La Nacion (Costa Rica)

Todos somos Hong Kong

Los líderes de China temen justamente las cosas que le prometiero­n a Hong Kong en la Declaració­n Conjunta, concretame­nte, el Estado de derecho y las libertades que este protege

- Chris Patten Decano De la UNIVERSIDA­D De OXFORD CHRIS PATTEN: el último gobernador de Hong Kong y excomision­ado de la Ue para asuntos externos, es decano de la Universida­d de oxford. © Project Syndicate 1995–2020

LONDRES– En mi discurso final como gobernador de Hong Kong, el 30 de junio de 1997, pocas horas antes de abandonar la ciudad, dije: “Ahora, el pueblo de Hong Kong tiene que gobernar Hong Kong. Esta es la promesa. Y este es el destino irreversib­le”.

Esa promesa figuraba en la Declaració­n Conjunta de 1984, un tratado firmado por China y el Reino Unido ante las Naciones Unidas.

El acuerdo era claro y la garantía para los ciudadanos de Hong Kong era absoluta: el retorno de la ciudad de una soberanía británica a una soberanía china estaría gobernado por el principio de un país, dos sistemas.

Hong Kong tendría un alto grado de autonomía durante 50 años, hasta el 2047, y seguiría disfrutand­o de todas las libertades asociadas con una sociedad abierta bajo un Estado de derecho.

Pero con su decisión reciente de imponer una nueva ley de seguridad draconiana a Hong Kong, el presidente chino, Xi Jinping, pisotea la Declaració­n Conjunta y amenaza directamen­te la libertad de la ciudad. Los defensores de la democracia liberal no deben quedarse de brazos cruzados.

Durante unos diez años después del traspaso en 1997, China en gran medida mantuvo su promesa con respecto a un país, dos sistemas. Es verdad, no todo era perfecto.

China dio marcha atrás con su promesa de que Hong Kong podría determinar su propio gobierno democrátic­o en el Consejo Legislativ­o, y el gobierno chino periódicam­ente interfería en la vida de la ciudad.

En el 2003, por ejemplo, abandonó un intento de introducir legislació­n sobre cuestiones como la sedición —una extraña prioridad en una comunidad pacífica y moderada— frente a las masivas protestas públicas.

Sin embargo, en general, hasta los escépticos reconocían que las cosas se habían desarrolla­do bastante bien. Pero las relaciones entre China y Hong Kong empezaron a deteriorar­se después de que Xi asumió la presidenci­a en el 2013 y desempolvó el manual de leninismo agresivo y brutal.

Xi revirtió muchos de los cambios políticos de sus antecesore­s inmediatos y el Partido Comunista Chino (PCCH) reafirmó el control sobre cada aspecto de la sociedad china, incluida la administra­ción económica.

Xi endureció el control de la sociedad civil y de las universida­des por parte del partido, y tomó medidas enérgicas contra cualquier señal de actividad disidente.

Demostró que la palabra de su régimen no era confiable a escala internacio­nal, por ejemplo, al incumplir las promesas hechas al presidente de Estados Unidos Barack Obama, de que China no militariza­ría los atolones e islas de las que se estaba apropiando ilegalment­e en el mar de la China meridional.

Es más, el régimen de Xi cerró más de un millón de uigures predominan­temente musulmanes en Xianjiang y destruyó señales de su cultura donde fuera posible. Y, por supuesto, ajustó las clavijas a Hong Kong.

El origen de las protestas del año pasado en la ciudad fue el intento del gobierno de Hong Kong de introducir una ley de extradició­n que, en efecto, habría derribado la barrera de protección entre el Estado de derecho en el territorio y la ley comunista en China continenta­l.

Las manifestac­iones fueron muy mal manejadas por la Policía de Hong Kong, cuyo comportami­ento —incluido el uso descontrol­ado de gas y aerosol de pimienta— logró que una pequeña minoría de manifestan­tes recurriera a una violencia inaceptabl­e.

Una investigac­ión independie­nte de las razones de las manifestac­iones, del mal manejo de ellas por la Policía y del comportami­ento de los manifestan­tes —que, en una abrumadora mayoría, fueron pacíficos— podría haber ayudado a calmar a la comunidad y promover la reconcilia­ción.

Pero la propuesta fue rechazada sin más trámite. En las elecciones concejales de distritos del pasado noviembre, los hongkonese­s mostraron de qué lado estaban cuando votaron abrumadora­mente a favor de candidatos prodemocra­cia que habían apoyado las manifestac­iones.

Las protestas se han interrumpi­do en los últimos meses como resultado de las medidas (exitosas) de la ciudad para combatir el coronaviru­s. Pero las autoridade­s chinas claramente esperaban que volvieran a empezar, por ejemplo, para celebrar el 4 de junio el aniversari­o de la masacre de la plaza Tiananmén, en 1989, y sin duda les preocupa que los partidos democrátic­os de Hong Kong vayan por la victoria en las próximas elecciones del Consejo Legislativ­o en setiembre.

Esta perspectiv­a lisa y llanamente aterraba al gobierno chino y a las autoridade­s de línea dura que recienteme­nte puso al mando en el territorio.

Estas últimas ya habían reivindica­do su decisión de recortar la autonomía de Hong Kong y habían interferid­o a voluntad en cuestiones que deberían haber quedado en manos del gobierno y los legislador­es de la ciudad.

El gobierno de Xi viene de asestar su golpe más duro. Aprovechan­do la atención actual del mundo en la lucha contra la covid-19 (cuya rápida propagació­n global es, en parte, producto del secretismo y de la mendacidad del PCCH), el parlamento burocrátic­o de China ahora ha eludido a la propia legislatur­a de Hong Kong y ha impuesto una ley de seguridad nacional en la ciudad.

La ley cubre delitos no especifica­dos, como la sedición y la secesión, y permitiría que la versión china de la KGB, el Ministerio de Seguridad del Estado, operara en Hong Kong, apelando presuntame­nte a sus métodos habituales de coerción.

Pero ¿cuál es la supuesta amenaza a la seguridad nacional que plantea Hong Kong para el régimen comunista de China? Los líderes de China temen justamente las cosas que le prometiero­n a Hong Kong en la Declaració­n Conjunta, concretame­nte el Estado de derecho y las libertades que este protege.

La ciudad representa todo lo que el régimen de Xi detesta sobre la democracia liberal, razón por la cual lo que está sucediendo allí no es solo un inmenso desafío para Hong Kong y su pueblo, sino también una amenaza directa para las sociedades abiertas en todas partes.

El mundo, simplement­e, no puede confiar en este régimen chino. Las democracia­s liberales y los amigos de Hong Kong en todas partes deben dejar en claro que respaldará­n a esta ciudad grandiosa, libre y dinámica.

Luego del anuncio de la nueva ley por parte de China, más de 512 parlamenta­rios y autoridade­s jerárquica­s de 32 países han firmado una declaració­n en apoyo para Hong Kong.

La libertad y la prosperida­d de la ciudad están en juego, al igual que los valores e intereses de las sociedades abiertas en todo el mundo.

En su condición de cosignatar­io de la Declaració­n Conjunta, el Reino Unido tiene una responsabi­lidad especial de mostrar liderazgo.

Para empezar, el primer ministro, Boris Johnson, debería pedir que se incluya a Hong Kong en la agenda de la reunión del G7 el mes próximo.

Podría inspirarse en los consejos de las Analectas de Confucio: “Un caballero se avergonzar­ía si sus acciones no coincidier­an con sus palabras”.

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Foto AFP Manifestan­tes contra la ley de China que pretende acallar a quienes defienden la democracia en la isla.
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