Perfume y patología
La conocida novela de Patrick Süskind viene a cuento ahora que estamos en plena pandemia
a vida está llena de coincidencias. En nuestra lucha, cansina pero constante, contra el coronavirus, de careta en carretillo de enfermos y muertos,
de repente me topo con El
perfume, novela de un joven
alemán.
Un clásico contemporáneo, ¡traducido ya a 49 idiomas y con 20 millones de ejemplares vendidos. Relacionaré la obra literaria con esta pandemia —rayo que no cesa—, aparte de que, igual que en la obra, veo una dramática cola local.
La covid-19 es una enemiga criminal porque se esconde y transmuta. En lo personal, hasta llegué a asustarme la primera vez que leí sobre sus síntomas, como la falta de gusto y olfato.
Pues gusto, lo que ustedes llaman gusto, no tengo mucho, e ingiero alimentos cuatro veces al día más que nada por hambre. (Por lo demás y no lo de menos, me da gusto conversar con lectores aunque sean anónimos).
Pero charita, por lo que comparo en mi entorno, del lado del olfato tampoco he sido servido con demasía, en cambio, en la novela de Patrick Süskind ese sentido determina todo.
Estructura. No resulta relevante aquí si Jean-baptiste Grenouille, personaje principal, existió en el siglo XVIII o no; interesa más observar cómo el autor agarró ese hilo para construir una densa estructura novelesca. Por un lado, de manera muy atractiva, tragamos páginas; a partir de preciosas descripciones quedamos boquiabiertos con su despliegue de conocimiento sobre la perfumería, esa capacidad técnica de crear olores artificiales a base de flores.
Constituye un aliciente para recorrer con el protagonista etapas de producción y comercialización de esa producción, sobre todo en Francia, donde todavía representa una importantísima industria.
El viaje va, entre otros, por París, Montpellier y Grasse (estas últimas ciudades, por el Mediterráneo). ¡Me habría encantado acompañar al escritor en su periplo de estudio, en preparación de su exquisito relato! Y, de acuerdo, Süskind, “nuestra lengua no sirve para describir el mundo de los olores”.
Pero, por otro lado, de manera igualmente magistral y atractiva, el relato nos agarra por el pescuezo. En contraparte a la genialidad del protagonista, con su casi kilométrica sensibilidad para oler, trágicamente se nos va visualizando que este carece de olor corporal y, vinculado con ello, en realidad él padece una total incapacidad de amar. ¿Envidiable esa capacidad de no olvidar olores? ¡Pues no! Es como aquel memorioso de Borges, atrapado en su colosal memoria.
Paralelismo. A partir de esos dos ejes, el relato se ensambla de manera pulcra y maquiavélica, en un avanzar donde el narrador, en contra de la lógica del relato policíaco, a cada rato anuncia y da plazos respecto de consecuencias trágicas.
¡No, para nada: ello no va en desmedro del interés aquí y ahora de esa lectura! No faltan vínculos con lo nuestro, con alusiones a la histórica peste negra. El paralelo nos incita a pensar: “De la peste se podía huir, y en cambio no se podía escapar de este asesino”. ¡Hasta se evoca el tema de la máscara!
Bella, sin caer en lo edulcorada, la obra se presta además para el mundo pos-covid-19 que hemos de construir desde ya, entre todos; primero, a partir de una capacidad de diagnóstico y de actualización de nuestra percepción preconcebida, hacia la realidad actual. “Olores (que son) hedores” y aquello de vivir en “repugnante caldo colectivo”.
Por ello, dejemos tanta droga publicitaria, tanta imagen, para cultivar más lo que también tenemos: imaginación. Con proyección al futuro, volvamos a ver y sentir “el ovillo de aromas” y como “el mar olía como una vela hinchada”, todo en “la cocina sintetizadora de olores de (…) fantasía”.
Hermosos esas sinestesias: “El conjunto de olores era (…) como una orquesta de mil músicos” y ¿cómo generar “silencio olfativo”? Van pistas, va una aproximación, risible a veces, sobre la nariz, otras veces hasta filosófica respecto de ese quinto sentido que solemos ignorar.
Así llegamos, casi, a compenetrarnos con la personalidad trágica del sicópata. Sí, también aquel que, entre nosotros, tan patética y profesionalmente describió Rogelio Ramírez Cartín en La voz de los muertos, publicación independiente, del año pasado.
¡A leer la novela y ese estudio, si no queremos que se repitan ciertos platos! Sí, todo ello también en un país que se dice pacífico. Queda cada día más claro ese “pura vida” de película mexicana, hasta el cansancio repetido como propio, cantidad de veces esconde toda una manta de prejuicios y complejos.
Mas en tiempos de covid-19, esa cacareada “excepcionalidad” se diluye: vivimos en un solo planeta.
Demasiado simple y racista resulta ese “olor a santidad” con que algunos nos siguen calificando. Nos falta olfato para la autocrítica.
Avanzando en la realidad, como en la novela, el autor nos va descubriendo progresivamente la mente de un enfermo de esos, por ejemplo, en una sola página hasta seis veces vuelve el verbo “poseer”, con respecto a un perfume por conquistar sí, pero adherido a un cuerpo humano femenino.
No somos inmunes a lo que se describe. Con dolor pienso en la reciente víctima, una turista española.
Acaba de ser condenado el asesino y tengo ganas de gritarle por degenerado. Ignoro si hay alguna terapia.
En todo caso, la experiencia lo ha demostrado, nada productivos resultan ni la pena de muerte ni el castigo físico contra tal tipo de criminales.
De acuerdo, “la masculinidad tiene que sanarse” (así me lo resumió un amigo), pero tampoco sirve una feminidad rencorosa a causa de un pasado milenario.
Juntos, construyamos un mundo de respeto mutuo, precisamente dentro de diferencias y divergencias, en una naturaleza que esta vez protesta en un lenguaje inconfundible.