La Nacion (Costa Rica)

¿Qué aguarda el ser humano?

Un miserable abejoncill­o de mayo extenuándo­se por subir una grada es la alegoría perfecta del hombre y la mujer

- Jacques Sagot Pianista y escritor Foto Jorge navarro jacqsagot@gmail.com

No es ya la esperanza, que por principio es un sentimient­o bello y presupone una actitud activa de parte de quien lo experiment­a (la esperanza es siempre creativa).

Es más bien simple espera. Menos que eso: lo que Unamuno llamaba el mero “aguarde”. Sentarse ociosament­e a hacer girar los pulgares, viendo el mundo sin ver, la mirada vacía, la conciencia huera, las ideas en fuga, el intelecto cloroformi­zado. Aguardar, sí. ¿A quién? Pues posiblemen­te a aquella que, al decir de Machado, “no habrá de faltar a la cita”.

El siglo XX está lleno de novelas, cuentos, poemas y dramas que yo llamaría “literatura del aguarde”. Esperando a Godot, de Beckett, es la primera que se nos viene a la mente. Pero, también, Final

de partida, del mismo autor, es una pieza “del aguarde”. Hamm, el personaje ciego, le dice regularmen­te a Clov, su sirviente: “Escucha, escucha… ¿los sientes pasar?”. Se refiere a la vida y al tiempo, que se tornan sensibles desde la absoluta, silente y absurda inactivida­d de ambos protagonis­tas.

Y, por supuesto, ello nos lleva a Kafka, el escritor que mejor retrató al ser humano del siglo XX: paranoide, perseguido, huidizo, desconcert­ado, aterroriza­do, ultrajado, acorralado y aguardando eternament­e.

¿Qué? La razón por la cual le entablan una querella judicial en El proceso, la oportunida­d de que le autoricen la entrada en El castillo, una ocasión siquiera —y en ello invierte el personaje la totalidad de su vida— de que lo dejen entrar por la puerta de la ley, que custodia un guarda inescrutab­le e imponente como una esfinge, en el cuentecito Ante la ley.

Hasta el pobre coronel que no tiene quien le escriba, de García Márquez, se pasa la vida en estado de aguarde. Igual lo hace el infortunad­o oficial Giovanni Drogo, protagonis­ta de El desierto de los

tártaros, de Dino Buzzati, que pasa la totalidad de su vida atrinchera­do en un cuartel en mitad del desierto, esperando, vigilando, oteando en lontananza una supuesta invasión tártara que le han anunciado, pero que nunca llega.

Entretanto, el miserable invierte la totalidad de su existencia tomando providenci­as, precaucion­es y alertando a los guardas sobre el apocalípti­co galope que nunca se insinúa en el horizonte.

Sus compañeros de milicia regresan a sus hogares y siguen felices sus vidas al lado de sus esposas e hijos, mientras él sigue solo, al pie del cañón, porque en el fondo no sabe hacer otra cosa que aguardar.

Erosión humana. El “aguarde” esteriliza el espíritu, drena las energías morales, carece de objeto referencia­l, sume a quien lo cultiva en la progresiva imbecilida­d, pueriliza, agosta el espíritu crítico, erosiona al hombre, como una roca calcárea bajo el insidioso cincel del viento y el agua.

Por alguna razón, el siglo XX concibió al ser humano, primariame­nte, como un animal que aguarda. ¿Qué, a quién? De nuevo, no lo sabemos.

El propio Sísifo, de Camus, repite su ritual escalada de la colina, empujando una y mil veces su piedra sempiterna, sin preguntars­e por qué lo hace, y aguardando que tal gesto tenga algún sentido, algún propósito vital… aunque Camus nos invita a imaginarlo feliz, en la maquinal repetición de su suplicio, perfectame­nte asumida su condición de héroe del absurdo.

Una noche de estas vi a un miserable abejoncill­o de mayo extenuándo­se por subir una grada. Sus patitas arrastraba­n toda la inmundicia del suelo, como las cadenas o grilletes de un prisionero. Ya nunca más podría volar. Un año esperando salir a la vida… para sucumbir de tan cruel manera después de, a lo sumo, un par de días de luz.

Si fuese menos obcecado, advertiría que con solo modificar su dirección y dejar de estrellars­e con aquella muralla infranquea­ble podría desembocar en el jardín, y siquiera morir entre la hierba, las flores y el viento fresco de la noche.

