El llamado de la tribu
Si los demócratas no aprenden rápidamente a contrarrestar las claves de la política identitaria, habrá celebraciones en Cracker Barrel en noviembre
LONDRES– ¿Por qué toman los políticos las decisiones que toman? ¿Y por qué luego los votantes deciden apoyarlos? Una posible respuesta es que los electores prefieren a políticos cuyos principios comparten y reeligen a quienes promueven dichos principios durante el desempeño de sus funciones.
Otra alternativa es que los electores apoyan a los políticos que defienden sus intereses económicos o de otro tipo, y que cuando esos representantes ya no lo hacen, dejan de votar por ellos.
Estos modelos sencillos e intuitivos ocupan el centro de la economía política moderna. No obstante, parecen inútiles a la hora de explicar la política de hoy, especialmente cuando se trata de los conservadores en Estados Unidos.
Examinemos las posturas con respecto a los déficits fiscales en dicho país durante los últimos doce años. A finales del 2008, cuando el mundo enfrentaba la que entonces era la peor crisis económica desde la Gran Depresión, los asesores del presidente Barack Obama deseaban un estímulo fiscal de $1.800 billones, aunque creían que la cifra era utópica, pese a que su partido controlaba las dos Cámaras del Congreso.
El gobierno finalmente solicitó un estímulo de $1.200 billones, y el Congreso aprobó un paquete por $787.000 millones.
Este estímulo resultó tremendamente impopular entre los conservadores estadounidenses. Según dijo John Cassidy en la revista
The New Yorker en el 2014, “los republicanos, casi en su totalidad, describen la (...) Ley de Recuperación y Reinversión de Estados Unidos promulgada en el 2009 como un fracaso total”.
Sin embargo, en marzo del 2020, con Donald Trump en la Casa Blanca y la covid-19 en todas partes, el Congreso aprobó un paquete de rescate de $2.200 billones, el primero de varios. El Senado votó 96-0 por la medida, con todos los republicanos a su favor.
El estímulo de Trump es mucho más grande que el de Obama y, a diferencia del paquete del 2008, se desembolsará en un año en lugar de dos.
En el 2009, el déficit presupuestario federal alcanzó $1.400 billones. Hoy, la Oficina de Presupuestos del Congreso de Estados Unidos proyecta que llegará a $3.700 billones en el 2020, con lo cual la deuda pública federal superará el 100 % del PIB por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial.
Pero en la actualidad no hay ningún conservador que proteste contra el exceso de gasto del gobierno o los elevados
déficits, y menos aún que llame a la austeridad. ¿Por qué? Porque el estímulo frente a la pandemia fue un proyecto de ley republicano, promulgado por un presidente republicano.
Esta dinámica no se limita exclusivamente a la política presupuestaria. Como lo muestra Ezra Klein en su libro
Why We’re Polarized (Porqué
estamos polarizados), los debates en Estados Unidos respecto al llamado mandato individual —la obligación impuesta por el gobierno de que todos deben adquirir un seguro médico— han seguido un patrón semejante en las décadas recientes.
La idea de un mandato individual fue propuesta primero por el economista conservador Milton Friedman y adoptada a principios de la década de los noventa por poderosos senadores republicanos, entre ellos el entonces líder de la minoría, Bob Dole. Fue el entonces gobernador de Massachusetts, Mitt Romney, también republicano, quien primero aplicó el modelo en el 2006.
El hecho de que Friedman y los republicanos pro mercado libre apoyaran una obligación impuesta por el gobierno es menos sorprendente de lo que parece. Si adquirir un seguro médico es completamente optativo, entonces los ricos y los sanos se excluirán para evitar tener que subvencionar indirectamente a quienes tienen bajos ingresos o una mayor probabilidad de enfermar.
El precio de las pólizas de seguro será alto para quienes lo contraten, los muy pobres probablemente terminarán sin seguro, y muchos más solo con un seguro insuficiente.
