¿Universidades o institutos de ingeniería?
El reciente hachazo presupuestario asestado por el gobierno al Ministerio de Cultura es la peor idea en la enciclopedia de las malas ideas que han jalonado la historia humana.
Una vez más, incapaces de consultar el pasado para constatar el desastre que tal tipo de cercenamientos a la cultura generan a largo plazo, nuestros burócratas empoderados, los que deciden como Júpiter tonante cuánto dinero se le asigna a cada sector de la sociedad, cometen un error de juicio, de criterio, de previsión, que es simplemente inaceptable. Inaceptable porque quien no aprende de los yerros históricos está condenado a repetirlos. Nunca, jamás, en ningún lugar del mundo, estrangular presupuestariamente la cultura ha resuelto nada, y, antes bien, ha generado pueblos infelices, miopes, deshumanizados, zafios, encanallados, belicosos, agresivos, barbáricos y reñidos con todos los valores cívicos que nuestra sociedad profesa.
Otro tanto cabe ser dicho de las universidades estatales, que tiemblan ante la perspectiva de que sus departamentos de humanidades sean objeto de similares amputaciones.
El problema es muy simple y muy lamentable: no estamos en manos de Platón ni de Russell ni de Ortega y Gasset, sino de tecnócratas espesos en su ignorancia, en su estrechez de criterios, en su astigmatismo aldeano e irremediable. ¡Dios libre tocar las ingenierías! ¡No, no! ¡Eso no se toca, a eso no se le quita plata, eso es lo que hay que preservar y fortalecer a toda costa!
Entonces, como de costumbre, la cultura se convierte en el postre en la mesa de la sociedad: lo primero que se elimina cuando hay menesterosidad presupuestaria. No vamos a quitar la ensalada, ni la sopa, ni el plato mayor, ¿no es cierto? ¡Pues quitemos la cultura: esa es prescindible, esa siempre podrá esperar, esa no produce réditos inmediatamente cuantificables! (Lo cual es un error: la cultura es rentable y redituable).
Surge entonces el cavernícola oculto tras los sacos y corbatas, y las enaguas de sastre de nuestros funcionarios megalíticos. Con danzas rituales alrededor del fuego, cantan, ritmados por primitivos tambores, los loores de las
Las disciplinas que hunden el escalpelo en la naturaleza humana deben ser defendidas
ingenierías: “Tum-tum-tum, tum-tum-tum”… Cielo santo, ¿hasta cuándo habrá que lidiar con este tipo de especímenes? Y es que, típicamente, son los más hábiles escaladores políticos quienes se instalan en las posiciones de poder: los hacedores de cultura rara vez se encaraman en estos podios; están muy ocupados generando, produciendo cultura —gestión difícil e ingrata en nuestro país— como para andar repartiendo los dineros del Estado.
Lo menos imprescindible. Hace poco vi en la televisión a una de estas funcionarias megalíticas instando a las universidades a proteger las ingenierías, “y pues, verdad, ejem… cortar cosas menos imprescindibles”. Estamos en el fetichismo y el fanatismo de las ingenierías. Fetichismo pagano en su más patológica y parafílica manifestación. Pero resulta que la palabra universidad tiene la misma etimología que universo y universal. Procede del vocablo latino universitas. Designa la universalidad, dentro de la unidad ( unus) de propósitos.
Las primeras universidades de la baja Edad Media (Bolonia, Oxford, Cambridge, Padua, París, Valladolid, Salamanca) fueron llamadas universitas magistrorum et scholarium, esto es, asociación de maestros y alumnos. En la palabra misma universidad, está implícito su esencial e irrenunciable compromiso con el conocimiento universal, y este es absolutamente impensable sin las humanidades.
La universidad debe ser abarcadora, totalizadora, un hercúleo esfuerzo de síntesis de la cultura, de enciclopedismo y ecumenismo del conocimiento. De lo contrario, llámenlas mejor “institutos nacionales de ingeniería”. Sí, eso es: fabricar ingenieros por centenares de millares y dejar que el estudio de lo específicamente humano, que la definición misma de lo que es un ser humano, quede en manos de uno que otro vagabundo, goliardo o clérigo anacrónico que trabaja en la oscuridad de su celda monacal.
