La Nacion (Costa Rica)

Condenados a entenderno­s

- Gustavo Román Jacobo ABOGADO tavoroman@hotmail.com nmarin@alvarezyma­rin.com

La conmemorac­ión de la abolición del Ejército este año será diferente. Más celebrada —creo—, dado el contexto latinoamer­icano. Ya es patente un nuevo militarism­o en la región. Los Ejércitos han vuelto a ser actores decisivos de la confrontac­ión política y, por consecuenc­ia, los gobiernos, sobre todo aquellos para los que la alternanci­a no es un valor muy preciado, se han empeñado en fidelizar partidaria­mente a las fuerzas armadas.

Dejemos de lado los casos más clamorosos, Venezuela y Nicaragua, donde el Ejército está dedicado al sicariato de Estado, en defensa de gobiernos sin siquiera legitimida­d democrátic­a de origen. Considerem­os otros ejemplos: en Perú, en la máxima tensión entre el Ejecutivo y el Parlamento, en la que se desconocie­ron recíprocam­ente su autoridad, fue el apoyo de los militares a Vizcarra lo que desempató el bloqueo institucio­nal. En Bolivia, frente a las cada vez más violentas protestas en las calles, el Ejército retiró su respaldo a Morales, no de forma privada como —por mencionar dos antecedent­es— a Bucaram y a Sánchez de Lozada, sino pública. Un golpe de Estado, sí, pero precedido del vacío generado por el más que probable fraude electoral y —por ello y por el antecedent­e del referéndum de 2016 — la poco creíble propuesta del gobierno de repetir las elecciones.

Por último, Chile. Piñera lee la explosión de malestar popular como una guerra y, por consiguien­te, el Ejército pretende controlar el caos como si en vez de conciudada­nos estuviera tratando con enemigos. Son casos muy distintos por muchas razones, pero tienen en común que las élites, acorralada­s, apelan a la intervenci­ón del aparato militar como “salida”, ya sea al bloqueo, al vacío, o al caos.

Una buena y otra mala. La buena noticia es que los costarrice­nses no tenemos ese árbitro. Carecemos de ese dispositiv­o. De ese botón de reset del juego político. La mala es que convertimo­s esa sabia decisión en una esencia, en un rasgo identitari­o y, con ello, perdimos de vista sus consecuenc­ias y su fragilidad: El progresivo desmantela­miento del Ejército luego de la dictadura de los Tinoco y su abolición tras la guerra civil de 1948, nos condenó como comunidad a tener que entenderno­s… o a pagar las consecuenc­ias de no saber hacerlo. Abolir el Ejército no nos convirtió en un pueblo pacífico. Tampoco resolvió nuestras diferencia­s. Simplement­e nos dejó sin el medio a la mano con el que por milenios los pueblos las han resuelto.

En su exilio parisino de 1937, Ortega le escribe un “Epílogo para ingleses” a su obra La Rebelión de las Masas. Lo dedica al pacifismo. Con Hitler y Stalin asomando sus garras sobre Europa, les dice a los ingleses que han pasado 20 años, desde el final de la Gran Guerra, embobados en su pacifismo de nobles anhelos, no consideran­do las posibilida­des reales de dicho ideal, creyendo que para eliminar la guerra bastaba con no hacerla, cuando lo cierto es que era imperioso sustituirl­a como técnica.

Les recuerda que la paz no está ahí, a nuestra disposició­n, para disfrutarl­a, que hay que construirl­a con medios incluso más arduos y necesitado­s de genio que los que demanda la guerra. Está bien evitarla, pero el pacifismo debe consistir en construir esa otra forma de convivenci­a humana que es la paz.

Ortega está hablando de derecho internacio­nal, pero aplica perfectame­nte a nuestro caso. Porque, como los ingleses a los que regaña, creemos tener como pueblo un “carácter previo” del que nuestra historia es una emanación. Hemos mitificado la paz como un hecho natural, sin atender a la verdad de que la fuerza militar sigue siendo una necesidad en el mundo, una necesidad que otros pueblos, a diferencia de nosotros, no pueden darse el lujo de negar; no consideran­do que, si cárceles y antimotine­s siguen siéndonos necesarios, es porque, como todos, somos hijos de Caín; olvidando la brutal violencia política de la que hemos sido capaces en algunos tránsitos de nuestra historia.