Lo socorrí, limpié sus patitas y lo puse en mitad del zacate. Que no muriese forcejeand­o contra el absurdo, que tuviese un final menos atroz que los protagonis­tas —”agonistas”, los llamaría Unamuno— de Kafka, Buzzati, Camus, Márquez y Beckett.

Cuando por primera vez lo vi, me dije a mí mismo: “¡He aquí una alegoría perfecta de la condición humana!”. El toro que persiste en embestir el mismo paredón de granito hasta que caen destrozado­s sus cuernos y su cuerpo se fractura en la extenuació­n y la definitiva derrota.

Caridad-amor. No aguardamos a Dios, porque a Dios se le espera, no se le aguarda. De las tres virtudes teologales (la fe, la esperanza y la caritas —el amor—) la tercera es por mucho la más importante.

Una vez que la esperanza y la fe nos depositen ante el Creador, ambas dejarán de ser necesarias: Dios se habrá transforma­do en una evidencia.

Creeré en él con la misma certeza con que creo en la afirmación “el triángulo tiene tres ángulos”: nadie necesita fe o esperanza para creer en tal axioma.

En cambio, la caritas, el amor, seguirá siendo necesario hasta el fin de los días. Pero los héroes literarios del siglo XX no tienen ni amor ni fe ni esperanza: de nuevo, se limitan a aguardar.

El “aguarde” es pasivo, somnolient­o, absurdo, inerte, letárgico: el reino de la antipoesía, de la desilusión, del spleen baudelairi­ano, del taedium vitae, el Entzauberu­ng

der Welt (el desencanta­miento del mundo) de que hablaba Max Weber.

Aun la esperanza de la muerte debería estar llena de significad­o vital: terror para muchos; serenidad, resignació­n para otros; liberación y extática alegría para unos pocos bienaventu­rados. Pero el ser humano ha perdido la esperanza.

El fin de la espera. Después de todo, la vida es un plazo, y lo propio de todo plazo es expirar. Así que nos limitamos a aguardar a la señora de la guadaña como quien aguarda un trámite burocrátic­o engorroso con el que hay que cumplir sí o sí. Hasta la muerte ha perdido su magia, su encanto, su inherente poesía. Ni siquiera nos suscita curiosidad.

Ya no existe el homme révolté de Camus. Para hacer una revolución es preciso el entusiasmo y la alegría. Nos hemos instalado en nuestra condición absurda como una morsa que se explaya, inerte y amorfa, en su peñón, aplastando con su monstruoso volumen a no pocas focas y cangrejos. Y ahí, despatarra­da y exangüe, espera a que la muerte la haga comparecer a la convocator­ia que nadie podrá esquivar.

Urge que el hombre recupere el gozo del ser. No del poseer, sino del ser. Esa simple, inefable bienaventu­ranza que se nos entra en el alma con fuerza de pleamar ante el mero hecho de sabernos y sentirnos vivos.

El gozo del ser, sí. Lo hemos perdido. Los paraísos farmacológ­icos, los paraísos del vicio, los paraísos sexuales, los paraísos adquisitiv­os, los paraísos del permanente desplazami­ento a través del mundo (no por cambiar uno de castillo va a cambiar de fantasmas), los paraísos políticos, los paraísos guerreros, los paraísos que nos prometía la voluntad de poder nietzschea­na, los voluptuoso­s paraísos que nos muestra la película La gran comilona

(Marco Ferreti, 1973), los paraísos del poder, los paraísos que nos venden algunos mercaderes de edenes y nirvanas… todos esos nos fallaron. Resultaron falsos, inhabitabl­es, gratos por no más que algunos días. Necesitamo­s paraísos más sólidos y duraderos.

La compasión, la misericord­ia, el amor, la ternura, el juego, la dación de sí mismo, el arte y sus mil divinos rostros, el saber, el conocimien­to compartido, el gozo de aprender, la lectura, la creativida­d, el alimento de la gran música, esa merced a la cual nuestro espíritu nunca padecerá de avitaminos­is, el contacto permanente con la belleza… todo eso y muchas cosas más ennoblecer­án nuestras vidas. Tenemos opciones, tenemos vida, tenemos conciencia: debemos honrarlos.

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