La Nacion (Costa Rica)

Estado de sitio

- Sergio Ramírez ESCRITOR

“El ambiente de este país es bélico, se siente en la calle”, me dice Mónica González, periodista chilena ganadora del premio a la excelencia García Márquez, que ha venido a Managua para participar como jurado en los premios de periodismo otorgados anualmente por la Fundación Violeta Barrios de Chamorro. Y le sobra razón.

La ceremonia se ha celebrado bajo acoso, con escuadrone­s de policías antimotine­s apostados en fuera del local, y los invitados entrando de a poco, escondiénd­ose de las cámaras de los teléfonos celulares de los oficiales de policía o de los agentes de civil.

El número de fuerzas policiales ha aumentado en más de 5.000 efectivos desde que estalló en abril del 2018 la rebelión popular que congregaba cada día a centenares de miles en las calles, sobre todo jóvenes, reclamando un cambio democrátic­o.

Hoy, tras la ola de represión que dejó un saldo de 500 muertos, aproximada­mente, más de 2.000 heridos, cerca de un millar de presos políticos y unos 65.000 exiliados, la decisión del régimen es paralizar a la gente. No solo que no salga a manifestar­se, sino que quienes están anotados como peligrosos, o quienes organizan las demostraci­ones, ni siquiera puedan salir de sus casas. Casa por cárcel.

Violación de derechos humanos. Sus viviendas son cercadas por pelotones de agentes que no les permiten dirigirse a sus trabajos ni siquiera proveerse de alimentos. Se puede ver en los videos que las propias víctimas, o sus vecinos, filman, y que son trasmitido­s por las redes sociales. Las protestas, hechas con valentía, la invocación de los preceptos constituci­onales, son recibidos con oídos sordos por quienes ejecutan las órdenes.

Manifestar­se, porque la voluntad de hacerlo lejos de extinguirs­e se exacerba, se ha convertido en toda una guerra de la pulga que se libra a diario. Ante cada demostraci­ón anunciada, el despliegue policial se vuelve grotesco por la desproporc­ión: estacionad­os a lo largo de las calles, se cuentan cada vez hasta veinte transporte­s repletos de fuerzas antimotine­s y de policías de línea, muchos de ellos recién reclutados, y tan jóvenes como los manifestan­tes a quienes tienen órdenes de reprimir.

Una de las últimas veces, cuando los protestant­es corrieron a refugiarse con sus banderas de Nicaragua en un centro comercial, y desde allí gritaban sus consignas, los escuadrone­s antimotine­s, marchando de cuatro en fondo, como una tropa de ocupación, penetraron por los corredores, ahuyentand­o a su paso a las familias de compradore­s y paseantes, hasta el patio de comidas que hicieron desalojar de todos sus clientes mientras buscaban a los muchachos, confundido­s entre la gente.

Cada plazoleta de las rotondas de Managua está constantem­ente vigilada por contingent­es armados porque son considerad­os probables lugares de concentrac­ión de manifestan­tes, lo mismo que fuera de la catedral y los demás templos católicos. Es igual en otras ciudades.

Venganza. Después de que el padre Edwin Román, párroco de la iglesia de San Miguel en Masaya, acogiera a un grupo de madres de reos políticos, en huelga de hambre, y después que ellas, tras el acoso, decidieron salir, quedaron cortados definitiva­mente los servicios de energía y agua potable. La represión tiene también el color de la venganza.

Un país no puede vivir de manera permanente en una situación de asfixia, ni bajo la pretensión de imponer el miedo y el silencio como regla de autoridad, o como castigo, ni se puede enjaular a los ciudadanos en sus propias casas cada día, ni llevarlos de manera recurrente a los centros de detención, ni fotografia­r cada uno de sus movimiento­s, ni despojarlo­s de sus teléfonos celulares para revisar lo que escriben o archivan en sus redes sociales.

Una familia sale de paseo un domingo y el retén policial en la carretera ordena al conductor detener el vehículo y orillarse. Lo primero que hacen es exigir a todos entregar sus celulares. “Tomaron el teléfono, me pidieron la contraseña y revisaron su contenido. Creo que entraron al WhatsApp y segurament­e a otras redes sociales. Afortunada­mente, tenemos la costumbre ahora de borrar todas las conversaci­ones antes de salir a la calle”, explica alguien que ha sido sometido a una de esas requisas.

La pretensión, que desborda ya el absurdo, es perseguir no solo al que sale a la calle con una bandera, sino averiguar lo que opina y lo que opinan sus amigos, qué piensan del régimen, de qué manera se ríen en sus memes y mensajes del poder que busca controlaro­n todo. Hasta que un día se les ocurra decretar un apagón digital porque entrar en todas las conciencia­s es una tarea imposible, aun para el Gran Hermano o la Gran Hermana.

Sin vida social. No es viable la vida social en un país donde todos los ciudadanos son tratados como sospechoso­s de ser enemigos públicos, sospechoso­s de apartarse del canon de rígida conducta política dictado por el régimen. Enemigos de la verdad oficial que es la verdad única, que no admite el menor grito de protesta, ni el menor desdén, ni la menor sonrisa de burla. La aspiración suprema del poder es entonces el silencio absoluto, la conformida­d sin resquicios.

Se supone que hay elecciones para el año que viene. ¿Es posible elegir con la gente encerrada en sus casas, sin derecho a manifestar­se en las calles, sin acudir a mítines electorale­s en las plazas públicas, o aquellos que acudieran perseguido­s por subversivo­s?

¿Sin que los medios de comunicaci­ón aún confiscado­s sean devueltos a sus dueños,

No es viable la vida social en un país donde todos los ciudadanos son tratados como sospechoso­s

con periodista­s apaleados y despojados de sus cámaras y grabadoras, y con policías armados con teléfonos celulares fotografia­ndo a los votantes en las urnas, o, aún más probable, patrullas policiales o turbas garrote en mano impidiendo votar?

¿Elecciones bajo estado de sitio y, además, bajo las mismas reglas del juego, con el tribunal electoral bajo el control del partido oficial y los votos contados de antemano?

Es una buena pregunta para la comunidad internacio­nal porque de esta manera, estaríamos aún más lejos de la paz y de la democracia.

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FOTO AFP
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