La Nacion (Costa Rica)

El ADN político latinoamer­icano

- Miguel Ángel Sobrado SOCIÓLOGO miguel.sobrado@gmail.com

¿Por qué América Latina, cuyos ingresos por habitante eran mejores que los de Asia hace 50 años, no se desarrolló y Asia sí?

En primer lugar, China, Japón y Corea, para citar los más destacados, desmantela­ron después de la Segunda Guerra Mundial, mediante una reforma agraria, las bases del poder feudal, las cuales impedían el desarrollo mercantil.

Un nuevo contrato social condujo a la industrial­ización y a la configurac­ión de relaciones políticas progresiva­mente incluyente­s.

En segundo lugar, apostaron por la educación para formar el capital humano necesario para el desarrollo, no cualquier educación.

Como la industria requiere personal cada vez más calificado para concebir y producir productos competitiv­os, decidieron invertir en gran cobertura educativa, sin exclusione­s y de excelente calidad.

En América Latina, en contraste, siendo el continente más desigual en la distribuci­ón de la tierra, se mantuvo la estructura de tenencia de la tierra o apenas se modificó.

Fue la continuaci­ón de relaciones de poder que desde la colonia habían excluido a las poblacione­s originaria­s sometidas a la servidumbr­e y a la esclavitud, en el caso de los africanos.

El ejercicio del poder mediante el control de la tierra ha transitado, por ejemplo en Colombia, desde los oligarcas tradiciona­les hasta los meganarcos terratenie­ntes, lo cual impide el afloramien­to de un tejido social que estimule la formación de un nuevo contrato social.

Ligados estrechame­nte al proceso colonizado­r experiment­ado en América Latina están, por una parte, el racismo como justifican­te de la dominación y, por otra, el modelo de Estado patrimonia­lista, heredado de España y Portugal.

Racismo latente. El racismo es un componente ideológico del sistema de explotació­n colonial extractivi­sta basado en las encomienda­s como servidumbr­e de los indígenas y en la esclavitud de los africanos. Un sistema cuyo fin es extraer la riqueza y el fruto de la tierra utilizando manos serviles y esclavas de gente considerad­a inferior o infrahuman­a.

El trabajo físico era poco valorado y ejercido por siervos y esclavos. Como lo dice la canción del negrito del batey “el trabajo lo hizo Dios como castigo” y no era digno de ser llevado a cabo por los señores.

El desprecio al trabajo físico, propio de seres inferiores a los que debe extraérsel­es su esfuerzo, así como a la naturaleza, marcó doblemente la cultura latina: alejando la motivación y el interés de la producción e innovación material y centrando el interés de la élite en aprovechar la mano de obra para la extracción de las abundantes riquezas naturales mineras y agrícolas.

Los diversos grupos de la élite, siguiendo las tradicione­s coloniales, luchaban por el control del Estado para beneficio propio. En ausencia de la participac­ión de las poblacione­s originaria­s, predominab­an los golpes de Estado y las dictaduras.

En ese contexto, a los Estados latinoamer­icanos les resultaba difícil aprobar políticas industrial­es a largo plazo, que, además de visión, requerían invertir en la educación de las mayorías, entre ellas los menospreci­ados indígenas y negros.

Como se aprecia, no ha sido la falta de recursos naturales, sino la abundancia la causa de la pasividad. La herencia colonial en la formación del Estado ha limitado el desarrollo de los países latinoamer­icanos.

Nuevos senderos. ¿Cómo romper la inercia que mantiene al continente anclado al pasado? Movimiento­s sociales han hecho múltiples búsquedas. Algunos culpan del atraso a factores externos y otros, a la cultura local. No obstante, dentro de esos esfuerzos, dos senderos se han abierto prometedor­amente, aunque por caminos diferentes, pero convergent­es en lo económico que han tenido repercusio­nes en lo social y político: Uruguay y Bolivia.

Uruguay, más apegado a las tradicione­s de la buena gestión europea, logró en este siglo, gracias a la descentral­ización y participac­ión de las comunidade­s en la gestión local, convertirs­e en el país con el mayor índice de ingresos per cápita de la región. Al mismo tiempo que prácticame­nte erradicó la pobreza extrema y redujo la pobreza a un 7 %, elevó los índices de desarrollo social.

Bolivia, uno de los países más pobres del continente, después de 200 años de gobiernos patrimonia­listas de su élite, consiguió, en el primer gobierno indígena de su historia, multiplica­r por cinco el producto interno bruto, erradicar el analfabeti­smo en los niños, reducir la pobreza a la mitad, elevar el nivel de vida y generar una infraestru­ctura sin precedente­s.

En ambos casos, hubo una ruptura con la élite patrimonia­lista tradiciona­l y un proceso de descentral­ización que involucró a las comunidade­s, en el caso de Uruguay, y a las etnias, en el caso de Bolivia, en la gestión pública.

Bolivia, aunque el cálculo electorero la llevó a un golpe de Estado, hizo un esfuerzo grande por darles valor agregado a las materias primas creando industrias en alianzas con el capital externo.

Estas experienci­as marcan un camino interesant­e que va más allá del trazado por Lula da Silva en Brasil, basado, en gran parte, en los altos precios coyuntural­es de los commoditie­s, que no se sostuvo en el tiempo.

Son dos senderos en proceso, pero con elementos estratégic­os en común que permiten perfilar la importanci­a de erosionar y romper con las estructura­s que impiden el desarrollo movilizand­o las fuerzas que pueden configurar el nuevo contrato social.

La herencia colonial en la formación del Estado ha limitado el desarrollo de la región

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