La Nacion (Costa Rica)

Aprender a caminar

- Carlos Arguedas R. carguedasr@dpilegal.com

Ahora pienso que caminar es mucho más que la acción continua de adelantar un pie y luego el otro, lo mismo que leer es mucho más que pasar la vista por lo escrito o lo impreso, haciéndose cargo de la significac­ión de los caracteres empleados: como lo dice de buena fe y con ingenuidad el diccionari­o.

Desde hace algunos años camino casi a diario como medio de resistirme al sedentaris­mo y su progenie de incontable­s males.

Sigo los pasos de tantos que a todas horas pueblan carreteras, calles y caminos, y a los que sin conocerlos miro con una mezcla de fraternida­d y respeto.

Pero caminar significa mucho más que eso. No lo sé por mi propia experienci­a, y lamento que así sea, sino por la ajena, con la que varias veces he tropezado, nunca mejor dicho, a lo largo del tiempo.

Arnold Toynbee, el historiado­r inglés, cuenta que en su juventud recorrió su “amada Grecia”, visitando cuidadosam­ente los restos de murallas, ciudades y templos de la era grecorroma­na, midiendo en términos de horas de viaje los territorio­s de las clásicas ciudades Estado, observando llanuras y montañas, labrantíos y campos de pastoreo, para intentar hallar dónde pudo asentarse el hombre y dónde no.

Esta experienci­a, agrega Toynbee, completó sustancial­mente su iniciación en las intimidade­s del mundo grecorroma­no, y para hacerlo empleó el mejor medio de transporte de que disponía, que eran sus propios pies.

Caminando, podía seguir auténticam­ente los pasos de sus admirados personajes griegos de la Antigüedad, que habían gustado, hasta los más eminentes, de andar a pie.

Caminar es también un medio de observar cosas que pasarían por nimias; cosas que, sin embargo, ayudan a percibir las peculiarid­ades y la diversidad de la cultura.

Joseph Roth observa, a este propósito, en alguna parte de La marcha Radetzky, a uno de sus personajes mientras este se baja del estribo de un tren. El personaje afecta, dice Roth, esos andares elásticos con los que muchos funcionari­os austríacos imitaban a su emperador.

Había una manera muy especial, que ya se ha perdido, de apearse de ferrocarri­les y de coches, de entrar en restaurant­es y edificios, de acercase a familiares y amigos: “Una especie de zancada que tal vez fuera consecuenc­ia de los estrechos pantalones que gastaban los caballeros y de las trabillas de goma con que a muchos de ellos les gustaba sujetarlos a las botas”, termina el novelista.

Más recienteme­nte, Amos Oz, que vivía en Jerusalén, recuerda que en su infancia fue pocas veces a Tel Aviv, donde, a su juicio, la ley de la gravedad era distinta.

En Tel Aviv, narra, se caminaba de otra manera: se saltaba, se flotaba, como un astronauta en la luna.

En Jerusalén se caminaba siempre como en un entierro, con extrema cautela: si levantáram­os el pie —dice—, sin tantear con cuidado el terreno, si nos precipitár­amos, al instante vendría alguien y nos quitaría ese pedazo de suelo. Pero en Tel Aviv, toda la ciudad era un saltamonte­s.

A resultas de relatos como estos y otros similares, cuando ahora camino, no importa por dónde ni por qué, estoy empeñado en aprender a hacerlo, a fin de recuperar todo el tiempo que he malgastado y perdido.

Caminar es mucho más que la acción continua de adelantar un pie y luego el otro

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