La Nacion (Costa Rica)

Una trampa de pobreza

- RICARDO HAUSMANN: exministro de Planificac­ión de Venezuela y ex economista jefe en el Banco Interameri­cano de Desarrollo, es profesor en la Escuela Kennedy de Harvard y director del Laboratori­o de Crecimient­o de Harvard. © Project Syndicate 1995–2019 Ri

WINDHOEK–

Se supone que la gasolina es combustibl­e. Pero ¿por qué también se ha vuelto políticame­nte explosiva, como sugiere la erupción de protestas masivas en Ecuador y Chile?

Mientras el caso ecuatorian­o tuvo que ver con un incremento significat­ivo en el precio de la gasolina, lo que disparó la revuelta en Chile fue un aumento programado de apenas el 3 % en las tarifas del metro de Santiago.

Más allá de si hubo o no injerencia extranjera, el hecho es que las protestas, si no la violencia y la destrucció­n que las acompañaro­n, han tenido un respaldo público significat­ivo.

El argumento económico contra los subsidios a la gasolina parece sólido. Los subsidios son ineficient­es porque conducen a beneficios en el consumo que valen menos de lo que le cuesta a la sociedad ofrecerlos. Son nocivos desde un punto de vista ambiental porque el consumo de gasolina genera externalid­ades negativas: no solo calentamie­nto global, sino también contaminac­ión local, congestión y degradació­n de las vías. Más bien, la gasolina debería gravarse para tener en cuenta estos costos. Y son profundame­nte injustos, porque los ricos consumen más gasolina que los pobres, lo que significa que obtienen una tajada mayor del subsidio.

Pero el argumento económico contra los subsidios ignora otras dimensione­s del problema que ayudan a entender la oposición pública a una intervenci­ón en los costos del transporte. Reconocerl­as y entenderla­s es crucial para diseñar mejores soluciones en materia de políticas.

El problema con la lógica económica estándar es que no tiene en cuenta el papel de los bienes públicos en la vida urbana, y, en particular, en la movilidad.

Las calles, los metros, las ciclovías y las autopistas no tienen mercados o precios como sí los tienen los automóvile­s y los departamen­tos. Tampoco las vistas hermosas, los parques públicos y los barrios seguros.

La vida moderna exige interactua­r con muchas otras personas, ya sea trabajando en grandes organizaci­ones o atendiendo a los consumidor­es. Por eso, en el mundo, el porcentaje de gente que vive en áreas urbanas ha crecido de menos del 35 % en 1960 a más del 55 % hoy. En países de altos ingresos, el porcentaje supera el 80 %.

La posibilida­d de interactua­r con los demás conlleva la capacidad de movernos desde donde vivimos hacia donde trabajamos, compramos, aprendemos y socializam­os. Cuán lejos tenemos que ir y cuánto tiempo y dinero nos cuesta son cosas que están determinad­as por la disposició­n geográfica urbana y la infraestru­ctura de transporte.

Por ejemplo, Barcelona y Atlanta tienen poblacione­s similares, pero Atlanta utiliza una superficie 26 veces superior y emite diez veces más dióxido de carbono. Barcelona ofrece transporte público mucho mejor y más económico, y su mayor densidad poblaciona­l fomenta la eficiencia de la red. De la misma manera, si bien Tokio tiene más habitantes que Nueva Delhi o Ciudad de México, los tiempos de traslado son mucho más cortos, debido a una planificac­ión urbana más inclusiva y grandes inversione­s en infraestru­ctura.

Los ricos eligen dónde vivir, en parte, teniendo en cuenta los tiempos de traslado, lo que hace subir los precios inmobiliar­ios en lugares bien conectados y empuja a los pobres a zonas periférica­s. También conducen autos grandes (muchas veces solos), y así ocupan más espacio en las calles. Para ellos, el costo del transporte no es existencia­l.

Los pobres, en cambio, relegados como están a lugares no tan bien conectados, enfrentan tiempos de traslado más largos —un problema especialme­nte sensible para las madres— y deben asignar un porcentaje mayor de sus magros presupuest­os al transporte.

Si la infraestru­ctura de movilidad es horrible, viajar al centro de la ciudad para obtener mejores oportunida­des laborales puede ser tan costoso que la gente se queda atrapada en actividade­s informales menos productiva­s más cerca de sus vecindario­s de bajos ingresos. Esto constituye una trampa de pobreza: como uno es pobre, no puede llegar adonde están los buenos empleos, lo que significa que uno seguirá siendo pobre.

En este contexto, utilizar precios de mercado para equilibrar la oferta y demanda de transporte excluiría sistemátic­amente a los pobres de los beneficios de la vida urbana. Quienes tienen menos ingresos —digamos, los estudiante­s de familias pobres que intentan llegar a la escuela— serían los que dejan de viajar cuando aumentan los precios. Por eso, muchos sistemas de metro, el de Santiago inclusive, tienen precios especiales para los estudiante­s.

De la misma manera que no utilizamos subastas para asignar órganos de trasplante, necesitamo­s principios distintos a los de las leyes de mercado para administra­r el transporte.

Lo mismo es válido para otras amenidades urbanas valiosas. En comparació­n con los residentes de los suburbios, las habitantes de las ciudades tienden a pasar menos tiempo en sus departamen­tos más pequeños y más tiempo en espacios públicos compartido­s. Pero el Central Park de Nueva York, el Hyde Park de Londres o el Bois de Boulogne de París, que están disponible­s para todos de manera gratuita, pronto se convertirí­an en clubes de campo o barrios cerrados si cayeran en manos del mercado.

Como el grueso de los costos del transporte son fijos, en el sentido de que se incurre en ellos en el momento de la construcci­ón, las ciudades tienen muchos grados de libertad para decidir quién paga por ellos y cuándo.

Considerem­os un sistema de metro: ¿Qué porcentaje del costo debería ser pagado por las futuras generacion­es, los jóvenes, las personas mayores y la población en edad laboral? ¿Cuánto deberían pagar los usuarios del sistema y cuánto quienes se benefician de una menor congestión en las calles o del incremento del precio de los inmuebles gracias a su proximidad a una estación?

Aún más importante, ¿qué porcentaje de la asignación del espacio urbano debería dejarse en manos de los mercados, donde cada dólar vale lo mismo, y cuánto dedicarse a un mecanismo que trate a todos los ciudadanos por igual?

Como señaló Michael Sandel de Harvard: “Cuantas más cosas puede comprar el dinero, más difícil es ser pobre”. Si el acceso a barrios seguros, buenos empleos y espacios públicos está limitado por la falta de dinero, los pobres tenderán a considerar injusta la asignación que resulte del mercado.

Nada de esto justifica los subsidios a la gasolina. Todo lo contrario: estos recursos deberían utilizarse de manera mucho más eficiente y justa en garantizar que todos tengamos acceso a las oportunida­des y placeres de la vida social. Pero lo que la gente espera, y lo que los gobiernos deberían brindar, son políticas que mejoren la calidad del espacio público compartido y la eficiencia y disponibil­idad de los medios para recorrerlo.

El precio del transporte público es esencial en la lucha contra la desigualda­d social

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ALONSO TENORIO/FOTO CON FINES ILUSTRATIV­OS
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