La Nacion (Costa Rica)

Láscaris, Murillo y los antihegeli­anos

- Jethro Masís PROFESOR DE FILOSOFÍA jethro.masis@gmail.com

En la mítica “Página quince” de La Nación, hace medio siglo, los filósofos se batían a duelo y ventilaban públicamen­te sus escaramuza­s teoréticas. Tal es el caso del episodio que voy a relatar.

En un breve texto publicado el 2 de marzo de 1971, titulado “Hegel: Ciencia de la lógica”, Roberto Murillo se refiere a la oposición vehemente de un grupo de profesores a un ciclo de conferenci­as organizado en ocasión del bicentenar­io de Hegel y a un número monográfic­o para la Revista de Filosofía de la Universida­d de Costa Rica, dedicado también al pensador suabo.

Según los detractore­s, la actitud reverente hacia Hegel manifestad­a en aquel acto conmemorat­ivo debía ser justificad­a; una exigencia que Murillo achacó a “la opinión, sobrado ligera y falta de responsabi­lidad intelectua­l, de que Hegel era un charlatán”.

Aparte de montar una defensa de Hegel como pensador fundamenta­l, Murillo hizo una apología del carácter existencia­l —no meramente formal— del pensamient­o filosófico en general y de la lógica hegeliana en particular.

Murillo no ahorra palabras críticas contra aquella cofradía de indignados “que querría ver a Hegel borrado de las historias de la filosofía” y opina que “un filósofo en sentido etimológic­o, es decir, un perpetuo estudiante, no puede erigirse en juez de todos los pensadores”.

La obligación, que sintió Murillo, para salir públicamen­te a defender a Hegel no se debió a que se identifica­ra como hegeliano, algo que, ciertament­e, no fue. Se trató de un gesto parecido al de Constantin­o Láscaris cuando escribió en la prensa, en 1969, “Los antihegeli­anos”, para explicar la naturaleza del pensamient­o dialéctico.

Según Láscaris, “una afirmación, no en el plano lógico, sino en la realidad existente, engendra desde sí misma su propia negación frente a sí”. Y añade: “Nunca me he sentido hegeliano ni se me había ocurrido publicar sobre Hegel”, pero el principio de la afirmación de la negación por la afirmación de la afirmación se le antojó “evidente y cotidiano”.

Contra la falacia descarada. De cierta forma, ni Láscaris ni Murillo tenían vela en ese entierro, y bien pudieron haber dejado la cosa como estaba. Su caso es el de filósofos no hegelianos saliendo públicamen­te a la defensa de Hegel.

Es notable cierta indignació­n en su intervenci­ón apologétic­a, pues no reprochan la divergenci­a de opiniones ni el debate de las ideas, sino la falacia descarada, la ignorancia que quiere hacerse pasar por crítica y la demostraci­ón ad oculos de la irracional­idad puesta en escena, precisamen­te en manos de aquellos que blanden la bandera de la lógica y del argumento bien construido.

¿Para qué tomarse esa molestia? ¿A quién se le ocurre defender a Hegel sin pertenecer a la tribu de los hegelianos? Respuesta: a los indignados que no pueden callar ante un agravio de tal factura.

En efecto, ¿quién puede adjudicars­e el derecho de condenar a unos filósofos al patíbulo? ¿Quién puede decirnos que hoy no importa más lo que han pensado o que los hemos supe rado? Hay infundios que no se pueden dejar pasar, sobre todo aquellos que pretenden sosla yar gran parte de la tradición del pensamient­o por juzgarla inútil, o que convierten a los maestros de la humanidad en objeto de la caricatura y de la sátira sin fundamento.

Roberto Murillo: ‘Un filósofo no puede erigirse en juez de todos los pensadores’

Derecho a pensar. De un plumazo, Láscaris y Murillo demostraro­n en dos breves ar tículos periodísti­cos los dos es corzos de una paradoja. Por un lado, el comportami­ento irra cional de un grupo de auto proclamado­s defensores de la lógica y de la argumentac­ión racional, cuyas motivacion­es para su arenga provenían de fuentes no estrictame­nte lógi co-argumental­es.

Pero, además, la indigencia de una forma de concebir la filosofía que pierde de vista la infinita posibilida­d de pensar aquello que supuestame­nte no se puede pensar: el anclaje de logos en el terreno de la exis tencia.

Me parece que, merced a su responsabi­lidad y seriedad intelectua­l, Láscaris y Murillo salieron airosos y engrandeci dos de aquel entuerto. Cabría recordar aquella ley extraída de la historia del pensamient­o postulada por el gran medie valista Etienne Gilson: “La fi losofía siempre entierra a sus enterrador­es”.

Una vez más podemos com probar que la distancia his tórica terminará colocando a todos en el lugar que se mere cen.

La exigencia del pensa miento no es otra que des pertar del verdadero sueño dogmático. La tarea del filó sofo no es otra que mostrarle al policía de la forma y de los usos lingüístic­os formales que todavía duerme el sueño de que cree haber despertado, cu yos efectos soporífero­s todavía inducen a la somnolenci­a de la razón.

Y esta razón dormida, como en el grabado de Goya, produ ce monstruos que se disfrazan de rigor y de exactitud, pero que —como ya nos advirtió Hegel— no son otra cosa que la más pura indigencia.

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ARCHIVO GN

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