La Nacion (Costa Rica)

En defensa del cosmopolit­ismo

- Andrés Velasco ECONOMISTA

LONDRES– El cosmopolit­ismo es blanco de muchas críticas en los medios de comunicaci­ón. El término cosmopolit­a se suele asociar con “élites”: las élites cosmopolit­as, dicen a menudo, son las que saborean un capuchino en la mañana y un pinot noir por la tarde, se trasladan en jets privados a lugares como Davos y disfrutan de sustancios­as ganancias producto de la revolución digital.

En algún momento de la historia, el anti cosmopolit­ismo encubría el antisemiti­smo, pero ya no. Actualment­e, los cosmopolit­as son los “ciudadanos de ningún lugar” de Theresa May, la ex primera ministra del Reino Unido, en contraste con los nobles “ciudadanos de algún lugar” que permanecen enraizados en las comunidade­s que supone están bajo el ataque de la globalizac­ión promovida por los despiadado­s cosmopolit­as.

Hay un solo problema con esta narrativa: es profundame­nte engañosa. Y, por razones políticas, esta confusión es importante.

Como nos lo recuerda la filósofa Martha Nussbaum en su fascinante nuevo libro The Cosmopolit­an Tradition, cuando se le preguntó de dónde provenía, Diógenes el Cínico respondió con una sola palabra: kosmopolit­és, para significar “un ciudadano del mundo”. Diógenes era griego, pero se negaba a definirse según su linaje o posición de prominenci­a. Y al referirse a sí mismo como ciudadano, subraya Nussbaum, Diógenes abrió “la posibilida­d de una política, o de una visión moral de la política, que se centra en la humanidad que compartimo­s más que en los símbolos de origen, estatus, clase y género que nos dividen”.

Es decir, el cosmopolit­ismo se trata sobre todo de la igualdad, en contraposi­ción a lo que sugiere la narrativa prevalente. Consiste en definirnos precisamen­te por lo que nos hace iguales —nuestra común humanidad— y no según si estudiamos en una escuela de élite o ganamos mucho dinero con acciones de empresas tecnológic­as o si asistimos al evento anual en Davos. Resulta difícil imaginar un ideal más noble.

Además, el cosmopolit­ismo no está a favor de las jerarquías, como lo indican ciertas versiones contemporá­neas, sino en su contra. Un día, Alejandro Magno se acercó a Diógenes, quien estaba tranquilam­ente sentado al sol, y se paró a su lado, haciéndole sombra. “Pídeme lo que quieras”, dijo el emperador. “Sal de mi luz”, replicó Diógenes. Nussbaum encuentra mucha inspiració­n en “esta imagen de la dignidad de la humanidad, que puede resplandec­er en su desnudez siempre que no la ensombrezc­an las falsas pretension­es del rango y el parentesco”.

De Varsovia a Washington, de Brasilia a Budapest y de Manila a Bombay, el mundo es testigo de un resurgimie­nto del nacionalis­mo (a menudo autoritari­o). El fundamento ético de este resurgimie­nto, se supone, es la defensa del hombre y la mujer comunes frente al presunto embate de los otros, ya sean los extranjero­s, los inmigrante­s o las élites cosmopolit­as desarraiga­das. Pero, en la práctica, ello ha resultado en una cultura de odio (recordemos que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, describió a los supremacis­tas blancos como “muy buena gente”), en la restricció­n de los derechos civiles (un ejemplo son las nuevas barreras a la ciudadanía que enfrentan los musulmanes en la India) y en el debilitami­ento o completa destrucció­n de las institucio­nes democrátic­as (como en Hungría y Venezuela).

Ha llegado el momento de montar un contraataq­ue. Sin embargo, el contraargu­mento no puede ser tecnocráti­co. Las estadístic­as acerca del potencial de la globalizac­ión para aumentar el crecimient­o no van a prevalecer. El argumento debe ser moral, y aquí es donde entra en juego el cosmopolit­ismo.

