Derecho en momentos de necesidad
NCarlos Arguedas o más arribar a nuestro suelo la pandemia, una onda de revisión de normas jurídicas ha recorrido casi a diario el sistema jurídico con la agudeza de un escalofrío.
El fenómeno es propio de un Estado de derecho que funciona en alto grado. El derecho, por regla general, está concebido para operar en condiciones de normalidad, de modo que propicie un orden social previsible y estable para que, entre otras cosas, sea posible ponderar anticipadamente a largo plazo los contenidos legítimos y los límites insalvables del ejercicio del poder público o las consecuencias jurídicas de nuestras acciones y las de los demás.
Cuando la normalidad se disuelve a causa de circunstancias adversas, como las modernas, el derecho, no obstante, ha de seguir funcionando, pero ya no puede ser lo mismo o hacerlo de la misma manera: hay que adecuarlo para que siga sirviendo a las necesidades extraordinarias y a los intereses de la colectividad.
Los dos actores de este esfuerzo de adecuación normativa son los poderes Legislativo y Ejecutivo. En cuanto al primero, a veces tan díscolo, hay que admitir que de consuno con el otro ha actuado con encomiable enjundia, aunque —piensan algunos— quizá no siempre con acierto. Eso ya lo veremos.
La adecuación legislativa del derecho a los imperativos de este tiempo y las circunstancias es, en muchos casos, un requisito ineludible en vista de la reserva de ley, por un lado, y de la preferencia de ley, por otro.
En ciertos casos, la Constitución demanda que sea la ley, y solo ella, la que configure ab initio el régimen jurídico. En otros, es el legislador quien decide que sea la ley la que lo legitime y regule, en ocasiones hasta en detalles nimios (lo que fácilmente conduce a la malpraxis legislativa).
De ahí que la Asamblea Legislativa emprendió muy pronto la complicada tarea de adecuación de la ley a las necesidades actuales, y está dando origen a un orden jurídico transitorio o intertemporal, a cuyo término recuperará vigor el orden de la normalidad.
Para llevar a cabo esa labor con diligencia, ha sido necesario, por lo visto, flexibilizar los procedimientos: por ejemplo, los legisladores se han abstenido de incursionar en el campo del control preventivo de constitucionalidad.
Se comprende que así sea, con independencia de si esta abstención crea en ciertos casos una condición de precariedad constitucional de las leyes, cosa que —dicho sea sin irreverencia— a la postre podría carecer de interés práctico.
Lo que se comprende menos es que, al amparo de esta legislación transitoria de urgencia, podrían prosperar otros proyectos de ley que carecen de un carácter similar; para tiempos de normalidad, con vocación de permanencia o de perpetuidad, requeridos de trámite pausado e intensamente participativo y publicitado, cuyo diseño puede esperar con ventaja a que se aclaren los nublados del día. producto de un contrato que otorgó derechos subjetivos de contenido patrimonial al arrendador, la única forma de modificar la situación sería que el Estado declarara lesivo para el interés público los contratos y luego solicitara a un tribunal contencioso-administrativo la anulación.
Sin embargo, en este caso, el arrendador, de conformidad con el artículo 194.3 de la Ley General de la Administración Pública, tendría derecho a ser resarcido por los daños y perjuicios que sufra debido a moratoria, lo cual significa que, a final de cuentas, le saldría mucho más oneroso al Estado. Se trata de una indemnización por acto legislativo.
Los diputados deben tomar en cuenta los aspectos señalados para evitar incurrir en situaciones de abierta inconstitucionalidad.
Lo más sensato es que la ley se circunscriba a que las partes negocien el pago de los alquileres durante el período que dure la crisis sanitaria.
LLuis Mesalles a política de confinamiento parece haber funcionado muy bien desde el punto de vista sanitario. El número de contagios se ha mantenido bajo. Las regañadas del ministro de Salud y lo obedientes que hemos sido la mayoría de los costarricenses han surtido efecto.
Sin embargo, está claro que el impacto en la economía es grande. Son cientos de miles de costarricenses quienes han perdido el trabajo.
El gobierno está tratando de ayudar a algunos de los nuevos desempleados, pero, como no tiene plata, debe buscar cómo lo financia. Recordemos que el año pasado el déficit fiscal fue un 7 % del PIB y la deuda llegó a casi el 60 %.
Ha reducido un poco algunos gastos. Dice que no puede hacer más, aunque la contralora opina lo contrario. El gobierno se inclina más por aumentar impuestos. Por ahí es difícil que logre mucho debido a la caída abrupta de la actividad económica. Si la gente no devenga salario ni gasta, y las empresas no tienen ganancias, Hacienda no recaudará impuestos.
La otra opción es endeudarse. Pero eso también tiene un límite. Si las políticas de confinamiento duran mucho tiempo, llegará un momento en que el gobierno no conseguirá quién le preste más dinero para mantener el programa de ayudas y podría ser que ni para pagar los gastos adicionales en salud que demanda la pandemia.
Los trabajadores (asalariados e independientes) tampoco aguantarán mucho tiempo sin ingresos. La ayuda ofrecida por el gobierno cubre apenas una tercera parte del salario mínimo. De un problema de salud, se ha pasado a uno económico, y rápidamente podríamos estar en uno social.
En razón de lo anterior, la administración debe incorporar en su árbol de decisiones los efectos económicos de las medidas sanitarias que está tomando. Debe ir pensando en una estrategia para relajar, poco a poco, las políticas de confinamiento.
Algunos países lo han hecho y, al mismo tiempo, han aumentado la cantidad de pruebas realizadas.
Lo anterior, acompañado de un comportamiento responsable de la población, podría permitir restablecer la actividad económica sin que la enfermedad se propague muy rápido.
Es un acto de equilibrio, de estira y encoge, nada fácil, sin que exista receta única. Pero el gobierno debe actuar lo más pronto posible y de manera decidida.
Los legisladores se han abstenido de incursionar en el campo del control preventivo de constitucionalidad