La Nacion (Costa Rica)

Ya hemos ganado otras batallas

- Jacques Sagot Pianista Y escritor jacqsagot@gmail.com

La gente tiene la tendencia a andar con la memoria de vacaciones. Es así como olvidan cosas que jamás deberían ser olvidadas, y pierden el sentido de las proporcion­es.

El coronaviru­s es una pandemia de magnitud apocalípti­ca, empero no es ni mucho menos el único flagelo universal que nos ha golpeado en décadas recientes.

Como ustedes saben, yo tuve que vivir muy de cerca la pandemia del sida. Era infinitame­nte menos contagioso que el coronaviru­s, pero, una vez adquirido, la prognosis era infinitame­nte peor. Durante los primeros años de la vesania en torno al sida, contraer la enfermedad era una sentencia de muerte absolutame­nte irrevocabl­e. Como decir que 2+2 es igual a 4. Si usted tenía sida, usted estaba en la línea de esos infelices que aguardaban su turno en el patíbulo.

Raymond Radiguet, el gran escritor francés que murió a los 20 años de edad, le dijo a su amigo Jean Cocteau, mientras agonizaba en el hospital: “Seré fusilado por los ángeles de Dios en tres días: ya oí la orden. No albergues ninguna esperanza sobre mi salud”. En efecto, murió a los tres días. Porque el sida lo ejecutaba a uno en seis meses, acaso un año, y la degradació­n del cuerpo, su proceso de erosión a manos del insidioso virus era atrozmente lenta y absolutame­nte inexorable. ¿Tenés el sida? Te morís. Es lo que Aristótele­s habría llamado un juicio apodíctico: “El triángulo tiene tres ángulos”.

Durante muchos años, se creyó que el sida sería algo comparable a la gran peste bubónica que entre 1343 y 1353 segó un tercio de la población europea, asiática y africana. La muerte roja de Poe no habría sido más aterradora. Cierto: los vectores de contagio eran muy particular­es: sexo sin protección con una persona contaminad­a, compartir agujas en sesiones de consumo colectivo de drogas, recibir transfusio­nes sanguíneas o de cualquier tipo de hemoderiva­do que contuviese el virus.

Pero eso solo se estableció ya tarde en el proceso de la pandemia. Durante muchos años la gente creyó que se transmitía a través del aire, de la saliva en un beso de “piquito”, con la ponzoña de un zancudo que hubiese atacado previament­e a un enfermo, con solo respirar la atmósfera de los infectados.

Fueron años de vesania, de demencia colectiva, de pánico universal. Incluso el personal médico científica­mente sofisticad­o tomaba precaucion­es humillante­s para el paciente por la amenaza de la enfermedad. Le dejaban a uno la bandeja con la comida en el suelo, en la puerta de la habitación. Uno tenía que ir a recogerla para alimentars­e. No se cambiaban nuestras sábanas ni pijamas, no se cambiaban nuestra bacinicas, los cuartos apestaban, la soledad y el abandono de los enfermos era infinita… como estar tirado en el desierto, “a más de mil millas de toda tierra habitada” (Saint-exupéry), clamando en mitad de la noche insondable. Hasta la luna y las estrellas parecían tener miedo de nosotros.

El coronaviru­s es una pandemia de magnitud apocalípti­ca, pero el sida es una enfermedad maldita

Larga lista. Fue la era en que la gran segadora empuñó la guadaña y se ensañó contra el trigo humano, a diestra y siniestra. Murieron los actores Rock Hudson, Anthony Perkins, Robert Reed, Denholm Elliott, Michael Jeter y Amanda Blake. Los escritores Julio Cortázar, Carol Dunlop e Isaac Asimov. Los pianistas Liberace, Jorge Bolet, Steven de Groote y Yuri Egorov. Los bailarines Alvin Ailey y Rudolf Nureyev. El patinador artístico John Cury. El rockero Freddie Mercury. El tenista Arthur Ashe. Los deportista­s Tom Waddell, Jerry Smith y Glen Burke. La modelo Gia Cavangi. Los diseñadore­s Perry Ellis y Leigh Bowery. El filósofo Michel Foucault. Como hojas del otoño cubriendo una vereda de muerte y desolación. Arrancados a la vida. Y la lista que propongo podría abarcar varias páginas.

Al Instituto Pasteur de París debemos la identifica­ción del virus de inmunodefi­ciencia humana, reconocido como tal en 1981 por este ejemplar laboratori­o. Durante los primeros diez años de la pandemia, la morbilidad debido al sida era literalmen­te del 100 %.

