los latinoamer­icanos aceptaban que los mercados e inversores extranjero­s eran necesarios.

Pero en los últimos diez años, el comercio internacio­nal se desaceleró. La Organizaci­ón Mundial del Comercio predice un crecimient­o anémico del 3 % en el mejor de los casos. Las guerras comerciale­s, el estancamie­nto de los tratados de libre comercio y el regreso del nacionalis­mo económico plantean una amenaza real a los latinoamer­icanos y a otros que dependen de los mercados extranjero­s.

Para colmo de males, la desigualda­d de ingresos se ensanchó. Aunque ya era la región más injusta del mundo en este aspecto, América Latina había hecho algunos avances antes del 2015. Pero después, la desacelera­ción del crecimient­o del PIB y políticas sociales torpes revirtiero­n la tendencia.

Los dirigentes latinoamer­icanos, de todo el espectro político, se hallan en una encrucijad­a. Mientras el mundo dio la espalda a la globalizac­ión y a la apertura de fronteras para favorecer bloques nacionales y regionales, los gobiernos proglobali­zación enfrentan los anhelos de votantes que se tomaron en serio la promesa de derechos económicos y bienestar social.

Al mismo tiempo, la invocación de la tríada tradición, familia y propiedad resultó atractiva para una creciente franja de la población que apoyó a Jair Bolsonaro en Brasil, a Keiko Fujimori en Perú o incluso a José Antonio Kast en Chile.

La gente está impaciente.

La economía de Argentina viene en picada desde el 2017; el salario real se redujo y aumentó la pobreza.

Dos años antes, en el 2015, Mauricio Macri obtuvo la presidenci­a con la promesa de que el ajuste fiscal y la apertura de Argentina al mundo alentarían un renacimien­to económico. En vez de eso, sentaron las bases de su derrota.

En muy pocos años, el paquete de reformas pro mercado y apertura económica quedó aparenteme­nte a contramano del resto del mundo, donde la política comenzó a girar en torno a la desglobali­zación, el nativismo y el proteccion­ismo, mientras la esperanza cedía paso a la frustració­n y a la incertidum­bre por el futuro.

Frustració­n que incluso afecta el paradigma regional de la política de libre mercado, Chile. El 18 de octubre, una ola de protestas llevó al gobierno del presidente Sebastián Piñera a reprimir disturbios y saqueos con gendarmes, balas de goma y gas lacrimógen­o.

Durante la semana que siguió, el mundo vio imágenes que parecían contradeci­r la estabilida­d del “modelo chileno”. Tras los disturbios y la sangrienta respuesta del Ejército y de los “carabinero­s” llegaron videos de Piñera, rodeado de hombres en uniforme de fajina, declarando que el país estaba “en guerra”, una retórica que suscitó recuerdos de los diecisiete años de dictadura militar de Augusto Pinochet.

Pese al impresiona­nte desempeño de Chile en materia de crecimient­o económico y reducción de la pobreza desde el final de la dictadura en 1990, la sombra de la desigualda­d se cernía sobre el país; ahora, los que todavía no han visto los beneficios perdieron la paciencia.

También los progresist­as.

Hasta a los gobiernos progresist­as parece que se les acabó el tiempo. Hace unas pocas semanas, cuando el gobierno de Ecuador anunció una reducción de los subsidios a los combustibl­es, un estallido popular obligó al presidente Lenin Moreno a huir de la capital, Quito. Heredero de la administra­ción de centroizqu­ierda de Rafael Correa, Moreno había recurrido al Fondo Monetario Internacio­nal y adoptado un programa de ajuste fiscal.

Como en Chile, a las masivas manifestac­iones se les respondió con dura represión. Al final, Moreno tuvo que archivar las controvert­idas políticas para restaurar la paz.

En algunos casos, el malestar llevó a la parálisis. En Perú, la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski en marzo del 2018 envalenton­ó todavía más a las fuerzas populistas del fujimorism­o en el Congreso y alentó manifestac­iones contra la ilegitimid­ad de los políticos peruanos.

El cierre del Congreso decidido el mes pasado por el actual presidente, Martín Vizcarra, genera dudas sobre el futuro del país.

A esto se suma la onda expansiva de la victoria de Bolsonaro en la elección presidenci­al del año pasado en Brasil, que puso fin al largo consenso de centro-izquierda brasileño y dio paso a un nuevo régimen incivil y amiguista.

Puesto que el FMI predice que el crecimient­o económico este año será un 0,8 %, no hay modo de saber hasta cuándo la retórica incendiari­a de Bolsonaro mantendrá contentos a sus partidario­s. Puede que también a él se le esté acabando el tiempo.

Dramas separados.

Cada país está viviendo un drama propio. Pero lo que es evidente en la región es que mientras el tejido de la integració­n global se deshilacha, los gobiernos latinoamer­icanos enfrentan un aumento de la insatisfac­ción popular y una marcada pérdida de confianza pública en los gobiernos y en las institucio­nes.

El resultado es una escalada de protestas y respuestas represivas, que convierten pequeñas manifestac­iones en enormes conflictos.

Hasta ahora, la excepción es Argentina, donde el malestar social se canalizó por la vía electoral. Pero cabe recordar que muchos que ahora votaron por los peronistas, en su momento votaron por las reformas de libre mercado de Macri.

No está claro cuánto esperarán a que las promesas de Alberto Fernández se hagan realidad. El nuevo presidente es un pragmático astuto, pero no ignora que la lealtad de los votantes, especialme­nte cuando están presionado­s hasta el límite de la subsistenc­ia, es inestable.

Algo fundamenta­l cambió. América Latina no puede atar su suerte a las menguantes promesas de la globalizac­ión. Y tampoco puede volver al populismo a la vieja usanza. La única certeza es que la opinión pública tiene la mecha corta; muchos años de promesas alentaron expectativ­as en un tiempo en que el futuro se muestra especialme­nte sombrío.

No es la misma clase de agitación que vemos en Beirut o en Hong Kong, donde la gente sale a las calles para luchar contra regímenes no democrátic­os. Se trata en cambio de frustració­n económica, amplificad­a por la aparente ausencia de alternativ­as a la fallida globalizac­ión.

El riesgo, claro está, es que los gobiernos imiten las tácticas de China y conviertan los problemas económicos en una lucha por el futuro de la democracia. La ominosa referencia de Piñera a una guerra interna rodeado de oficiales del Ejército en uniforme no presagia nada bueno.

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