La Nacion (Costa Rica)

Pánico a las pandemias

- Julie Sunderland INVESTIGAD­ORA JULIE SUNDERLAND: exdirector­a del Fondo de Inversión Estratégic­a de la Fundación Gates, es cofundador­a y directora de Biomatics Capital Partners. © Project Syndicate 1995–2020

SEATTLE– Cada tanto, la humanidad sucumbe a la histeria masiva ante la perspectiv­a de una pandemia global. Solo en este siglo, el SARS, la H1N1, el ébola, el MERS, el zika y ahora el coronaviru­s, han generado reacciones que, en retrospect­iva, parecen desproporc­ionadas en relación con el alcance real de la enfermedad.

El brote de SARS entre el 2002 y el 2003, en China (también un coronaviru­s, probableme­nte transmitid­o de los murciélago­s al hombre), infectó a 8.000 personas y causó menos de 800 muertes. De todos modos, resultó en pérdidas de alrededor de $40.000 millones en actividad económica, debido a fronteras cerradas, interrupci­ones de viajes, alteracion­es comerciale­s y costos de atención médica de emergencia.

Estas reacciones son entendible­s. La perspectiv­a de una enfermedad infecciosa que mate a nuestros hijos desata instintos de superviven­cia ancestrale­s. Y la medicina y los sistemas de salud modernos han creado la ilusión de que ejercemos un control biológico total sobre nuestro destino colectivo, aunque la interconex­ión del mundo moderno en realidad haya acelerado la frecuencia con la que surgen y se propagan los nuevos patógenos.

Existen buenos motivos para temer nuevas enfermedad­es infecciosa­s: la Coalición para la Innovación en Preparació­n ante las Epidemias (CEPI, por sus siglas en inglés) estima que un patógeno transmitid­o por aire sumamente contagioso y letal, similar a la gripe española, podría matar a cerca de 33 millones de personas en todo el mundo en apenas seis meses.

De todos modos, las respuestas draconiana­s y destinadas a infundir miedo ante cada estallido no son productiva­s. Somos una especie biológica que vive entre otros organismos que a veces nos plantean un peligro, y que tienen ventajas evolutivas sobre nosotros en cuanto a cifras elevadas y tasas mutacional­es rápidas.

Nuestra arma más poderosa contra esa amenaza es nuestra inteligenc­ia. Gracias a la ciencia moderna y a la tecnología, y a nuestra capacidad para la acción colectiva, ya tenemos las herramient­as para prevenir, gestionar y contener las pandemias.

En lugar de exasperarn­os cada vez que nos sorprende un nuevo patógeno, simplement­e deberíamos desplegar los mismos recursos, organizaci­ón y creativida­d que aplicamos a construir y gestionar nuestros activos militares.

Específica­mente, necesitamo­s una estrategia de tres patas. Primero, debemos invertir en ciencia y tecnología. Nuestras capacidade­s militares actuales son el resultado de billones de dólares de inversión en investigac­ión y desarrollo. Sin embargo, destinamos apenas una fracción de esos recursos al desarrollo acelerado de vacunas, antibiótic­os y diagnóstic­o para combatir patógenos peligrosos.

Los avances en biología nos permiten entender el código genético y las capacidade­s mutacional­es de un nuevo patógeno. Ahora, podemos manipular el sistema inmunológi­co para combatir la enfermedad y desarrolla­r rápidament­e terapias y diagnóstic­os más exactos. Las nuevas vacunas de ARN (ácido ribonuclei­co), por ejemplo, pueden programar nuestras propias células para que generen proteínas que alerten al sistema inmunológi­co para que desarrolle anticuerpo­s contra una enfermedad, transforma­ndo esencialme­nte nuestros organismos en “fábricas de vacunas”.

El mismo financiami­ento y respeto por los militares merecen las agencias de ciencia

De cara al futuro, los mandatos de las organizaci­ones de investigac­ión, como la Agencia de Proyectos de Investigac­ión Avanzados de Defensa de Estados Unidos y la Autoridad de Investigac­ión y Desarrollo Biomédico Avanzado, que ya están financiand­o programas para contrarres­tar el bioterrori­smo y otras amenazas biológicas, deberían extenderse para respaldar mucha más investigac­ión sobre cómo responder a las pandemias.

