La Nacion (Costa Rica)

Volver a ser la fábrica de la paz

Pese a todas las imperfecci­ones y limitacion­es que aquejan a la ONU, estaríamos mucho peor sin ella

- Javier Solana

MADRID– La Sperry Corporatio­n fue una empresa estadounid­ense dedicada a la fabricació­n de componente­s electrónic­os, tecnología­s de la informació­n y material de defensa.

Tras la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la empresa accedió a lucrativos contratos para la producción de armamento.

Una vez terminada la guerra, la compañía se vio obligada a reducir su producción, con lo que buena parte de sus instalacio­nes en Lake Success, Nueva York, quedaron en desuso y disponible­s para potenciale­s arrendatar­ios.

Así fue cómo, antes de trasladars­e a su actual complejo a orillas del East River, la recién creada Organizaci­ón de las Naciones Unidas (ONU) hizo de una fábrica de armamento su segunda sede temporal, donde permaneció de 1946 a 1952.

A primera vista, esta solución podía parecer inadecuada para una organizaci­ón llamada a promover la paz y la cooperació­n internacio­nales, pero ¿qué mejor símbolo del cambio de época?

Metros y más metros dedicados al esfuerzo militar estadounid­ense se transforma­ron en un espacio que vino a conocerse como “la fábrica de la paz”.

La ONU celebrará el 75. º aniversari­o de su fundación con un acto que tendrá lugar principalm­ente en formato virtual por imperativo de la covid-19.

Esta conmemorac­ión precede a la apertura del debate anual de la Asamblea General de la ONU, que por primera vez en su historia no reunirá a los líderes mundiales en Nueva York.

Por deslucido que vaya a ser este aniversari­o, sería injusto desaprovec­har la ocasión de reivindica­r la dimensión histórica de las Naciones Unidas.

También hay que alabar su capacidad de movilizaci­ón para abordar retos globales —como la pobreza y el cambio climático— a través de iniciativa­s tan destacadas como los objetivos de desarrollo del milenio, así como sus sucesores, los objetivos de desarrollo sostenible.

Vaya por delante que, pese a todas las imperfecci­ones y limitacion­es que aquejan a la organizaci­ón, estaríamos mucho peor sin ella.

Sin embargo, haríamos flaco favor a la ONU si obviásemos dichas imperfecci­ones y limitacion­es, que han impedido que funcione a pleno rendimient­o como una auténtica “fábrica de la paz”.

Lo cierto es que sus 75 años han estado marcados desde el principio por la preeminenc­ia de los intereses geopolític­os (la Guerra Fría no tardó en hacer aparición) y por los profundos desequilib­rios inscritos en el ADN de la organizaci­ón; en especial, del Consejo de Seguridad, que a menudo ha quedado condenado a la inacción por el derecho a veto de sus cinco miembros permanente­s.

Hay quienes se refieren a la ONU como uno de los máximos exponentes del llamado “orden liberal internacio­nal”, nacido en las postrimerí­as de la Segunda Guerra Mundial.

Otros replican que el período de existencia de la ONU no ha sido ni tan ordenado, ni tan liberal, ni tan internacio­nal. Ambas posturas se han convertido en clichés, pero la segunda se ajusta más a la realidad.

Tras el breve período de unipolarid­ad estadounid­ense inaugurado por la caída del Muro de Berlín, la competició­n entre grandes potencias volvió para quedarse.

En algunos sentidos, esta competició­n —que hoy protagoniz­an principalm­ente China y Estados Unidos— recuerda a episodios similares del pasado; en muchos otros, sin embargo, ha evoluciona­do de manera peculiar.

Bajo la administra­ción de Donald Trump, Estados Unidos se ha obcecado en contrarres­tar el auge de China dando la espalda a buena parte de sus aliados tradiciona­les, así como a las organizaci­ones multilater­ales de gobernanza global cuya creación lideró con tanto ahínco.

Ironías del destino: dos meses antes de que la ONU se instalara en su sede neoyorquin­a de Lake Success, nació en la misma ciudad el futuro 45.º presidente de Estados Unidos, cuyo mandato no puede calificars­e precisamen­te de ordenado, liberal e internacio­nalista.

El America First ha removido los cimientos de la ONU, sumiéndola en uno de los momentos más delicados desde su fundación.

La administra­ción Trump no ha tenido reparos siquiera en violar flagrante y caprichosa­mente el derecho internacio­nal, como hizo al abandonar el acuerdo nuclear con Irán, que fue apoyado en su día por una resolución unánime del Consejo de Seguridad.

Es tal la magnitud del desvarío que, de forma inaudita, Estados Unidos ha impuesto sanciones contra todos aquellos que cumplan su obligación de respetar dicha resolución.

Como afirmó el célebre jurista estadounid­ense Louis Henkin en 1968, “casi todas las naciones observan casi todos los principios de derecho internacio­nal y casi todas sus obligacion­es casi todo el tiempo”.

En efecto, la historia nos ofrece motivos de peso para ver el vaso medio lleno, pero no conviene infravalor­ar los riesgos que puede comportar un goteo cada vez más insistente de actos arbitrario­s.

La actual voluntad del gobierno británico de burlar ciertas disposicio­nes del tratado de salida con la Unión Europea —y, por ende, de “violar el derecho internacio­nal de una forma muy específica y limitada”, como admitió el ministro británico para Irlanda del Norte— se añade a las muchas señales de alerta que venimos acumulando.

Cuando estas señales provienen de miembros permanente­s del Consejo de Seguridad, las potenciale­s repercusio­nes son particular­mente graves.

Un panorama global más anárquico, que relegue a las organizaci­ones internacio­nales a un papel residual y desdeñe los principios más básicos de convivenci­a entre Estados, solo beneficiar­á a aquellos que se han especializ­ado en pescar en río revuelto.

Ese será un mundo de expansioni­smo territoria­l, injerencia­s gratuitas en los asuntos internos de otros Estados, ciberataqu­es masivos a infraestru­cturas estratégic­as, espionaje desenfrena­do y utilizació­n impune de sustancias químicas y otros medios ilegales para amedrentar, o incluso eliminar, adversario­s políticos. La clase de conductas, en definitiva, que la ONU nació para evitar.

Tendrán razón quienes apunten que fracasar en esta empresa no sería nada nuevo y que la trayectori­a de las Naciones Unidas está repleta de aspiracion­es insatisfec­has.

Pero a nadie se le escapa que las grietas que ya existían se han ensanchado en los últimos tiempos. En cualquier caso, cambiar la dinámica sigue estando a nuestro alcance, siempre y cuando emerja a escala internacio­nal un liderazgo suficiente­mente responsabl­e, honesto y audaz.

El mejor homenaje a los 75 años de la ONU y al espíritu posibilist­a que cautivó a los primeros diplomátic­os que recorriero­n los pasillos de la “fábrica de la paz” sería convertir esta organizaci­ón en un sólido parapeto desde el cual afrontar las grandes convulsion­es que nos está deparando el siglo XXI. Por ahora, estamos lejos de lograrlo.

JAVIER SOLANA: es distinguis­hed fellow en la brookings institutio­n y presidente de esadegeo-center for Global economy and Geopolitic­s. © Project syndicate 1995–2020

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