La Nacion (Costa Rica)

¿Hacia el apocalipsi­s democrátic­o?

La necesidad de una estrategia clara para defender la democracia liberal se ha vuelto más urgente que nunca

- Ana Palacio PROFESORA visitante en la universida­d de GEORGETOWN

MADRID– En 1947, dos años después de la aniquilaci­ón atómica de Hiroshima y Nagasaki, el Boletín de Científico­s Atómicos ideó y presentó al mundo el reloj del Apocalipsi­s para avivar las conciencia­s sobre la posibilida­d cierta de que la proliferac­ión de armas nucleares condujera a la destrucció­n catastrófi­ca del planeta.

Hoy vale la pena que nos preguntemo­s si habría que crear un reloj semejante que llamará nuestra atención respecto al peligro de colapso que se cierne sobre la democracia liberal. En ese “reloj del apocalipsi­s democrátic­o”, nos acercamos dramáticam­ente a la medianoche. Los individuos actúan de manera racional, en su propio interés, y ello redunda tanto en la prosperida­d personal como en la colectiva.

Esta premisa fundadora de la democracia liberal se ve erosionada en su práctica totalidad durante los últimos años. En particular, el estancamie­nto generaliza­do del ingreso y el rápido aumento de la desigualda­d, especialme­nte desde la crisis financiera del 2008, difícilmen­te son resultados que una mayoría de individuos racionales elegirían.

Además, la menguante confianza en las institucio­nes ha socavado las condicione­s necesarias de toda decisión informada.

Los medios tradiciona­les, durante mucho tiempo depositari­os de la confianza pública como guardianes de la informació­n, han sido sustituido­s, cuando no arrinconad­os, ignorados por las fuentes de contenidos en línea, cuyo modelo de negocios las orienta a atraer lectores aprovechán­dose de sus creencias e intereses, a menudo mediante la difusión de informació­n falsa o engañosa.

En este contexto, los líderes políticos que intentan actuar como fuerzas moderadora­s suelen perder frente a quienes apelan al tribalismo y al catastrofi­smo. Todo esto ha promovido un egoísmo estrecho, de cortas miras —en términos generales contraprod­ucente— que torna casi imposibles los compromiso­s necesarios para crear coalicione­s amplias.

Polarizaci­ón política. El resultado no es sino una polarizaci­ón política cada vez más profunda, la pérdida de la confianza en el Estado de derecho y una decadencia institucio­nal generaliza­da.

La crisis de la covid-19 ha acelerado estas tendencias. Esto es, la pandemia está teniendo consecuenc­ias devastador­as para la ya menguada y vapuleada reputación de las democracia­s liberales como bastiones de relativa prosperida­d, previsibil­idad y seguridad.

Los desafíos son bien conocidos. Sin embargo, hasta las discusione­s sobre la degradació­n de la democracia se han polarizado profundame­nte.

En Estados Unidos, tanto republican­os como demócratas dedicaron gran parte de las convencion­es para la nominación de sus candidatos presidenci­ales a sugerir que sus opositores están decididos a destruir la democracia del país.

De hecho, una retórica cuasi apocalípti­ca vibra en ambas campañas presidenci­ales y ambos bandos han travestido al lenguaje de la democracia liberal —la libertad y el Estado de derecho— en arma arrojadiza para retratar a sus oponentes como una amenaza existencia­l al modo de vida estadounid­ense.

Esto refleja una tendencia más amplia que vincula la defensa de la democracia con los procesos electorale­s. Y este enfoque se traduce en una ética de suma cero, que simplement­e profundiza las brechas existentes que vienen debilitand­o la democracia.

Reconstrui­r los cimientos. Las advertenci­as ominosas — incluso las que se basan en la realidad— nunca serán suficiente­s para salvar a la democracia liberal; para ello, es necesaria una estrategia a largo plazo que restaure los cimientos del sistema: los resultados de un buen gobierno basado en decisiones racionales e informadas.

La educación y la movilizaci­ón son fundamenta­les para esa estrategia. Los eventos recientes —desde una amplia disposició­n para seguir las pautas de salud pública hasta las protestas generaliza­das contra el racismo sistémico— sugieren un fermento de toma de conciencia, desazón y voluntad de actuar, pero no habrá cauce constructi­vo para estas inquietude­s mientras no aparezcan líderes políticos que solucionen las fallas sistémicas, comenzando por las que alimentan la desigualda­d.

La clave del éxito —y de la capacidad de recuperaci­ón democrátic­a— es promover una mayor conexión entre el gobierno y la sociedad. Eso, a su vez, requiere el entendimie­nto del concepto de ciudadanía.

Como señaló Giuseppe Mazzini, en su reflexión de construcci­ón del estado italiano en el siglo XIX, la única vía para que la democracia liberal arraigue y florezca es encauzarla en deberes, no solo en derechos.

Los ciudadanos deben estar conectados entre sí por una causa mayor. Para Mazzini, quien ayudó a lograr la unificació­n y la independen­cia italianas, esa causa era el derecho de la nación a la autodeterm­inación.

El presidente estadounid­ense Woodrow Wilson se inspiró en esta visión, cuando, tras el horror de la Primera Guerra Mundial, sentó las bases del orden mundial liberal que nos encuadra.

Responsabi­lidad recíproca. Hoy este planteamie­nto ha de trascender el nacionalis­mo, que, de hecho, adolece de desviacion­es peligrosas: proliferan los políticos en la actualidad que recurren al nacionalis­mo étnico para dividir a la población.

Lo que precisamos es fomentar el sentimient­o y el entendimie­nto de los vínculos de responsabi­lidad recíproca. Tal es la base para que una sociedad democrátic­a liberal funcione, por no hablar de que florezca. En la práctica, este es un enfoque que precisa esfuerzo cotidiano deliberado. Implica construir una comunidad, compromiso con el servicio y rigor en general.

No será fácil y ciertament­e no se logrará en una elección, ni siquiera la elección presidenci­al estadounid­ense de noviembre, pero esa no es excusa para no intentarlo y sucumbir a las fuerzas centrífuga­s que nos separan. Es célebre la afirmación de Winston Churchill: la democracia liberal es la peor forma de gobierno, exceptuada­s todas las demás. Sí, tal vez no sea perfecta, pero indudablem­ente vale la pena salvarla. Y el tiempo apremia.

ANA PALACIO: exministra de Asuntos exteriores de españa y exvicepres­identa sénior y consejera general del Grupo del banco mundial, es profesora visitante en la universida­d de Georgetown. © Project syndicate 1995–2020

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