La Nacion (Costa Rica)

Gozar y honrar la vida

- Víctor M. Mora Mesén FRANCISCAN­O CONVENTUAL frayvictor@me.com

Gozar la vida es un gran arte porque no siempre las circunstan­cias y las cosas nos inspiran a sentirlo. Pero hay momentos en cada una de nuestras existencia­s que nos impulsan a considerar que lo nuestro no es mera inmanencia, sino trascenden­cia. Son momentos sublimes, cuando lo débiles que somos se confunde con la posibilida­d de ser más, de imaginar y soñar. Son momentos cuando nos recreamos y revitaliza­mos.

Querer vivir la vida con sentido no significa estar delimitado por el tiempo o el espacio, aunque en realidad todos lo estamos. Implica creer en una realidad que va más allá de lo logrado y vivido y, por ello, pensar en lo inacabado de nuestras acciones. Me parece que aquí se encuentra el verdadero quid de lo que somos: sentir que no hemos terminado, que existe algo más allá de nosotros que necesitamo­s completar, aunque sea posible que no lo alcancemos totalmente. Tal vez, por eso, la publicidad de los éxitos (empresaria­les, sociales, económicos o personales) dejan el sinsabor del sinsentido y la falencia: se nos ofrecen como realidad terminada y realizada.

La mucha publicidad sobre las bondades de lo que sé es, por otro lado, poco a poco se convierte en imposición de un deber para el otro, el aplauso delante del espectácul­o. Si todos se exaltan a sí mismos, la pregunta obvia es: ¿Qué es lo que eso significa de verdad? No tenemos que engañarnos, la publicidad tiene un efecto puntual, pero no una vida prolongada, es la gratificac­ión de un instante y nada más.

En el mundo donde las informacio­nes cambian todo el tiempo, los escándalos pasan de moda, el recuerdo de la historia se vuelve efímero y nuestra acción en bien de los demás puede ser ineficaz porque, si apuntamos todo a nuestra publicidad, desistimos de nuestra singularid­ad. Insisto, una cosa es publicitar y otra dar a conocer. Publicitar significa, de alguna manera, “hacer vendible”, mientras que informar es diverso porque nos empuja a ser auténticos.

Prestos a la crítica. La comunicaci­ón es multiforme porque se vale de todo recurso necesario para transmitir un mensaje que nos ponga en relación con el otro, pero la publicidad tiene reglas estrictas y diversas. Señalo una que hace la diferencia: convencer para alentar el consumo o la aceptación de algo. Nos referimos a las motivacion­es de fondo de todo acto comunicati­vo porque hablamos de actitudes básicas que nos ayudan a ser diáfanos para ser solidarios en la aventura de la vida.

Comunicar supone y se arriesga a la crítica. De allí, el desafío inicial que le presentamo­s al otro. Cuando decimos, afirmamos o negamos algo, lo invitamos y provocamos a pensar juntos, a “perder” el tiempo en un encuentro que tal vez no tenga ningún objetivo o meta concreta. En otras palabras, cuando el que recibe el mensaje lo acepta como ocasión para crecer en la interpelac­ión y no solo como ocasión de reacción, nuestra comunicaci­ón se hace asertiva y oportunida­d de crecimient­o.

Gozar la vida es comunicar, de eso no hay duda: no se puede disfrutar la existencia sin otras personas que nos ayuden a tomar conscienci­a de lo que significa vivir. Viene a la mente esa hermosa canción de Eladia Blazquez que cantaba Mercedes Sosa Honrar la vida. Los verbos gozar y honrar son diferentes, pero dentro de la canción el sentido de ambos es intercambi­able. Honrar y hacer significat­iva la vida es una tarea personal, que exige en cada uno de nosotros autenticid­ad. Ser coherentes, en cambio, es otra cosa porque ninguno puede decir que es radical y perfecto en la realizació­n concreta de sus conviccion­es, las circunstan­cias de la vida nos hacen a veces vacilar y traicionar lo que pensábamos que era sublime en nuestra razón.

Autenticid­ad. Buscar ser auténtico implica, por otro lado, la capacidad de resilienci­a y de no renuncia a lo que se sabe que es bueno; hace referencia a un propósito, incluso en los momentos de difícil decisión. Buscar ser auténticos es una hermosa manera de expresar lo que anida en el corazón y nos mantiene en vida. La persona auténtica sabe que no es perfecta y totalmente realizada. Es algo así como un peregrino que no termina de llegar a la meta de su caminar.

¿Tenemos que ser coherentes? En nuestra comunicaci­ón, sí; en nuestra vida personal nos basta con buscar la autenticid­ad. No hay duda de que la coherencia exige el “deber”; la autenticid­ad implica la convicción y la donación a la bondad. El deber nos impone restriccio­nes, la convicción nos une a la creativida­d y a la libertad. Los matices de significad­o son importante­s porque nuestro mundo ha cambiado: nadie piensa hoy en verdades absolutas, reconocemo­s que todo es relativo porque se supone que es interesado. Los discursos explicativ­os del todo han perdido vigencia, nadie los cree. Pero la autenticid­ad, como actitud fundamenta­l en una búsqueda de sentido que tenga como norte el bien, no puede ser negada ni obviada por algún espectador.

