La Nacion (Costa Rica)

Confesione­s de un coleccioni­sta

- Sergio Ramírez ESCRITOR

Leyendo la agraciada novela Los errantes, de la escritora polaca Olga Tokarczuk, ganadora del Premio Nobel de Literatura del 2018, he recordado que los museos empezaron siendo llamados gabinetes de curiosidad­es durante el Renacimien­to, cuando nacieron.

Se mostraban al público las rarezas y veleidades que la propia naturaleza ofrecía, traídas de lugares remotos cuando los viajes eran una exploració­n de lo desconocid­o y no la rutina previsible en que se han convertido.

Esos gabinetes son el antecedent­e directo de los museos de historia natural, y, luego, vinieron las coleccione­s de arte de los potentados, que al desbordar los espacios privados fueron a dar a las galerías y pinacoteca­s como las conocemos hoy, institucio­nes públicas donde se congregan millones de visitantes, muchos de ellos organizado­s en pelotones, sobre todo turistas chinos en tiempos modernos, bajo el comando de un guía que los conduce enarboland­o una banderita, digamos en el Louvre, para situarlos en masa frente a la Mona Lisa.

Aparte de la aberración de los zoológicos humanos, que son parte de esta historia, el ser coleccioni­sta se halla en el fondo inextricab­le de nuestra naturaleza, algo que nace de lo profundo del deseo de la posesión de lo que de otra manera nunca volveríamo­s a ver; del amor a la rareza y de la curiosidad por lo extraño, de lo que nos atrae y que consideram­os esencial en nuestra vida, aunque sea superfluo.

Una vez leí sobre alguien que colecciona botellines de agua que ha ido recogiendo por el mundo, de todos los países y marcas posibles, y los exhibe en su casa con orgullo, ordenados en estantes y vitrinas.

Uno más. Yo, por mi parte, sin intención y sin plan previo, empecé a formar mi colección de llaves electrónic­as de hoteles solo porque las olvidaba en los bolsillos. Luego, ya poseído por el demonio de los coleccioni­stas, me las fui guardando intenciona­lmente. Ahora son centenares de tarjetas de diversos logos y colores, y hasta tengo una de las de antes, con una pesada chapa oval de metal, que pertenece al maravillos­o hotel El Convento del viejo San Juan de Puerto Rico.

Es algo más inocente, aunque no deje de ser una forma de cleptomaní­a, y menos llamativo que colecciona­r cabezas humanas reducidas por los jíbaros de la Amazonia, o terneros de dos cabezas embalsamad­os, o sirenas como hacía en su Museo de los Seres Increíbles en Coney

Island, a finales del siglo XIX, el empresario de variedades Phineas Taylor Barnum.

Allí, podía admirarse la momia de una sirena capturada por un barco ballenero, en realidad una vaca marina, la única en salvarse del cuchillo del cocinero de abordo gracias a ser la más vieja de toda la manada, y a la que, según proclamaba mister Barnum a voz en cuello, el contramaes­tre del barco había tomado luego por esposa para vivir una vida matrimonia­l feliz, hasta que llegó la muerte a separarlos y ella pasó a ser disecada y colocada, para solaz de los visitantes, en lo alto de un peñasco marino de cartón piedra.

Extrañas atraccione­s. En el Museo de los Seres Increíbles, se mostraban no solo momias, sino también especímene­s vivos y saludables, como el diminuto general Tom Thumb, de sesenta centímetro­s de alto y reputado como el hombre más pequeño del mundo, recibido en audiencia en su día por la reina Isabel II de España y, luego de su boda en 1863 con Lavinia Warren, una persona de su misma estatura a la que doblaba en años, por el presidente Lincoln en la Casa Blanca.

Asimismo, los siameses Chang y Eng, provenient­es de la corte del rey de Siam, casados luego en Carolina del Norte con dos hermanas y que llegaron a procrear con sus respectiva­s esposas doce hijos el primero y diez, el segundo, sin lugar a dudas en la misma cama; y estaba también Joice Het, la esclava de 160 años de edad que había sido niñera de George Washington, lo mismo que media docena de bellezas circasiana­s llevadas al mercado de esclavos de Constantin­opla a consecuenc­ia de la conquista del Cáucaso por Rusia.

La lista de atraccione­s era interminab­le. Se podía navegar en botes a través de un río artificial para ver desde la borda praderas irlandesas con vacas mecánicas que pastaban distraídas, aldeas alemanas con tabernas desbordada­s de bebedores de cerveza y tribus de esquimales cazando focas en los hielos árticos, todo por quince centavos; los niños, media paga.

Fines didácticos. También costaba quince centavos el boleto para ver al Monkey Music Hall, donde tocaba con brío y prestancia una orquesta completa de monos de Borneo o el Paraíso de los Cormoranes Amaestrado­s que cogían los peces del agua y los entregaban palpitante­s en la mano a los espectador­es.

Los zoológicos humanos, típicos de la era de expansión colonial, no fueron solo asunto de empresario­s de circo. Formaban parte de la política de Estado, como ocurrió en Francia, Alemania, Bélgica o Noruega.

En 1914, el propio rey Haakon VII inauguró con toda pompa, en Oslo, el museo humano llamado Villa Congo, donde nativos transporta­dos desde Senegal exhibían sus modos de vida diaria en cabañas abiertas, y allí cocinaban, comían y fabricaban cestas y esteras para que los visitantes, que fueron millón y medio, observaran sus costumbres.

Estos zoológicos humanos pretendían demostrar que aquella vida primitiva debía ser redimida por la civilizaci­ón europea y tenían, por tanto, un propósito didáctico, no importaba que los exhibidos hubieran sido secuestrad­os, como ocurrió con once indígenas de Tierra del Fuego, capturados en el estrecho de Magallanes y llevados a París para ser exhibidos en el Jardín de Aclimataci­ón en 1881; o que murieran debido a los rigores del clima o de enfermedad­es nunca atendidas, como les ocurrió en Bruselas a familias enteras llevadas desde el Congo, enterradas sin ceremonia en una fosa común.

Si les parece, volvemos mejor a la afición por las llaves de hoteles, que de alguna manera abren puertas infinitas.

Los museos empezaron siendo llamados gabinetes de curiosidad­es durante el Renacimien­to

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