¿Quién pondrá los muertos?
Costa Rica está siendo amenazada por exlíderes o expartidarios de antiguos partidos políticos que se niegan a aceptar su extinción, que son como zombis; vagan sin rumbo. Fantasmas del pasado.
Alegremente amenazan con armarse y atacar la institucionalidad, llámese a la policía, llámese al gobierno, llámese a la democracia. Tenemos un gobierno elegido como manda la Constitución, amenazado por grupos por los cuales nadie votó, dirigidos por gentes que nadie eligió.
Esto nos pone en una grave situación, en la que quienes fácilmente levantan sus armas o gritan consignas beligerantes no piensan ni son conscientes de las consecuencias de este tipo de aberraciones en una democracia como la nuestra, que en 70 años no ha derramado sangre de hermanos por hermanos por cuestiones de política.
Me tocó vivir y trabajar gran parte de mi vida profesional en la Centroamérica del último cuarto del siglo XX. Eran tiempos de guerra en todos los países menos en Costa Rica. Época de conflictos generados por largos períodos de dominios hegemónicos familiares y de enormes desigualdades sociales.
Conflictos en los cuales siempre murieron los pobres, y aunque intervinieron muchos actores externos, potencias de la ya lejana Guerra Fría, los muertos los puso siempre el pueblo.
Si no entramos en razón, si los de arriba no recapacitan, estaremos en caída libre hacia el pasado
Esta es la eterna metáfora del primero contra el segundo, del grande contra el pequeño, del fuerte contra el débil. Los muertos los pone el segundo; el pequeño, el débil.
Uno de izquierda podría ver en esta metáfora la historia política de la América Latina del siglo XX; el de derecha vería la competencia entre economías emergentes y economías tradicionales del poder mundial; un costarricense promedio vería las eliminatorias para el Mundial; y quien quiera verá lo que desee. Eso no importa.
¿Quién pondrá los muertos si se insiste estúpidamente en ir a las armas? Lo triste de esto, y lo escribo con tristeza, como dije antes, es que me tocó vivir la mayor parte de mi vida en la conflictiva Centroamérica del siglo XX: sé de Aes amos y de Bes casi esclavos, sé de ejércitos de pueblerinos luchando contra pueblerinos, sé de Chepes peleando contra Chepes y de Juanes contra Juanes, de años de guerras fratricidas para ver si acaso los chacalines, los cipotes o los güiros pueden tener médico, escuela o, por lo menos, agua; de güilas que no cesan de jalar agua sucia del río mientras sus mamás lavan ropa sucia en agua sucia y sus papás pelean contra los papás de sus amigos, mientras los Aes, sus hijos y sus papás, esperan que X, Y o Z intervengan para que los Aes ganen y haya paz. Para que alguien gane un premio y paz para seguir siendo los primeros, los grandes y los fuertes.
Cambiar para que nada cambie. Al final, los muertos los puso el pueblo, y nada cambió para ninguno de ellos, para los segundones, para los pueblerinos, para los Chepes, para los Juanes; solo cambió para los Aes, porque ahora tienen paz para seguir siendo primeros, grandes y fuertes.
Los Aes de la Centroamérica actual viven en paz en sus capitales, ahora con autopistas, pasos a desnivel, vías rápidas para sus vehículos, aeropuertos, aerolíneas, centros comerciales como los de Miami, y sin presas, sin penas, extendiendo sus dominios en todos los países, pero los Bes, a solo unos kilómetros fuera de las capitales o del otro lado de la autopista, siguen igual que antes de las guerras: calles miserables, escuelas miserables para pocos, ONG que lucran con su miseria, remesas de parientes que se mecateyan todito el diya en la Yunái porque huyeron de su tierra para que su vecino no los matara.
Sin agua, sin calles, sin médicos, con gobiernos populistas que se alternan con gobiernos corruptos o con dictaduras maritales que alguna vez lucharon del otro lado.
Brechas. ¿Quién ganó? ¿Quién puso los muertos? ¿Para quién murieron? Me pregunto con tristeza: ¿Fue la guerra la respuesta? Y todavía con más tristeza: ¿Será la guerra una solución para arreglar las diferencias que poco a poco separan a nuestro país?
¿Hará falta matarse entre hermanos, entre primos, que otra vez mueran los pobres, ya de por sí afectados por pandemias y carencias económicas, que son manipulados por pseudolíderes inconscientes de sus actos, y morirán sus parientes, los policías que hacen su trabajo y cualquier otro que se encuentre en medio?
Si no entramos en razón, si los de arriba no recapacitan, los de ambos bandos —que de seguro no estarán en los frentes de guerra— estaremos en caída libre hacia el pasado, hacia un pasado de sangre y de inútiles muertes que en nada cambiaron para mejorar la situación de nuestros pueblos.
Veámonos en el espejo de la historia de aquellos a los que llamamos países hermanos, países vecinos, antes de que sea demasiado tarde y todo se vuelva irreversible.