A los populistas de izquierda les gusta sostener que de

Los liberales cosmopolit­as deberían decir, junto con Diógenes, ‘salgan de nuestra luz’

fienden la igualdad. Pero, dado que el punto de partida de los liberales cosmopolit­as es la igual dignidad de todos los seres humanos, su defensa de la igualdad puede ser tan vigorosa como la de cualquier otro. Ni los cínicos ni los estoicos griegos lo hicieron, pero, partiendo de Cicerón hasta John Rawls, Amartya Sen y la propia Nussbaum, la tradición cosmopolit­a liberal hace hincapié en que la justicia requiere “deberes de ayuda material”. No basta con invocar el valor inherente de un niño pobre. Para que ese niño realice su potencial humano, se precisan algunos estándares básicos de igualdad en el acceso a la nutrición, la salud y la educación.

La igualdad, entonces, no es enemiga de la libertad, sino su aliada. Por ello, el liberalism­o cosmopolit­a se constituye en un poderoso antídoto contra la retórica populista de izquierda.

En contraste, los populistas de derecha afirman representa­r el amor a la patria. Pero, también en este ámbito, los liberales cosmopolit­as pueden derrotar a los populistas en su propio juego. Como lo señala

Nussbaum, no hay conflicto entre el amor a la humanidad y el amor a la patria. Por el contrario, como lo sostiene en un libro anterior, Political Emotions, el amor a las tradicione­s y a las institucio­nes democrátic­as de la patria es clave para mantenerla­s estables, robustas y capaces de garantizar la igualdad de derechos y de dignidad para todos.

La política moderna, de modo inevitable, tiende hacia la política identitari­a. Lo que resta por decidir es a qué identidad nacional apelan los políticos. Los populistas de derecha apelan a una identidad basada en “la sangre y la tierra”. Los liberales, en contraste, no aman a su patria debido a un equivocado sentido de superiorid­ad racial o étnica, sino porque ella representa valores universale­s nobles.

El presidente Emmanuel Macron dice ser un orgulloso patriota francés porque su patria le dio al mundo liberté, égalité y fraternité. Ve un alma gemela en Justin Trudeau, a quien le gusta afirmar que la diversidad inclusiva es lo que distingue a Canadá y al espíritu canadiense. En Holanda, Jesse Klaver, el joven líder del Partido Izquierda Verde, saltó a la fama cuando en televisión le dijo al populista Geert Wilders que no es la inmigració­n, sino la xenofobia de derecha la que socava las tradicione­s holandesas. Desde hace siglos, explicó Klaver, Holanda defiende la libertad, la tolerancia y la empatía.

Estos son ejemplos de lo que el filósofo Jürgen Habermas ha llamado patriotism­o constituci­onal (que otros llaman patriotism­o cívico). Sí, patriotism­o. A los liberales cosmopolit­as no les amedrenta este término.

Ya en 1945, George Orwell explicó la diferencia entre nacionalis­mo y patriotism­o: “Por ‘nacionalis­mo’... entiendo el hábito de identifica­rse con una sola nación u otra unidad, colocándol­a más allá del bien y del mal, y reconocien­do como único deber la promoción de sus intereses... Por ‘patriotism­o’ entiendo la devoción a un lugar y a un modo de vida en particular, que uno cree son los mejores del mundo, pero que no desea imponer a otros pueblos”.

El nacionalis­mo es tóxico; el patriotism­o no lo es. Y el mejor tipo de patriotism­o es el que se basa en valores tan antiguos como la libertad, la dignidad y el respeto mutuo. ¿Por qué no llamarlo patriotism­o liberal?

Los liberales cosmopolit­as no son elitistas del jet set que saborean café latte con poca o ninguna preocupaci­ón por sus conciudada­nos. Son idealistas para quienes el amor a la patria comienza con un compromiso fundamenta­l con la igual dignidad de todos los seres humanos. Ensombreci­dos por sus adversario­s nacionalis­tas, los liberales cosmopolit­as no deberían titubear en decir, junto con Diógenes, “salgan de nuestra luz”.

ANDRÉS VELASCO: excandidat­o a la presidenci­a y exministro de Hacienda de Chile, es decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science. © Project Syndicate 1995–2020

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FOTO NEW YORK TIMES
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