La Nacion (Costa Rica)

Menos sobrepobla­ción en las cárceles por ahora

- Marco Feoli V. EXMINISTRO DE JUSTICIA mfeoliv@gmail.com

La disminució­n del hacinamien­to carcelario a cifras del 2018 —un 30 % aproximada­mente— es una buena noticia. Bajo ninguna circunstan­cia debe permitirse regresar a la crisis del 2014, cuando la sobrepobla­ción alcanzó un 52 %.

El riesgo es no entender que la reducción es insostenib­le en el tiempo porque el problema no son los cupos, sino el modelo anclado en el uso de la prisión.

La reducción responde a la apertura de espacios que empezaron a construirs­e en las últimas dos administra­ciones y al aumento de camas y camarotes en algunos módulos.

Esto demuestra que construir es lentísimo. Se dice pronto, pero, por ejemplo, de los arcos modulares de La Reforma, abiertos hace unas semanas, comenzó a hablarse durante la gestión de la ministra Ana Isabel Garita, en el gobierno Chinchilla Miranda. Sucesivos incumplimi­entos contractua­les retrasaron siete años el término de la obra.

Prisiones a rebosar. Los datos globales esconden una gravísima realidad: el hacinamien­to varía según el centro penal. Hay cárceles, como las de San Carlos y Pococí, cuyas cifras están en el 80 % de sobrepobla­ción. Ocultar ese monumental detalle no solo es estéticame­nte de mal gusto, sino éticamente irresponsa­ble.

La preocupaci­ón está desenfocad­a, no puede ser la capacidad física del sistema, sino la tasa que ha alcanzado Costa Rica: unos 370 presos por 100.000 habitantes, la tercera más elevada de la región.

Ni este gobierno ni los anteriores ni los venideros tendrán los recursos y los mecanismos legales de contrataci­ón administra­tiva para que la construcci­ón alcance el nivel del encierro. En los últimos cinco años, se construyer­on tres prisiones y el hacinamien­to se redujo apenas.

Este anuncio coincide con un estudio de la Universida­d Nacional, publicado en la revista Nuevo Humanismo, en el que se compararon los porcentaje­s de reincidenc­ia según el tipo de pena en Costa Rica.

Se analizó un grupo que cumplió una sanción entre enero y marzo del 2016. Se le dio seguimient­o durante dos años. Los resultados confirmaro­n que la reincidenc­ia aumentó un 36 % en penas privativas de libertad; casi el doble (21 %) o el triple (11 %) que cuando el castigo fue una pena socioeduca­tiva o un servicio comunitari­o.

Sociedad castigador­a. La única manera de bajar nuestras escandalos­as tasas de encarcelam­iento es reduciendo la población penal. En el 2018, fue aprobada una ley de penas de utilidad pública. Pero, como ha sucedido con el monitoreo electrónic­o, si la ciudadanía no está convencida de que esas sanciones son eficaces y el Estado no se compromete a financiarl­o, el resultado será el fracaso.

América Latina es una sociedad punitiva, y la cárcel es una institució­n aceptada como un mal necesario. La paradoja de saber que no funciona, pero permite creer que los “malos” estarán apartados. Aunque ese apartamien­to sea momentáneo y caldo de cultivo para más violencia por los efectos criminógen­os del encierro.

¿Qué hacer? La criminalid­ad está traspasada por problemas estructura­les cuya resolución no está en manos del sistema penitencia­rio. Pero si las penas no privativas de libertad no se fortalecen, en serio, no habrá manera de entender que son la mejor opción. Por costos, por inserción, por impacto social y por castigo.

Pocos recursos. Para poner por caso, el Programa en Comunidad del Ministerio de Justicia, al cual se le encargaron las penas de utilidad pública aprobadas en el 2018, que atiende más de 17.000 casos, entre otras razones, por cumplir medidas alternativ­as o por enfermedad, solo cuenta con unos 20 funcionari­os. Así, es imposible el seguimient­o adecuado para acompañar a los infractore­s. Es sentido común.

No todos los delitos merecen ese tipo de sanciones, pero es evidente que, ya que la mayoría de los condenados están presos por robo o venta de drogas al menudeo, optar por medidas que no se limiten al aislamient­o, sino al desarrollo de planes de atención técnica que traten las adicciones, la falta de formación educativa o el desempleo, es el único camino confiable para prevenir la violencia y descongest­ionar las cárceles.

La academia, las instancias multilater­ales como la ONU y los organismos de derechos humanos lo tienen claro. Ríos de tinta han corrido para explicar, con abundante evidencia empírica, por qué en pleno siglo XXI la prisión debe ser una excepción, no la regla.

No pasa igual con nuestros políticos, que saben que acusar de debilidad o de subastar la seguridad a quienes se atreven a promover un cambio en la visión penitencia­ria es todavía un recurso electorali­sta simple, pero eficaz.

Tal vez, sea ingenuo pedirles responsabi­lidad; sin embargo, es inevitable hacerlo porque son ellos quienes alientan o bloquean las políticas públicas.

Educación y empleo es el único camino confiable para prevenir la violencia y el aprisionam­iento

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ARCHIVO GN

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