¿Es la humanidad suicida?
El título de este artículo corresponde al de un ensayo escrito por el doctor Eduard Wilson y publicado en la New York Times Magazine del 30 de mayo de 1993.
Wilson es un connotado biólogo y prolífico escritor, profesor de la Universidad de Harvard y uno de los científicos más prominentes de nuestro tiempo.
Casi tres décadas después, la interrogante y las razones por las cuales Wilson la planteó parecen ser aún más pertinentes, al acrecentarse la prueba científica de que las actividades humanas están acelerando, a escala global, una alteración profunda de las condiciones que han propiciado la vida en la Tierra.
El que esa transformación afecta la biodiversidad, de cuyos servicios básicos dependemos —agua, alimentos, materias primas, clima estable—, es un hecho reconocido y aceptado por muchos, pero, igualmente, negado, rechazado, minimizado o ignorado por otros tantos.
Lo anterior, a pesar de la solidez de la investigación científica que lo respalda y que todos debemos conocer.
El meollo del problema está en el contenido del informe científico presentado en mayo durante la reunión del Convenio para la Diversidad Biológica de las Naciones Unidas y que La Nación trató en un editorial reciente, titulado “Un informe aterrador” (La Nación, 7/5/2019).
Causa antropogénica. El estudio documenta cómo las actividades humanas tienen en peligro de extinción cerca de un millón de especies de plantas y animales, de un estimado de, por lo menos, cinco millones de microorganismos excluidos, que se sumarían a la quinta parte ya desaparecida de las especies sobre la Tierra hace un siglo.
Entramos de lleno en la sexta extinción masiva de la biodiversidad en un lapso de 500 millones de años. Aunque en esos eventos la mayoría de las especies desaparecieron, algunas sobrevivieron porque lograron adaptarse a los cambios y, cuando las condiciones ambientales lo permitieron, mediante un proceso evolutivo de millones de años, dieron origen a nuevas variedades.
Las circunstancias de las cinco extinciones anteriores fueron todas de naturaleza físico-geológicas, las cuales cambiaron severamente el clima mundial. La causa de la sexta somos nosotros, los humanos.
Resultado del exceso. Tardamos más de dos millones de años en alcanzar una población de 1.000 millones, en 1804, y ya en el 2015 éramos cerca de 7.500 millones. La creciente demanda de recursos para satisfacer a toda costa las necesidades básicas, los excesos y desperdicios de esa descomunal cantidad de gente, aunado al modelo de desarrollo seguido, colapsó la capacidad de la Tierra para satisfacer los requerimientos.
Parte del problema radica en la desigualdad en las condiciones de vida: el 1 % de la población concentra el 45 % de la riqueza y un 11 % vive en la pobreza extrema.
Las grandes razones detrás de la transformación global que estamos causando —“verdades inconvenientes” como dicen algunos— incluyen:
1. Cambiar el uso del suelo, la remoción de la cobertura natural de la Tierra (deforestación) para construir ciudades y carreteras, y para agricultura y ganadería.
2. La contaminación de tierras, mares y atmósfera con productos sólidos, líquidos y gaseosos, provenientes del transporte y actividades urbanas, industriales y agrícolas.
3. La sobrexplotación de suelos, ríos y mares con propósitos agrícolas, pesqueros e industriales, dando como resultado la desertificación o la desaparición de pesquerías.
4. El modelo de desarrollo basado en el uso de combustibles fósiles, que liberan gases de efecto invernadero y causan el calentamiento global, asociado a patrones estacionales erráticos y eventos climáticos extremos cada vez más frecuentes, es generador de sequías, incendios, inundaciones y tormentas.
Ojos que no quieren ver.
Volvamos entonces a la pregunta de Wilson: ¿Es la humanidad suicida? Su respuesta, la que muchos compartimos, es negativa, pues el suicidio es un acto deliberado. No es nuestro caso.
¿Por qué, entonces, y con notorias excepciones, seguimos el rumbo que nos está llevando hacia una tragedia advertida, de una magnitud difícil de dimensionar?
Conocemos el problema, pero no reaccionamos como deberíamos, o lo ignoramos o rechazamos por inconveniente para nuestros intereses y creencias. En consecuencia, tildamos de alarmistas infundados a quienes encienden las alarmas.
Con un egoísmo asombroso, anteponemos nuestros intereses inmediatos al futuro de nuestros hijos, de la humanidad misma, de la vida en la Tierra.
La pregunta fue planteada hace 26 años y, desde entonces, ha empeorado la situación