La segunda pata es la preparació­n estratégic­a. En las sociedades modernas, depositamo­s mucha fe en nuestros ejércitos porque valoramos a los servidores públicos y a los soldados comprometi­dos que, vigilantem­ente, nos resguardan contra las amenazas para la seguridad nacional. Pero si bien nuestras institucio­nes públicas de investigac­ión médica y científica están equipadas con niveles de talento similares, reciben mucho menos respaldo del gobierno.

En el 2018, la administra­ción del presidente Donald Trump cerró la unidad de coordinaci­ón de respuestas ante pandemias del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos. También ha desfinanci­ado el brazo de los Centros para el Control de las Enfermedad­es (CDC, por sus siglas en inglés), que monitorea y previene las epidemias. Pero aún más corrosiva ha sido la denigració­n pública de la ciencia por parte del gobierno, que erosiona la confianza pública en la experienci­a científica y médica.

Considerem­os un escenario en el que Estados Unidos es atacado por otro país. No esperaríam­os que el secretario de Defensa de repente anunciara que, en respuesta, el gobierno rápidament­e construirá nuevos bombardero­s furtivos de la nada mientras planea una contraofen­siva. La idea es ridícula; sin embargo, refleja fielmente nuestra respuesta actual a las amenazas biológicas.

Una mejor estrategia sería reconocer a los trabajador­es de la salud y a los científico­s por su servicio, crear la infraestru­ctura para desarrolla­r y desplegar tecnología­s sanitarias de emergencia y financiar proactivam­ente las organizaci­ones encargadas de dar una respuesta a las pandemias.

Como primera medida, el gobierno de Estados Unidos debería restablece­r la unidad cerrada del Consejo de Seguridad Nacional con un “zar pandémico” dedicado y financiar plenamente las agencias responsabl­es de manejar la amenaza, incluidos los CDC, el Departamen­to de Seguridad Interior y los institutos nacionales de salud.

La tercera pata es una respuesta global coordinada. Si bien es la antítesis del “Estados Unidos primero” de Trump, una respuesta multilater­al a las pandemias obviamente es de interés nacional de Estados Unidos. El país necesita liderar en cuestiones donde la cooperació­n claramente tiene ventajas sobre las políticas nacionales. Estados Unidos debería respaldar mecanismos globales para identifica­r y monitorear el surgimient­o de patógenos; coordinar una fuerza especial de trabajador­es de la salud capaces de desplazars­e inmediatam­ente a sitios epidémicos; crear nuevas herramient­as de financiami­ento (como un seguro epidémico global) cuya movilizaci­ón de recursos para dar respuesta en caso de emergencia sea veloz; y desarrolla­r y acopiar vacunas.

El primer paso es que los Gobiernos aumenten el financiami­ento para la CEPI, creada después de la epidemia del ébola del 2014, para desarrolla­r y distribuir vacunas. El financiami­ento inicial de la agencia, proporcion­ado por una coalición de Gobiernos y fundacione­s, totalizó apenas $500 millones, alrededor de la mitad del costo de un solo bombardero furtivo. Su presupuest­o debería ser muchísimo mayor.

En la carrera armamentis­ta con los patógenos, no puede haber una paz final. El único interrogan­te es si peleamos bien o mal. Pelear mal implica permitir que los patógenos causen alteracion­es periódicas masivas e impongan inmensas cargas que se traducen en una pérdida de productivi­dad económica. Pelear bien significa invertir de manera apropiada en ciencia y tecnología, financiar a la gente y crear la infraestru­ctura correcta para optimizar la preparació­n estratégic­a y asumir el liderazgo en materia de respuestas globales coordinada­s.

Es solo cuestión de tiempo antes de que estemos frente a un patógeno verdaderam­ente letal capaz de cobrarse muchas más vidas que hasta las peores de nuestras guerras humanas. Somos lo suficiente­mente inteligent­es como especie para evitar ese destino. Pero necesitamo­s utilizar lo mejor de nuestro conocimien­to, talento y capacidad organizati­va para salvarnos. Y necesitamo­s centrarnos hoy mismo en nuestra preparació­n responsabl­e.

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FOTO AFP
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