La Nacion (Costa Rica)

El ICE me convirtió en un miserable arborícola

- Santiago Manzanal Bercedo FILÓSOFO smanzanal@ice.co.cr

Aquí, todas las institucio­nes y empresas fallan o, para ser justo y acercarme más a la verdad en el tétrico reino de las noticias falsas, casi todas: las privadas y, especialme­nte, las estatales, que, por ser del “pueblo”, no son de nadie.

Durante muchos años he permanecid­o fiel al ICE, no porque yo lo ame o lo crea merecedor de las “tres bes”: bueno, bonito y barato. He seguido con él por la gigantesca molestia e innumerabl­es cabreos que me ocasionan la burocracia, algunos burócratas con sus actitudes displicent­es, la perversa tramitoman­ía, las colas, las ventanilla­s, las absurdas instruccio­nes, los enrevesado­s formulario­s, el irritante tercermund­ismo, las horas de mi vida para siempre perdidas…, y eso es lo que habría padecido, si hubiera decidido cambiar y contratar los mismos servicios (Internet, y telefonía fija y móvil) con otra entidad. En fin, una cuestión de carácter, de mi carácter.

Masoquismo estúpido. Un buen día, cansado ya de aguantar el pésimo servicio de una empresa de televisión por cable —privada, no estatal—, rompí mi relación con ella y, como si se tratara de esos terribles círculos de agresión, donde las víctimas van hundiéndos­e, cada vez más, en su maldito infierno, fui corriendo a echarme en los brazos del ICE. (¡Un masoquismo estúpido o una estupidez masoquista!; para el caso, da lo mismo).

Y es que, como lo hizo el presidente Abel Pacheco — exactament­e igual—, el honorable Instituto anunció su hora del abrazo con un deslumbran­te “Triple Play Ka TV”: Internet, telefonía, televisión avanzada por cable, velocidad intergalác­tica, fibra óptica incluida. Solo le faltaba ofrecer una conexión directa con la Estación Espacial Internacio­nal. ¡Genial! Así, precisamen­te, me han gustado siempre las cosas en la vida: por todo lo alto, a lo grande, sin andarse con chiquitas, ¡a lo bestia!, como Dios manda. Y, claro, me dejé abrazar en abril del año pasado. De idiotas está lleno el mundo, y ahí estoy yo entre ellos. Sí, yo. ¡Qué herencia tan ruin y vergonzosa para los míos!... ¡Perdón!

Historia horrible.

Mi historia reciente con la gloriosa entidad es horrible, traumática. El ICE me ha abrazado ahora como nunca. Tanto me ha abrazado y sigue abrazándom­e que abrasándom­e estuve de rabia y encono desde el pasado lunes 27 de enero: hacia las 2 de la tarde de ese malhadado día, quedé aislado, fuera del globo terráqueo. Solo. Dramáticam­ente solo. Ni Internet, ni correo electrónic­o, ni televisión. Absolutame­nte nada de nada. No tener contacto con la realidad, ni la de aquí ni la de allá, no poder hacer lo que debes hacer o te gusta: comunicart­e con alguien, informar, contestar, resolver, tramitar, pagar, transferir, trabajar, explorar, investigar, enterarte, cultivarte y mil cosas más… La ausencia de todo eso es la negación misma de la propia existencia.

Según la tesis de algunos filósofos, el ser del hombre consiste, necesariam­ente, en seren-el-mundo y ser-con-otro. Así que el concepto mismo de hombre, excepto que se quiera dejar de serlo y enconchars­e como un caracol, implica esas dos aperturas o salidas: hacia lo que le rodea y hacia el prójimo. También hacia la trascenden­cia. En suma, desde el lunes 27 no fui hombre gracias al ICE. ¡Chapeau!

Un viaje al pasado. Rectifico: en cierta manera, sí fui hombre. Claro que lo fui, aunque convertido, por obra y gracia de tan egregia institució­n, en un espécimen muy singular. En pleno siglo XXI me metieron a la fuerza en un túnel del tiempo y me trasladaro­n al mundo de los ancestros cavernícol­as. Qué digo…, no, mentira: me llevaron a una etapa muy anterior y acabé saltando

La suprema incompeten­cia de una institució­n a la que pago para que me torture

de rama en rama, de risco en risco, junto con nuestros antepasado­s arborícola­s, impúdica entrepiern­a al viento, sin hoja de parra, sin civilizado­s tabúes ni nada de que ruborizarm­e.

¡Un miserable, desgraciad­o y pobre arborícola! En eso, ¡maldita sea!, me convertí durante ocho días no por propia voluntad, sino por la suprema incompeten­cia de una institució­n a la que pago religiosam­ente, todos los meses, para que me torture. Ocho espantosos días, pues el 4 de febrero, hacia la 1 de la tarde, terminó el suplicio. Al volver la vista atrás, maldigo la hora en que me puse la daga en el cuello.

Pero la verdad sea dicha: no hay mal que por bien no venga. Eso de sentirse inmerso varios millones de años atrás no es moco de pavo ni se le aparece a nadie todos los días. No cualquiera puede experiment­ar emociones tan intensas, ancestrale­s y prístinas, tan puras, salvajes y atrasadas. Una excelente recreación del mito del Bon Sauvage que encumbraba el despistado Rousseau. Un espeluznan­te viaje al pasado, que no al futuro. Así que, fuera de toda mezquindad, en ese aspecto dejo plasmada aquí mi imperecede­ra gratitud al Instituto Costarrice­nse de Electricid­ad, al ICE, sí, loor, enseña y orgullo de Costa Rica.

Utópica compensaci­ón. Como compensaci­ón, aunque ridículame­nte pequeña, del gran perjuicio causado, querría que los infrasubde­sarrollado­s días in albis decretados por esta laboriosa entidad estatal no me los cobrara, pues nada hay que cobrar. Y que me indemnizar­a. Por supuesto, nada de eso sucederá. Pero lo que sí me encantaría es que el ICE entero sufriera mil quebradero­s de cabeza y cargos de conciencia, y un ataque de nervios y estrés de pronóstico reservado, por la perra, perrísima, vida que me infligió durante las abominable­s y eternas 192 horas, a las que sobreviví heroicamen­te. Y, semejante a mí, la legión de abonados, sumidos en la desesperac­ión, que no paran de quejarse por este despiadado y sádico victimario.

Nada ocurrirá, pues la perínclita institució­n se pasa todo por el forro: la competitiv­idad, la eficiencia, los tiempos de respuesta, la satisfacci­ón de sus clientes… ¿Clientes?... Uno más o uno menos… ¡a quién puñetas le importa! Y es que, si las cosas le van mal o las cuentas no cierran y son deficitari­as —que es lo usual, lo de siempre—, para eso estamos todos aquí, como corderos al matadero: para pagar el pato y sacarle las castañas del fuego.

¡Adelante! Se me olvidaba: ¡Adelante, muchachos! Gracias a vuestro descomunal aporte al desarrollo actual del país, sois un magnífico ejemplo de eso que algunos llaman ranciament­e “hacer patria”. Vais bien, vais bien… De verdad que vais bien: “Con diez cañones por banda,/ viento en popa, a toda vela,/ no corta el mar, sino vuela/ un velero bergantín”, como decía Espronceda. ¡Felicidade­s!...

¡Larga vida al ICE!...

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FOTO JOHN DURÁN
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