Una universidad sin humanidades es una universidad sin alma, una universidad desalmada, una serie de aulas con sillas donde se sienta una muchedumbre de estudiantes condenados a ser tecnócratas y operarios, incapaces de reflexión, de sensibilidad, de conciencia histórica, de pensamiento crítico, de capacidad para modificar todo cuanto en el mundo es injusto y aberrante, meras piezas, tuercas y poleas de un engranaje que en nada difiere de la máquina que tritura a Charlot en Los tiempos modernos, de Chaplin. ¿Es eso lo que queremos? Si la respuesta es no, entonces, las humanidades deben ser fortalecidas en todas las universidades del mundo.
Andamiaje costarricense. ¿Cuáles son los grandes valores cívicos de nuestro país? La paz, la democracia, la libertad, la justicia social, el respeto por el Estado de derecho, el civismo, la conciencia ecologista, el diálogo como método para dirimir las diferencias de toda índole, la educación obligatoria y gratuita. Pues bien, amigos: nada de eso sería posible sin la reflexión visionaria y lúcida de mil pensadores, filósofos, sociólogos, antropólogos, críticos de la cultura y artistas que lograron soñar, cristalizar y formular el tipo de país del cual gozamos.
Ellos fueron sus gestores, los verdaderos padres de la criatura. Eso no nos lo van a dar las ingenierías, sino los hombres y mujeres cultos —en el sentido más profundo de la palabra— de nuestro país. Es a ellos a quienes debemos proteger, es el rey Pensamiento — como lo llamaba Poe— el que debe ser salvaguardado por su guardia republicana, el ejército y todos sus aliados.
¿Será preciso asignar como lectura obligatoria a los amputadores de las humanidades el clásico ensayo del novelista, físico y químico inglés C. P. Snow Las dos culturas y la revolución científica, escrito en 1959, ampliado en 1963? Cierto, la posición de C. P. Snow es acerbamente crítica contra los humanistas que se saben de memoria a Shakespeare, pero son incapaces de enunciar la segunda ley de la termodinámica o, peor aún, siquiera definir las nociones de masa y peso.
Pero en última instancia, C. P. Snow defiende la necesidad, la perentoriedad, la imprescindibilidad de ambas culturas: la científica como la humanística. Ahora bien, las cosas han cambiado desde 1959: las ciencias y las humanidades se han aproximado y entremezclado para proponer una definición más compleja y armoniosa del universo. No son ya compartimentos estancos, vasos incomunicantes del conocimiento. Pero lo que nuestros burócratas glorificados proponen con su desdén de las humanidades y su fetichismo ingenieril es una regresión a la nefasta configuración binaria ciencias-humanidades, beneficiando al primer término y minusvalorando al segundo.
Las universidades deben defender sus cátedras humanísticas, defender esas disciplinas que hunden el escalpelo en la naturaleza humana, que proyectan la luz de sus linternas en los oscuros sótanos de nuestra psique, las que toman al ser humano por objeto de estudio: las artes y, de manera eminente, la literatura, lo han hecho egregiamente. Los hermanos Karamazov, última novela de Dostoyevski, es una cátedra ad hoc de ética, filosofía, teología, antropología, sociología, psicoanálisis, historia, metafísica, crítica de la cultura y muchas cosas más.
Una universidad en la que esta obra totalizadora no sea estudiada con esmero, pasión y rigor metodológico no vale un cacahuate. Y no hay ingeniería en el mundo que nos dé lo que uno solo de sus capítulos: el de “El gran inquisidor”.
Escribo con pasión, con convicción y con fuego porque no hay ninguna otra forma de abordar este tema, delicado y complejo entre todos. Señores, no siembren la simiente de un país de cafres, de ignorantes, de zafios y de “bárbaros especialistas” (Ortega y Gasset). No les asesten zarpazos presupuestarios a las humanidades: es la peor decisión que en este momento histórico podríamos tomar.