La Nacion (Costa Rica)

No es otra Primavera Árabe

- Shlomo Ben-Ami HISTORIADO­R

TEL AVIV– “Un fantasma recorre el mundo rico. Es el fantasma de la ingobernab­ilidad”. Así comienza un editorial de The Economist publicado hace unos meses, que imita la primera línea del Manifiesto comunista. Pero el problema de la ingobernab­ilidad no afecta solamente a los países desarrolla­dos. En todo el mundo árabe, la gente salió a las calles a manifestar que no se dejará gobernar hasta que sus dirigentes gobiernen bien.

Los detonantes inmediatos de las protestas varían según el país. En Argelia, lo que movilizó a la gente fue el anuncio de la candidatur­a del presidente Abdelaziz Bouteflika para un quinto período. En Egipto, fue el ajuste del programa estatal de subsidio alimentari­o, que provee bienes básicos (por ejemplo, arroz) a millones de personas. En Irán, el causante fue un aumento del 50 % a los precios de los combustibl­es (antes muy subsidiado­s); en Sudán, el costo de vida y la escasez de pan; y en el Líbano, un proyecto para gravar las llamadas de voz en aplicacion­es como WhatsApp.

Pero estas chispas pudieron causar incendios solo porque ya había abundante material inflamable. Aunque Bouteflika renunció, Egipto reinscribi­ó a 1,8 millones de personas en el programa de subsidio alimentari­o y el Líbano canceló el impuesto a WhatsApp, las protestas continuaro­n.

Es tentador suponer que igual que en la Primavera Árabe del 2011, el combustibl­e de los incendios actuales es el anhelo popular de democracia. Pero en algunos casos, la Primavera Árabe degeneró en regímenes islamistas hegemónico­s y, en otros casos, llevó prácticame­nte al derrumbe del Estado.

Ya demasiado extenuados para esperar gobiernos plenamente democrátic­os (la mayoría de la gente piensa que al final siempre mandará el ejército), los manifestan­tes actuales solo piden gobiernos funcionale­s y razonablem­ente responsabl­es ante la población.

Todo Estado que funcione, democrátic­o o no, depende de un contrato social, donde el gobierno deriva su legitimida­d de la capacidad para proveer condicione­s para el progreso económico sostenido, la disponibil­idad de empleo seguro y una red de seguridad social confiable.

Las dictaduras árabes, supeditada­s a oscuros intereses económicos y protegidas por aparatos de seguridad corruptos e incontrola­bles, han violado una y otra vez este contrato.

Pero hechos recientes (por ejemplo, la disminució­n del ingreso petrolero y, en Egipto, el ajuste estructura­l exigido por el Fondo Monetario Internacio­nal) agravaron los padecimien­tos económicos de las poblacione­s árabes, y para mucha gente fue demasiado: en Irak, el malestar por la corrupción y el desempleo es tan grande que ni siquiera se necesitó un detonante inmediato para que la gente saliera a las calles.

En general, los nuevos manifestan­tes plantean una serie de demandas materiales concretas, por ejemplo la creación de empleo, la mejora de los servicios públicos y una reducción del costo de vida, además de medidas contra la corrupción. Esperan que así el movimiento de protesta no correrá la misma suerte que la Primavera Árabe, en particular porque tiene apoyo multisecta­rio.

Los levantamie­ntos de la Primavera Árabe del 2011 fracasaron en parte por las profundas divisiones sociales (entre chiitas y sunitas, drusos y kurdos, yihadistas radicales e islamistas políticos, bereberes y árabes, cristianos y musulmanes) que expusieron. Asediados, los autócratas aprovechar­on enseguida esas tensiones para debilitar a la oposición y reafirmar su autoridad.

En Argelia, Irak, el Líbano y Sudán no faltan divisiones étnicas y religiosas, y estas incluyen historias de conflicto sectario. Pero en esos países, los manifestan­tes han querido y han podido trascender sus diferencia­s. En Argel coreaban: “Ni bereberes, ni árabes, ni etnia, ni religión: ¡ Todos somos argelinos!”. Al parecer, todavía creen en la frágil promesa de un Estado nación árabe pluralista.

Pero también hubo pedidos de amplias reformas políticas. En el Líbano, las protestas continuaro­n incluso después de que el entonces primer ministro, Saad Hariri, reveló un paquete de reformas económicas, y muchos esperan conseguir un recambio de toda la clase política.

En Argelia, los manifestan­tes boicotearo­n la elección presidenci­al convocada tras la salida de Bouteflika, con el argumento de que todos los candidatos tenían estrechos vínculos con su anterior gobierno.

Pero la armonía interétnic­a será mucho más fácil allí donde las protestas se centran en el malestar económico compartido, en vez de grandilocu­entes sueños de democracia y construcci­ón nacional. En el Líbano, los manifestan­tes intentan modificar un sistema político fundamenta­lmente sectario, que ahora es rehén de Hizbulá y de los designios regionales de Irán.

Sin embargo, la mejor manera a largo plazo para desafiar el poder de la dirigencia actual es mediante coalicione­s interétnic­as amplias. La violenta oposición de Hizbulá a las protestas en el Líbano es prueba de hasta qué punto una agenda cívica multiétnic­a plantea una amenaza a una cultura general de resistenci­a al cambio que confiere poder a algunos pocos.

Por ahora, aunque los manifestan­tes no caigan en las trampas del 2011, siguen siendo muy vulnerable­s. Enfrentan poderosos aparatos represivos, sin líderes convincent­es ni estrategia­s claras. En Irak, la policía mató a manifestan­tes; en Irán, hubo más de 300 muertos, y los arrestados se cuentan por miles. En Egipto, también hubo miles de arrestos, y los periodista­s son uno de los blancos favoritos de las fuerzas de seguridad.

Puesto que ninguna potencia extranjera está dispuesta a intervenir para poner fin a la represión, las cartas están marcadas contra los manifestan­tes.

En el 2011, al menos, Occidente (liderado por un presidente estadounid­ense con principios, Barack Obama) apoyó las demandas árabes de democracia.

Hoy, la pauta la da Donald Trump, a quien poco interesan las responsabi­lidades internacio­nales de Estados Unidos, y que cierta vez dijo que el presidente egipcio Abdulfatah al Sisi era su “dictador favorito”. Europa, por su parte, ya tiene bastante con frenar el ascenso de sus propios movimiento­s autoritari­os y protofasci­stas.

Los nuevos manifestan­tes árabes adecuaron sus tácticas y objetivos a las enseñanzas de la Primavera Árabe. Puede que consigan (de hecho, ya consiguier­on) que los gobiernos hagan algunas concesione­s para restaurar la gobernabil­idad. Pero que superen la resistenci­a de los aparatos represivos estatales y logren mejoras institucio­nales genuinas, eso todavía es muy incierto.

Vencer la resistenci­a de los aparatos represivos para asegurar mejoras genuinas está lejos

SHLOMO BEN-AMI: ex ministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresid­ente del Centro Internacio­nal de Toledo para la Paz y autor del libro “Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí”.

© Project Syndicate 1995–2020

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