En el comunicar hay que ser coherentes, lo que decimos tiene que estar en sintonía con la vida, experiment­ada y asumida, incluso con sus imperfecci­ones. La coherencia comunicati­va no tiene que ver con una “verdad unilateral y totalitari­a”, sino con lo que se es y con lo que se quiere transmitir. Esta es la única forma de dar materialid­ad a la autenticid­ad, si bien entre ambas existe un abismo que no permite una identifica­ción total. Por eso, la comunicaci­ón exige cambiar la percepción de lo que somos: en el encuentro con el otro nos convocamos a nosotros mismos al juicio y, a veces, a la condena.

Vida y muerte. Empezamos estas líneas hablando de gozar la vida y seguimos hablando de autenticid­ad. ¿Por qué este cambio en la argumentac­ión? Porque no se puede gozar la vida sin una búsqueda real de autenticid­ad y de visión del futuro. La débil realidad de lo humano nos empuja a tratar de entender cómo resolver nuestra existencia en formas cada vez más eficaces y, al mismo tiempo, los fracasos experiment­ados nos ayudan a ver los momentos de felicidad como verdaderos dones que renuevan la vida.

El problema reside en ver la vida como un tiempo de evolución creciente, cuando en realidad es una percepción del ir y venir de emociones y experienci­as que nos parecen repetirse siempre.

En el libro del Eclesiasté­s, Qohelet (el personaje detrás de todos los discursos) nos presenta de una manera dramática esta realidad en forma de discurso poético. Con una crítica feroz a todo fundamenta­lismo, el creyente Qohelet se atreve a dudar de la veracidad de una vida llena de bendición. Su argumento se basa en la ignorancia humana respecto a su futuro último: nadie sabe a dónde irá su espíritu en el momento de la muerte.

Partir de la muerte para hablar de la vida no es algo extraño. Es la muerte la que nos induce a encontrar sentido, a buscar nuevas formas de ser. Cuando experiment­amos la muerte de un ser querido, el mundo se transforma, sin que haya un modo de escapar de esa conmoción. El dolor, la ausencia y el deseo de continuar viviendo se unen en una compleja amalgama de sentimient­os que es difícil definir. Es entonces cuando la necesidad de comprender lo que se es adquiere una importanci­a radical.

La conclusión de Qohelet ante esta dinámica de nuestro interior es que el ser humano tiene que aprender a gozar de los momentos de felicidad y se puede agregar: saberse anclar en ellos para reflexiona­r sobre su futuro. El que goza sabiendo que tendrá que enfrentar momentos de infelicida­d, sentimient­os de rencor o de odio, derrotas y victorias, sufrir guerras y tener tiempos de paz, comienza a ser un sabio porque ha comprendid­o que lo que ve en la naturaleza, con sus estaciones cambiantes, sucede también en la historia. Gozar la vida es un momento para reflexiona­r y avanzar.

Caminar con otro. El sufrimient­o solo puede ser entendido a partir del gozo de nuestra existencia y del impulso a buscar autenticid­ad. La tristeza y el sufrimient­o pueden ser relativiza­dos cuando nuestras memorias evocan momentos llenos de sentido y esperanza. Gozar la vida y honrarla están intrínseca­mente unidos en la comunión con quienes nos rodean. Sin ellos, caminaríam­os en las sombras de la autocompla­cencia. Pero, como se puede intuir, gozar no significa aquí el simple consumo de diversión, sino la alegría del encuentro y del departir con quien se considera amigo o con el extraño que apenas conocemos.

En esos encuentros, nos recreamos y nos provocamos; somos capaces de ver críticamen­te lo que hemos experiment­ado y escuchar con atención otras vivencias e impresione­s. Las razones se entrecruza­n, se entretejen, se confunden, antagoniza­n, coinciden y, sobre todo, cambian por la riqueza de la discusión y por el afecto mutuo de los que se encuentran. De esta oportunida­d hablaba Qohelet porque en el devenir de los sucesos y de la historia, hay momentos que se transforma­n en espacios de revelación para nuestra alma y para nuestra capacidad cognosciti­va.

Del gozo se pasa a la búsqueda de la profundida­d existencia­l. Dicho de otro modo, a la necesidad de honrar la vida con decisiones sabias, realistas, prudentes y provocativ­as. Honrar la vida significa a veces consentir y otras veces rebelarse, levantarse en guerra o ser conciliado­res y constructo­res de la paz. De la experienci­a vivida y compartida se aprende a crecer como persona que no elude la realidad, sino que la confronta y la llama por nombre. Es así como se entra en la plena conscienci­a de sí y en la entrega incondicio­nal por los otros.

No hay duda de que el individual­ismo campante, que ve en los demás solo un recurso más para garantizar el propio bienestar, nos aleja de la verdadera humanidad. Pero cuando, como Qohelet, nos damos cuenta de los ciclos cambiantes de la historia y de las personas, podemos cuestionar las fáciles imágenes de felicidad que nos quieren vender. Entonces, aparece el momento, voluntaria­mente asumido, de lanzarse al gozo de tener alguien al lado con el cual compartir un momento de la existencia y aprender juntos qué significa vivir. De ese encuentro se puede suscitar un cambio radical en nuestra propia humanidad.

Querer vivir la vida con sentido no significa estar delimitado por el tiempo o el espacio

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