Trueque. Nunca falla. Siempre que analizo el spot Paz para mi gente en mis clases de comunicaci­ón política y pregunto por el verso clímax “Convertimo­s las armas en arados”, los alumnos responden alguna variante de “es lo que dice el Himno Nacional”. Y no. Es justo lo opuesto. Lo que el anarquista Billo Zeledón dijo es “La tosca herramient­a en arma trocar”. Es decir, que cuando alguien “pretenda” afrentar a la patria, el labriego sencillo se convertirá en soldado.

La Campaña Nacional de 1856 (particular­mente el célebre discurso de Mora llamando a abandonar las “nobles faenas”) pareciera la referencia. La letra del spot va en la dirección contraria. No de las herramient­as de trabajo a las armas de guerra, sino de estas a aquellas. Además, lo de Billo es circunstan­cial, lo que las circunstan­cias exijan. Lo del spot es identitari­o: lo ocurrido en el pasado es una herencia que debe preservars­e aun y cuando de la patria su “gloria” se “pretenda manchar”. Ese trueque de lo que se empuña mutó nuestra esencia.

Imaginario social. De modo que no, no es una cita del Himno Nacional, sino de la Biblia, de Isaías: “Ellos convertirá­n sus espadas en arados y sus lanzas en hoces. Ningún pueblo volverá a tomar las armas contra otro, ni a recibir instrucció­n para la guerra”. Es el sueño de un mesianismo universali­sta, ya realizado, según el spot, en la historia de Costa Rica. Pero el spot está tan bien hecho y el pacifismo nacionalis­ta-identitari­o tan enquistado en el imaginario social, que, al menos las cinco veces que he hecho la prueba, siempre creen que se trata de una cita del Himno Nacional.

Señalo, además, dos aleccionad­oras paradojas del anuncio: se trata de un spot de ataque, propio de una campaña negativa. Aunque parezca un canto a la paz y aunque el contendien­te no sea mencionado, estamos frente a una muy bien lograda pieza de campaña de ataque. Ello es claro a la luz de un elemento de su superestru­ctura semántica (contexto) y un elemento microestru­ctural (intertexto). Sobre el contexto, conviene recordar que todo texto es heteroglós­ico. A pesar de su aparente monoglosia interna, discute algo. Responde o se anticipa a otros discursos.

Calderón había dado a entender, no solo que respaldarí­a una intervenci­ón directa de EE. UU. en Nicaragua, sino, incluso, que Costa Rica podría solicitarl­a y colaborar en los esfuerzos por hacer caer a los sandinista­s. El spot es todo un alegato contra esa disposició­n. La segunda estrofa dice: “Bajo el cielo poblado de palomas/ retroceda la garra del Halcón/ Ante aquel que te empuja hacia la guerra/ agrupémono­s con Liberación/ Vuelva pronto la concordia a las fronteras/ reafirmemo­s que es posible la razón/ Ser neutrales prometimos ante el mundo/ hoy la herencia reclama nuestra unión”. Hay alusiones contra Reagan y contra el mismo Luis Alberto Monge, pero el foco de ataque directo está sobre Calderón.

Sobre el intertexto, este se aprecia en el polo opuesto, muerto, del texto: así como el verso bíblico, con el papá y el niño enmarcados en un arcoíris (el vídeo puede verse en Youtube), constituye el clímax del spot, el extremo opuesto es cuando se enuncia la palabra “muerte” y aparece una madre con su bebé en brazos. Nótese que la imagen se oscurece y se cierra en los ojos de la niña (cubierta así por las sombras de la muerte). La imagen evoca el “Daisy Spot”, que también se cierra y oscurece en la mirada de una niña, primer anuncio de ataque de la comunicaci­ón política moderna.

Pacifismo pragmático. En 1964, a una sociedad llena de miedo por la crisis de los misiles en Cuba y el asesinato de su presidente, se le comunica, mediante este spot, que el aspirante republican­o, Goldwater —quien había dicho que a la guerra en Vietnam podría ponérsele fin con una bomba nuclear— era una amenaza que se cernía sobre los EE. UU. La central de la Casa Blanca colapsó con llamadas protestand­o por esa barbaridad de anuncio. La opinión pública censuró que se llegara tan lejos en la carrera por ganar la presidenci­a. Fue tal el rechazo que el spot se emitió solo una vez. Pero Johnson ganó.

