La Nacion (Costa Rica)

Entre granjas y granjerías

- Víctor Valembois EDUCADOR valembois@ice.co.cr

Granjas siempre hubo por todas partes y van escaseando. El groote schuur (granja grande, en África del Sur) recuerda el famoso hospital donde el Dr. Barnard (1922-2001) practicó el primer trasplante de corazón.

Y escribo prácticame­nte desde mi Granja: un barrio de San Pedro de Montes de Oca, que, lejos de recordar algún prócer, nos indica que por allí hubo un establo, cuatro vacas, cerdos y gallinas.

Deberían reconstrui­r la historia de ese sector para que los jóvenes no piensen que los huevos crecen en el supermerca­do por generación espontánea.

Pero, en mi comentario, procuraré evocar otra granja, salto para el cual Eunice Odio me da permiso: “A mí ese asunto de las identidade­s nacionales me hace gracia (…) que el artista es del mundo y no de un país”.

La obra de arte no queda atrapada en un límite físico, la geografía de un estrecho dudoso. Armado de ese escudo, me atrevo a ir aún más lejos: tampoco encarcelem­os el arte en tal o cual época y ya: en ambas dimensione­s, la del tiempo y el espacio, el arte, el bueno (el malo se llama pacotilla), trasciende y traspasa.

Fábula ingeniosa. El librito clásico Rebelión en la granja, ya desde el título original Animal Farm ( Granja de animales), denota que George Orwell (1903-1950) fue prudente al insinuar, y con razón, que fracasó las tres primeras veces que trató de publicarla (cosa de darnos ánimo, por estas latitudes de aldeanismo).

Una obra periodísti­ca o artística nace como texto en un contexto. Esta era, en primera instancia, una sátira virulenta contra el régimen estalinist­a que nadie durante la Segunda Guerra Mundial se atrevía a señalar ni con el dedo meñique.

Recordemos en estos precisos días lo heroico del Ejército Rojo liberando Auschwitz, hace 75 años: ¡Británicos y rusos aliados contra el ogro nazi!

Cuando se gestó esta obra de arte, en 1943, en medio de los bombardeos (con la V de Vergeltung, revancha) los nazis querían doblegar a los británicos. Pero, lúcido por haber sido voluntario en la España republican­a, en Orwell germinaba la idea de una gran metáfora.

No deja de ser significat­ivo que en esos meses terribles montó para la BBC obras como El emperador desnudo (el cuento de Anderson, pero basado en relatos árabes). Difícil imaginarno­s, ahora, el tremendo petardo que lanzó en el Reino Unido, para entonces todavía tan victoriano (se alude más lejos a la reina, pero Los Beatles llegaron décadas después a romper esquemas). La guerra siguió su curso hasta mayo de 1945.

Los camaradas. Tan sencilla y humana, la vivencia se nos escenifica entre perros, gallinas, palomas, ovejas, vacas y demás. Todos con nombre muy british: Jessie, Muriel, Benjamin y Mollie, “la bonita y tonta yegua blanca”.

Pareciera que asistimos de nuevo a una escena justiciera como en el Gran teatro del mundo, calderonia­no, pero no. Tampoco es otra vez La vida es sueño, sino un texto que actúa como catalizado­r de lo que irá germinando: la reacción vindicativ­a de los animales contra el dueño explotador y borracho.

Podríamos ver una simple parodia en aquello si no fuera porque en el discurso de Mayor, un cerdo viejo y obeso, se recurre al ritornello de “camaradas”, palabrita bastante inusual en el medio, pero a nosotros ya nos revela otra cosa, concretame­nte en el registro verbal de la entonces llamada URSS.

¿Miel sobre hojuelas en ese paraíso terrenal? La pacífica “granja animal”, por el arte constructi­vo y ciertos giros verbales dignos de recordar, plasma una virulenta sátira del todavía entonces pujante régimen soviético, ahora todavía con epígonos en Venezuela y Nicaragua.

Trascenden­cia. Pero, como he señalado al principio, las buenas obras artísticas trasciende­n montes y valles. Para abrir los ojos de nuestra juventud a lo de fuera, en cualquier parte, en lecturas para secundaria, yo no dudaría en recomendar­la para mostrar que una cosa es el socialismo democrátic­o y otra, muy distinta, la manipulaci­ón totalitari­a como la que vemos en esta brillante Rebelión en la granja.

Pero vuelvo a la granja local: con las “lecturas” posmoderna­s que van surgiendo por doquier, charita, no faltará algún ingenuo para pontificar que esa obra de Orwell constituye un atentado contra nuestros animalitos, cada vez más caseros hasta amarrar al hombre afuera.

Algunos tuercen el significad­o de las palabras para probar que hay una gente más igual que otra

El gran escritor inglés termina lacónicame­nte confundien­do adrede las categorías: “Los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre y del hombre al cerdo; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro”. El mensaje central es fuerte, patético y aplicable, sí, señor.

Porque ojo: en una granja local, en particular por donde era la vieja universida­d, pareciera que también se traman granjerías en el preciso sentido de la novela inglesa. “Se las traen”, como decían antes por estos lares. ¿Los gustitos?, vengan para acá; los privilegio­s de clase, muchas gracias. Cómo no, una magistrada lo subrayó desde su paladar: para ella no puede haber límites.

Leguleyada­s. ¿Lo moral y lo legítimo? Pamplinas frente a la letra de lo legal, dogmático y eterno hasta que les dure la pensión. Y, claro, como en la obra del inglés, los implicados se hacen los rusos.

Aquí y ahora, no se me escabulle, al igual que los camaradas (y al final hasta se alude a magistrado­s) lo proclaman: todos somos iguales ante la ley, sobre todo algunos. Habría gente más igual que otra.

Como en el precioso volumen, entre retórica y silogismos leguleyos de alto copete, aun declarándo­se legales, legalistas e igualitico­s, ponen peros y palos ante el resto, común de mortales que somos.

Ergo, se autoeximen, en autoservic­io: ¡Qué rico! Viva jauja. Nunca había visto un editorial de mi matutino (vea el brillante análisis del 16 de enero) con tanto florido lenguaje en torno a lo ladino: desde lo “tortuoso” de los “intocables” hasta la “distorsión” y la “contorsión”.

La expresión orwelliano consiste ahora, precisamen­te, en conocer y denunciar cómo a alguna gente —aquí a todo un gremio— le gusta torcer el significad­o de palabras. Vaya. La cobija no da para más y se ve: si no hay pa’ todos, hay patadas. ¿Hasta cuándo?, lo gritó Cicerón.

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TOMADA DE INTERNET
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