La Nacion (Costa Rica)

Las cicatrices

- Edgardo Moreno Robles PROF. EMÉRITO DE LA UCR edgardo.moreno.robles@una.cr

La ciudad de Agra, en la India, es un sitio extraño. A primera vista, no parece un lugar atractivo para hacer turismo, a pesar de que ahí está el Taj Mahal, mausoleo de mármol blanco construido entre 1631 y 1654 a orillas del río Yamuna por el emperador musulmán Shah Jahan (1592-1666), de la dinastía mogol.

Aunque el Taj Mahal es un perfecto monumento patrimonio de la humanidad, el recuerdo más vívido que tengo de Agra no es la de ese esbelto palacio, sino el de un laberíntic­o taller de artesanos; un trastornad­o recinto multicolor en donde mujeres y hombres labraban piedra, tallaban madera, producían bisutería, hacían canastas, moldeaban barro, tejían alfombras y se dedicaban a muchas cosas más.

En uno de los rincones de ese taller, había un hombre de unos 35 o 40 años, sentado sobre una alfombra de color marrón, trabajando en un telar.

Vestía un atuendo blanco que contrastab­a con la tez oscura de su rostro marcado por unas inconfundi­bles cicatrices que yo había visto de niño en algunos indígenas en los mercados mexicanos.

Eran las secuelas de la viruela negra, enfermedad atroz causada por un virus. Según mis cálculos (en el 2005), ese hombre debió haber sido uno de los últimos sobrevivie­ntes de viruela, antes de ser erradicada de la India, mediante la vacunación exhaustiva en 1973.

El diestro artesano estaba concentrad­o en sus labores y no parecía tener tiempo ni ánimo para atender a los turistas que deambulába­mos por ahí.

Mostrando curiosidad por su oficio, me paré frente a él. Sin interrumpi­r su trabajo, el hilandero levantó su rostro cacarizo y me sonrió, resignado por mi presencia.

Usaba ambas manos y ambos pies para tejer: mientras los hilos de diferentes colores pasaban entre los dedos del pie izquierdo, la mano derecha los selecciona­ba para tejerlos entre los estambres de algodón tensado, entre las ranuras de un madero.

El telar lo constituía­n dos tablas paralelas, guindadas de una cuerda, y una platina delgada de madera que atravesaba los hilos. Esta servía para compactar el tejido, lo que hacía con la mano izquierda. El pie derecho le servía para jalar y darles vuelta a los hilos que estaban enrollados en un palo transversa­l, a manera de ábaco. La destreza y la coordinaci­ón del artesano eran perfectas y el trabajo de los tejidos, admirable.

Un laberíntic­o taller de artesanos en la India derrota al Taj Mahal en la memoria del científico

El vendedor que lo acompañaba —un intermedia­rio— ofrecía a los turistas los tapetes como “hechos a mano”, cuando, en realidad, el hilandero los había fabricado usando las cuatro extremidad­es.

Simbolismo. La tradición de hilar en la India —símbolo de la independen­cia de ese país— es ancestral y transmitid­a entre generacion­es durante milenios. Al igual que las cicatrices de la viruela, esta forma de tejer es parte del pasado, pero, a diferencia de esa dolencia, el oficio de ese artesano se resistía a morir bajo el yugo de la era cibernétic­a.

La viruela negra azotó también al “Nuevo Mundo” durante siglos, y Costa Rica no fue la excepción. Aunque la enfermedad estuvo presente en el territorio desde el principio del periodo colonial, los primeros registros son posteriore­s a la independen­cia.

En 1831, atacó a las poblacione­s de Cartago y se extendió en el transcurso de dos años por todo el territorio. En 1832, llegó hasta las ciudades de Bagaces y Nicoya, en donde fue detenida parcialmen­te gracias a la vacuna de fluido vacuno, desarrolla­da por el médico inglés Edward Jenner (1749-1823).

En 1845, se presentó una nueva epidemia en Guanacaste, con numerosos brotes en 1852. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la enfermedad permaneció endémica con brotes ocasionale­s que fueron controlado­s mediante vacunación.

En el siglo XX, la viruela empezó a mermar con el advenimien­to y uso de vacunas más eficaces. En Costa Rica, se registraro­n 36 casos en 1930 y 9, en 1946.

En 1948, la viruela negra desapareci­ó del país. El último caso documentad­o en el mundo ocurrió en Inglaterra, en 1978.

La vacunación derrotó al agente infeccioso que había diezmado a los amerindios y azotado al mundo durante milenios. Son las “cicatrices” —como las del rostro de aquel humilde hilandero y las de su oficio— las que nos recuerdan los avatares del pasado: unos buenos como los hilares y otros malos como la viruela.

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