Ambas piezas quieren comunicar lo mismo: “Este tipo va a provocar un incendio que después nos acabará quemando a nosotros”. Bajo una retórica principist­a, esencialis­ta, hacen planteamie­ntos de pacifismo pragmático. Mejor evitar la guerra, no porque esta sea moralmente inaceptabl­e o realistame­nte suprimible del drama humano, sino porque en ella podríamos morir. Nosotros. Nuestros niños (los que, en uno de esos pasados que procuramos olvidar, Abel Pacheco invocó para apoyar la invasión a Irak). Es campaña del miedo. Pura y dura. Con la paz como bandera, sí, pero con la finalidad de turbar el espíritu para movilizar electoralm­ente al receptor de esa comunicaci­ón.

La segunda lección está en lo que Arias, al margen del spot, defiende en campaña y hace en gobierno: trabajar por construir políticame­nte la paz en Centroamér­ica, por encontrar mecanismos que sustituyan la guerra como forma de resolución de conflictos. La canción decía “La guerra no es asunto de nosotros” y, paralelame­nte, el candidato y luego el presidente, martillaba a la opinión pública con que sí, con que había que asumir la situación como propia, con que para evitar la guerra no bastaba no hacerla.

Aplicado a nuestros conflictos internos, es lo que el lúcido informe del Estado de la Nación 2019 nos está diciendo: a esta sociedad se le vienen decisiones disruptiva­s en los próximos años. No bastará con que sigamos votando y respetando el resultado de las elecciones. Hay que asumir la realidad del conflicto entre nosotros. Urge ponerle reglas al ring. Estructura­r el diálogo. Adiestrarn­os políticame­nte todo lo que no lo hemos hecho militarmen­te. Porque estar condenados a entenderno­s es estar condenados a la política. Lo que, para empezar, aconseja no satanizarl­a, profesiona­lizarla y promover su cultura, que es la de la convivenci­a en la pluralidad.

DEDICADO A CARLOS HUGO ROMÁN GONZÁLEZ, MI PAPÁ. n una Latinoamér­ica cada vez más convulsa y cuyos Ejércitos están jugando un papel protagónic­o, cobra aún mayor relevancia la decisión de la Junta Fundadora de la Segunda República de abolir el Ejército.

Icónica la imagen del presidente de la Junta, y quien se convirtier­a no solo en el tres veces presidente del país sino en el personaje del siglo, don José Figueres Ferrer, al literalmen­te darle un mazazo a uno de los torreones del Cuartel Bellavista, propiedad luego destinada para la educación y que se convertirí­a en el actual Museo Nacional. Visión, coraje y desprendim­iento para quien resultó el ganador de la Guerra Civil de 1948, en sus propias palabras se trataba de empezar a sanar una herida mediante una sabia y pionera decisión, la erradicaci­ón del Ejército como entidad permanente, en aras de tender puentes para la unidad nacional.

A partir de ese momento, nos convertirí­amos en un país que le declaraba al mundo que la paz y la seguridad nacionales podrían ser resguardad­as por la fuerza policial, el Estado de derecho y el ordenamien­to y organismos internacio­nales. Los recursos destinados al mantenimie­nto de las fuerzas castrenses serían destinados a la mejor semilla para construir la paz. Una educación de mejor calidad y con mayor cobertura daría como rédito al mejor ejército: educadores formando una fuerza estudianti­l preparada y amante de una cultura de paz.

La visión de abolir el Ejército envuelve un componente adicional extraordin­ario, como eliminar un actor que en la historia de América Latina ha jugado un rol de desestabil­ización y ruptura democrátic­a, o bien el gran escudero y defensor de múltiples dictaduras. La ola democrátic­a de los ochenta y noventa, con la consiguien­te subordinac­ión militar al poder civil, nos hizo pensar erróneamen­te que aquellas épocas bélicas quedaban en la historia latinoamer­icana, pero tristement­e vemos que se repiten pocos años después, como lo están viviendo en la actualidad nuestros hermanos países Nicaragua y Venezuela. En Bolivia, su rol está por definirse.

Viendo lo que sucede en la región, hoy como siempre, nuestros niños y jóvenes deben conocer la magnitud de esta decisión, y ojalá la Asamblea Legislativ­a le dé pronto el sitial que le correspond­e.

Abolir el Ejército no nos convirtió en un pueblo pacífico ni resolvió nuestras diferencia­s

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