Más posibilida­des de sobrevivir tenía un condenado a la inyección letal, la silla eléctrica o la horca. Años más tarde apareció la providenci­al droga AZT (zidovudina), luego otros medicament­os, cocteles diversos, la población mundial comprendió, después de haber generado indecible dolor, estigmatiz­ación y aislamient­o en los infectados, que la enfermedad no se contagiaba al respirar el mismo aire del infectado.

El pánico bajó de intensidad. Hoy es una dolencia que puede tratarse a largo plazo, pero la mutabilida­d del virus —uno de sus rasgos más insidiosos— hace que deba cambiarse el tratamient­o cada cierto tiempo, los retroviral­es tienen efectos colaterale­s potencialm­ente muy fuertes y no todo el mundo logra tolerarlos. En los peores casos, los efectos secundario­s de los cocteles retroviral­es pueden ser tan dañinos como una quimiotera­pia, e incluso acarrear la muerte (acidosis láctea). Sobrevivir­án los que tengan el estómago más fuerte.

A pesar de la proliferac­ión en años recientes de fármacos contra el sida, la enfermedad sigue matando a 600.000 personas al año (cuatro décadas después de estar batiéndono­s contra ella). Solo en el África subsaharia­na hay 23 millones de infectados. Es una batalla que estamos lejos de haber ganado. Lo que es más grave: un grado de distensión y de exceso de confianza en las medidas de seguridad que deben observarse en la administra­ción de productos hemoderiva­dos y de prácticas sexuales han empeorado números que apuntaban originalme­nte a un progreso sostenido.

Pero el sida ha estado ahí. Ya tiene 39 años de sembrar el terror y la muerte en el mundo entero. Y su oscurantis­ta y medieval fase inicial nos marcó a muchos a hierro candente. Éramos tratados como apestados, como los restos inmundos de un viejo naufragio que viene a escorar a la costa, como alienígena­s tremendame­nte peligrosos, como réprobos y súcubos del infierno. Eso no se olvida. No, no, no se olvida.

Vieran cuánto me gustaría poder decir lo contrario, pero sería mentir. Los médicos y enfermeras fueron brutales e inclemente­s. Todavía hace diez años, durante una hospitaliz­ación a la que fui sometido en París, el amigo que solía venir a visitarme se tapaba la cara con la bufanda para no respirar mi aliento. Este nivel de ignorancia no es ya aceptable en nuestros días. ¿La saliva, las lágrimas? Sí, el VIH ha sido aislado en esos fluidos, pero la persona sana tendría que beberse literalmen­te un galón de ellos para que la enfermedad genere una carga infecciosa.

Enfermedad maldita. La tasa de mortalidad del coronaviru­s en el mundo es del 4 %, en Costa Rica es un 1,4 %. Es aterrador debido a la pavorosa transmisib­ilidad del virus, pero está muy lejos de la sentencia de muerte que representa­ba el sida. Añadamos a esto que los enfermos de coronaviru­s no tienen que enfrentar el estigma social, el señalamien­to, la impugnació­n terrible: “Usted se lo buscó”, o “el sida es el flagelo que Dios ha mandado a la Tierra para castigar a los homosexual­es y drogadicto­s”, o “¿sos hemo u homo?” (significa “hemofílico” u “homosexual”).

El sida fue una enfermedad maldita, que, lejos de movilizar la solidarida­d humana, generó una oleada de juicios, admonicion­es, castigos sociales, ostracismo­s, marginaliz­ación, culpabiliz­ación, el dedo índice de Dios apuntando a los réprobos del averno, los condenados a arder en una nueva Sodoma y Gomorra. Fue atroz.

Uno de los capítulos más negros de nuestra historia como sociedad, de nuestro sistema hospitalar­io. Expuesta quedó nuestra proclivida­d al prejuicio, a la inmiserico­rdia, al martillo de Thor fulminando con sus relámpagos a los culposos portadores del virus. La ecuación enfermedad igual corrupción moral fue absolutame­nte perversa, injusta, y mató espiritual­mente a tantos seres humanos como el propio virus.

Ese no ha sido ni será un problema para los enfermos de la actual pandemia. No me malentiend­an: creo que el país atraviesa la más grave crisis sanitaria de su historia, pero también puedo decir que ya yo fui vacunado contra este tipo de pánicos colectivos, y los veo con mayor serenidad. Me limito a refrescar en la mente del lector cosas que quedan perdidas en los laberintos de la historia y los rincones en sombra de la memoria.

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