La Nacion (Costa Rica)

La estela de Goebbels en Brasil

- Eduardo Ulibarri PERIODISTA eduardouli­barri@gmail.com

En marzo de 1933, con los nazis ya en el poder, Hitler convertido en canciller y él en ministro de Propaganda, Joseph Goebbels emprendió una frenética carrera de discursos y reuniones para demarcar los estrechos linderos por los que debería marchar la cultura alemana.

El 8 de mayo, como parte de esa ofensiva, convocó a un numeroso grupo de directores y administra­dores teatrales; lamentó ante ellos que el expresioni­smo, como corriente artística, hubiera “degenerado” en experiment­ación, y marcó un objetivo tajante para el futuro. “El arte alemán en la próxima década debe ser heroico”, sentenció, tras lo cual planteó una amplia lista de cualidades para acompañarl­o: firme y a la vez romántico, sin sentimenta­lismos, nacionalis­ta, imperativo, cohesivo y unitario. De lo contrario, “no será”.

Su intervenci­ón, que ha pasado a la historia como referente del abordaje totalitari­o de la cultura, sirvió de guion maestro para el discurso con que, el pasado jueves 16, Roberto Alvim, secretario especial de Cultura, sorprendió a los brasileños, al anunciar un nuevo fondo para las artes. Su puesta en escena incluyó un retrato del presidente Jair Bolsonaro y una cruz de madera sobre el escritorio desde el que repitió casi textualmen­te varias de las frases de Goebbels. Y se hizo acompañar por una peculiar banda sonora: partes de la ópera Lohengrin, de Richard Wagner, que en su autobiogra­fía Hitler calificó como “decisiva” en su vida.

Al día siguiente, ante una unánime condena, Alvim se vio obligado a dejar el cargo.

Frases y política. Que la cabeza de la oficialida­d cultural brasileña haya citado, sin pudor alguno, a uno de los más conspicuos artífices de la barbarie nazi es, en sí mismo, intolerabl­e. Pero el asunto posee aristas aún peores porque, en su discurso, Alvim no solo se apropió de tales palabras, sino del propósito que las animó: trazar líneas para que la producción artística se desarrolle según la ideología, el imaginario y los prejuicios del poder.

De acuerdo con una informació­n del New York Times, el jerarca anunció que el nuevo fondo, de casi cinco millones de dólares, financiará obras alineadas con la visión de mundo de Bolsonaro, es decir, que enaltezcan figuras históricas y enfaticen valores tradiciona­les. De este modo, se pretende impulsar “una cultura que no destruya, sino que salve” a la juventud brasileña, porque “cuando una cultura se enferma, la gente se enferma por igual”. Que la “cura” para estos presuntos males pueda encontrars­e en las palabras de Goebbels y las políticas nazis es una aberración ofensiva y contradict­oria; irónica, podría añadir, si de por medio no estuviera una de las mayores tragedias del siglo XX.

Arte y poder. Poner el arte al servicio del poder es algo que se inscribe en los añejos pliegues de la historia. Basta mencionar, por ejemplo, los fantástico­s monumentos, sagrados o profanos, legados por los imperios egipcio, mesopotámi­co, siamés, azteca, inca o romano. Y, aunque hoy los disfrutemo­s con admiración, no debemos olvidar los costos humanos que implicaron.

Sin embargo, la instrument­alización sistemátic­a, disciplina­da y despiadada de la creación y difusión culturales como parte de un gran aparato de control social, adoctrinam­iento masivo, movilizaci­ón, legitimaci­ón y perpetuaci­ón del poder, es de factura más reciente. Nació y se desarrolló con los totalitari­smos del siglo XX.

Stalin se les adelantó a Hitler y Goebbels. Su creciente represión contra la relativa libertad artística que caracteriz­ó la primera década soviética pronto derivó en una estrategia proactiva para convertir la cultura en un engranaje más de la maquinaria totalitari­a.

En 1932, bajo sus órdenes, el Partido Comunista proclamó el panfletari­o “realismo socialista” como estética oficial, se lanzó contra el “formalismo” de las vanguardia­s, emprendió la “reconstruc­ción de las organizaci­ones literarias y artísticas” y colocó la producción cultural bajo estricto control estatal. Stalin dio a los escritores la categoría de “ingenieros del alma humana”, y se erigió en arquitecto incuestion­ado, incuestion­able e implacable de su reconstruc­ción.

También Mao Zedong, sobre todo durante su devastador­a “revolución cultural”, redujo el arte a herramient­a de su aberrante modelo, y a sus creadores en “cuadros” disciplina­dos por este. Y no debemos olvidar la amenazador­a sentencia de Fidel Castro, en sus “palabras a los intelectua­les” del 10 de junio de 1961: “¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucion­arios o no revolucion­arios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”.

La gran diferencia conceptual del nazismo respecto al comunismo estalinist­a se basó en el reclamo de una presunta superiorid­ad racial aria, y su consecuent­e nacionalis­mo tribal, como elementos clave de legitimaci­ón; el marxismo, en cambio, descansa sobre un discurso universali­sta. La particular­idad estratégic­a, por su parte, fue que, en lugar de estatizar todos los centros de producción y difusión artística, como en la Unión Soviética, Hitler mantuvo muchos de ellos en manos de operadores privados, oportunist­as o dóciles ante los premios y castigos del poder.

No solo Alvim. Lo que anunció el secretario especial de Cultura en su discurso fue, precisamen­te, una imagen diluida de lo anterior: impulsar con estímulos económicos a una parte de la producción cultural brasileña hacia las corrientes hiperconse­rvadoras del actual gobierno.

Se trata, simple y llanamente, de un propósito de inspiració­n totalitari­a, que trasciende las palabras usadas para anunciarlo y se presenta como política del gobierno federal, no importa quién ocupe la vacante de Alvim.

Brasil está muy lejos del totalitari­smo. Su sociedad es en extremo diversa, su federalism­o fomenta la dispersión política, su poder legislativ­o dista de los impulsos exclusioni­stas de Bolsonaro, su ejecutivo es más heterogéne­o de lo que parece, sus medios de prensa son independie­ntes y sus partidos opositores robustos. Además, la Corte Suprema constituye un sólido baluarte de libertad: hasta ahora ha anulado todos los intentos de censura oficial.

A pesar de las fortalezas democrátic­as todavía vigentes en Brasil, el que un gobierno pretenda, aunque sea mediante incentivos, incidir ideológica­mente en los contenidos de la producción cultural, es inaceptabl­e y revela una peligrosa vocación de intransige­ncia. Las frases de Goebbels y la ópera favorita de Hitler no hacen sino excerbarla.

Que un gobierno pretenda incidir ideológica­mente en los contenidos culturales es inaceptabl­e

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CAPTURA DEL VIDEO DE ROBERTO ALVIM
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