Por lo tanto, en última instancia, la única forma de lograr que funcione un mercado de seguros médicos es forzar la participación de todos.
Los conservadores deberían preferir este enfoque al de un sistema tipo canadiense en el cual el gobierno se hace cargo de todos los costos, como también al de un servicio nacional de salud estilo británico, en el que el Estado presta los servicios y asume los gastos.
Un consenso pareció fácil de alcanzar. Habría bastado con que los republicanos pactaran con los demócratas que desean garantizar que todos tengan seguro médico (la mayoría), forjando así un amplio consenso entre los dos partidos que habría cambiado el curso de la política sanitaria en Estados Unidos.
Sin embargo, de acuerdo con Klein, bastó con que los demócratas adoptaran el mandato individual para que los republicanos se opusieran a la idea.
En julio del 2009, Obama manifestó su apoyo a esta política, luego de haber tenido dudas al principio, y la convirtió en el elemento clave de lo que posteriormente pasó a llamarse Obamacare. Ya en diciembre de ese año todos los senadores republicanos habían declarado que el mandato individual era “inconstitucional”, entre ellos los seis que previamente habían patrocinado un proyecto de ley que lo incluía.
Más tarde, la eliminación de Obamacare pasó a ser uno de los pilares centrales de la campaña presidencial de Trump en el 2016, y el sistema de atención de salud volverá a ser una significativa línea divisoria entre demócratas y republicanos en las elecciones presidenciales de noviembre.
Los repetidos cambios de opinión de los políticos republicanos acerca de los déficits presupuestarios y la atención de la salud revelan que ellos no se guían por principios.
Tampoco parece que se les pueda aplicar el modelo basado en los intereses: ¿Por qué habría de ser bueno para los votantes republicanos un enorme déficit fiscal hoy, pero no así durante la crisis del 2008?
Tienta llegar a la conclusión de que los políticos están volviéndose cada vez más corruptos y abiertamente dispuestos a mentir y engañar para conseguir sus propósitos. Pero ello no puede ser toda la verdad. Lo que los funcionarios corruptos desean por sobre todo es mantenerse en el poder, y si los electores objetaran esta conducta, dejarían de votar por ellos.
El hecho es que a muchos votantes no les importa que un político diga una cosa y luego haga otra, siempre y cuando sea su político, alguien con quien se identifican como miembro de su misma tribu.
Puesto que es difícil saber cuáles políticas funcionan y cuáles no, y aún más difícil determinar cuáles políticos mantendrán sus promesas, la mayor parte de los electores no espera dar con una respuesta por su propia cuenta. En lugar de ello, depositan su confianza en un líder que probablemente comparta sus valores y tome las decisiones que ellos habrían tomado si hubieran tenido suficiente información.
Entonces, cuando los líderes cambian el rumbo de sus políticas a medio camino, como repetidamente lo han hecho los republicanos, sus seguidores suponen que tuvieron razones de peso para hacerlo. El columnista del Financial
Times Simon Kuper lo expresa de modo acertado: “En un país dividido, la mayor parte de los partidarios de un político tolerarán la incompetencia (aunque cause la muerte del abuelo) antes de cambiarse de equipo”.
La política en Estados Unidos, y en otras partes del mundo, está volviéndose cada vez más tribal. Ello explica por qué en el 2016 Trump obtuvo solo el 22 % de los condados donde se encuentra el supermercado orgánico Whole Foods, mientras ganó en el 76 % de los condados donde se puede comer pan de maíz y pollo frito en un restaurant Cracker Barrel.
El tribalismo también explica el discurso en tono de guerra cultural y valórica que Trump pronunció el 3 de julio en Mount Rushmore.
Los republicanos comprenden bien las claves de la política identitaria. Es posible que ella vuelva a producir buenos resultados. Si los demócratas no aprenden rápidamente a contrarrestarla, habrá celebraciones en Cracker Barrel este noviembre.