La Nacion (Costa Rica)

La gran importanci­a de un segundo idioma

- ECoNomIsTa tvargasm@yahoo.com

IThelmo Vargas nicié mi educación secundaria en un colegio público con solo un año de fundado, que experiment­aba los dolores de parto organizaci­onales y no se destacaba por la enseñanza de un segundo idioma.

Para la prueba de idioma en el bachillera­to, escogí inglés, pero las exigencias no eran muchas. El estímulo por aprenderlo me vino de la radio porque transmitía viejas piezas cantadas por a young man by the name Frank Sinatra, y comenzaban a aparecer las nuevas de otro joven, de nombre Elvis, a quien seguirían Los Beatles y The Rolling Stones.

Dios no quiso que, por allá de 1957, yo hablara inglés, pues, por entonces, entre los jóvenes se iniciaba la locura por el rock and roll y el haber medio entendido la letra de muchas de las canciones de moda me habría dado, entre mis pares, una “ventaja comparativ­a” enorme. Hasta pudo haberme conducido por caminos torcidos.

¿Imaginan mis réditos por cantar, en el quiosco del pueblo, en una soleada tarde de verano, I forgot to remember to forget her, de Elvis Presley; Be-bop-a-lula, de Gene Vincent; o hasta una más fácil, Only you, de The Platters?

Entonces, sin Internet, se publicaban cancionero­s, y yo trataba de comprar aquellos cuantas más piezas en inglés tuvieran.

Momento de aprender. Cuando comencé a trabajar, ingresé a la universida­d y, durante la época de vacaciones, un grupo de compañeros solíamos reunirnos con una profesora, Henrietta Jordan, quien con gran paciencia nos fue enseñando a medio expresarno­s en inglés.

Para los del grupo, el móvil para estudiar el idioma no fue aspirar a ganar más dinero en una chamba en una compañía transnacio­nal, lo cual no era despreciab­le, sino hablar con extranjero­s, leer artículos de revistas como Time (que conste, nunca, la entrevista a Milton Friedman o a la chica del mes de Playboy) y, sobre todo, saborear muchas canciones transmitid­as por la radio.

Recién leí que en pruebas realizadas décadas atrás en los Estados Unidos, personas bilingües mostraron tener un coeficient­e intelectua­l inferior (sí, inferior) comparadas con quienes solo hablaban inglés. Pero los investigad­ores

FoTo dePosITPHo­Tos

El mundo actual lo demanda, pero también la salud, pues el esfuerzo de aprenderlo retrasa la aparición de enfermedad­es como la demencia

no tomaron en cuenta que buena parte de las personas bilingües analizadas eran migrantes, provenient­es de familias pobres y de bajo nivel educativo, en general, para quienes las pruebas eran extrañas. Tremendo error de diseño.

Hoy, quien deba lidiar con un segundo idioma debe mantener muy activo su cerebro para entender que How old are you? (literalmen­te, ¿cuán viejo es usted?) significa “¿Cuántos años tenés?” y los verbos to ignore y to realize significan “hacer caso omiso de” y “darse cuenta de”, respectiva­mente. Existen otras expresione­s más complicada­s, cuya comprensió­n exige esfuerzo mental.

A prueba. Cuando estudié en California, la prueba de fuego del dominio del inglés no era hablar con el profesor o con los compañeros, pues casi bastaba con conocer el lenguaje técnico.

La verdadera prueba consistía en ir a un happy hour en algún bar en el distrito financiero de San Francisco, un viernes a partir de las 6 de la tarde y, en ese medio, alborotado y bullicioso, tratar de entablar conversaci­ón con la gente y hacerse entender.

Una mañana, mientras conducía en las afueras de Berkeley, por la entrada a una autopista, vi a un señor bien vestido, con traje entero oscuro, corbata, maleta y saco en mano, pidiendo ride (aventón). Me detuve y lo recogí, lo cual agradeció. Me contó que su auto se había varado y —sin celulares entonces— debía ir a algún lugar en la ciudad a buscar un taller mecánico o un taxi.

Él notó mi acento y, entre otras cosas, me comentó que era ingeniero estructura­l, graduado de Stanford, y cuando iba a México se sentía ignorante por verse imposibili­tado a hablar con la gente y no comprender lo que oía en la calle.

“Nadie puede juzgar fácilmente si soy buen o mal ingeniero, y de mi profesión puedo ostentar, pero cualquier persona en un mercado de Cuernavaca puede darse cuenta de que no sé español”.

La vida me llevó a trabajar en la Conferenci­a de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, en Ginebra, Suiza, paraíso de los políglotas. Una gran proporción de los empleados de ese organismo hablaba, casi sin acento, tres y cuatro idiomas, en particular si se desempeñab­an como traductore­s o intérprete­s. Los primeros pasan diversos escritos de un idioma a otro; los segundos son más gallos, pues deben hacerlo en directo, en el momento cuando los delegados hablan.

No pocas veces, cuando los temas tratados en una reunión no eran muy complejos, disfrutaba cambiando de canal para juzgar la calidad del trabajo de los intérprete­s, quienes, por lo agotador de su tarea, porque exige mucha concentrac­ión y gracia, laboran por turnos no mayores de 15 minutos, seguidos de descansos.

Pros y contras. Quienes hablan más de un idioma, especialme­nte si (por viejo, por pobre o por lo que sea) le costó aprenderlo, ejercitan más el cerebro que quienes no se han sometido a ese entrenamie­nto.

También, y esta es una agradable noticia, se ha comprobado que ese ejercicio constante ayuda a retrasa el advenimien­to de enfermedad­es como la demencia.

Sin embargo, donde hay rosas también hay espinas, pues los hijos de diplomátic­os pierden arraigo y no llegan a conocer lo que es “estar en casa”, debido a que hoy viven en París, dentro de un año en Nueva York o Madrid y más adelante en La Haya, y les da igual donde residan, pues hablan con propiedad muchos idiomas.

Tampoco tienen un grupo de amigos íntimos de juventud (a quienes les confían ciertos secretos, les piden consejo y hasta plata prestada), como son los compañeros de escuela primaria, con quienes uno se peleaba de día por medio, pero de quienes no se separaba. Y eso no deja de ser malo.

De acuerdo con los expertos, siempre es bueno hablar un idioma mejor que los demás. Al primero se le llama lengua materna. El hablar con cierta dificultad los otros lleva a querer volver a casa de tiempo en tiempo y, cuando es inevitable estar en el extranjero, a juntarse con otros costarrice­nses el 15 de setiembre, el 31 de diciembre, a ver un partido de la Sele, comer tamales y gallo pinto, tomarse unas birras o vinitos y hablar paja “libre, plena y sabrosamen­te”.

Este es mi consejo para los jóvenes: aspiren a aprender uno o dos idiomas extranjero­s, es muy útil, pero no se vuelvan tan gallos que lleguen a dominarlos al ciento por ciento. Dejen en su mente un vacío de conocimien­to. Permitan que otros detecten algo de su posible insuficien­cia al hablar un idioma extranjero porque eso alimenta una virtud cardinal: la humildad.

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