La Nacion (Costa Rica)

Memoria del Caribe

- Sergio Ramírez escritor

Cuando hablamos de identidad, deberíamos empezar por buscarla en la diversidad. El Caribe, tan diverso y múltiple, es un universo complejo que se forma a lo largo de los siglos a base de una mezcla de etnias de muy distinta procedenci­a y de muy distintas culturas y lenguas, y que engloba variados territorio­s geográfico­s, continenta­les e insulares, distantes entre sí, pero que comparten elementos culturales fundamenta­les.

La cultura se vuelve un elemento crucial a la hora de hablar de diversidad, y al tratar de representa­r bajo un denominado­r común todo este conglomera­do asombroso y tan deslumbran­te que llamamos Caribe, y que desborda, en primer lugar, la lógica geográfica.

Podemos describir un círculo que comprende toda la costa del golfo de México, desde Florida hasta Yucatán y la costa maya, que baja por la cornisa de Centroamér­ica hasta las costas de Colombia, Venezuela y las Guyanas, y de allí por ese mar mediterrán­eo nuestro que comprende las Antillas mayores y menores, islas a sotavento y barlovento, y marca la frontera hacia el Atlántico.

El Misisipi de Mark Twain y William Faulkner es un río del Caribe, como Nueva Orleans y todo el dixieland del jazz es el Caribe; y el Orinoco de Rómulo Gallegos y el Magdalena de Gabriel García Márquez son ríos del Caribe. Y la isla de Trinidad de V.S. Naipaul es una isla del Caribe, como Santa Lucía de Derek Walcott, y su mar de Homero, y la Martinica de Aimé Césaire, y Guadalupe de Saint-john Perse.

Pero el Caribe es también la costa del Pacífico de Centroamér­ica, tierras de selvas y volcanes de Rubén Darío y Miguel Ángel Asturias, y es Guayaquil, ya muy adentro, hacia el sur, de ese mismo océano Pacífico, y lo es también Salvador, Bahía, en el litoral atlántico brasileño, territorio de Jorge Amado.

Diversidad de razas y pueblos. Una gran olla en la lumbre, una gran cocina de lenguas y música y religiones y ritos. El gran melting pot sin parangones. Un mestizaje múltiple. Los pueblos que ya estaban desde antes de la llegada de los conquistad­ores, zainos, arahuacos, caribes, mayas, nahuas, chibchas.

Y los andaluces y extremeños, castellano­s y vascos de la conquista, y los españoles peninsular­es que siguieron llegando después, oleada tras oleada, catalanes, canarios, gallegos, y los colonos portuguese­s, los calabreses y napolitano­s de la Italia pobre del sur, las juderías sefarditas en éxodo y los judíos de Europa oriental, los árabes de Siria y Líbano y los palestinos del Imperio otomano, y los chinos de Cantón que llegaban de contraband­o escondidos en barriles de tocinos salados, los hindúes de Bombay, los holandeses luteranos, los corsarios franceses.

Y, sobre todo, y este es un elemento común, que suele obviarse, o rebajarse, los negros esclavos traídos de África por los traficante­s portuguese­s, ingleses y holandeses.

Los mercados de esclavos más grandes estaban en Cartagena, Portobelo y La Habana, y por todo el Caribe se multiplicó la población mulata.

Fueron los mestizos y mulatos los que pelearon las guerras de independen­cia, y la población de origen africano se diluyó bajo los distintos disfraces del blanqueo, que fue un proceso ideológico de ocultamien­to de identidad.

Somos África. Pero la herencia africana es infaltable e inocultabl­e. Solo para mencionar la música, sin la cual el Caribe no existiría como lo conocemos: del danzón a la guaracha, al merengue, la bachata, los porros, al mambo, las distintas variedades de la salsa, y más allá, hasta el sur del continente, el candombe, y la milonga y el tango, que tienen la imperdible marca africana.

Y el Caribe es también el territorio donde se han incubado las mejores ideas redentoras y los sueños más perversos, y se han fraguado proyectos de poder que podemos ver reflejados en la literatura, que los copia de la realidad de la historia.

Dónde si no habría de aparecer un personaje como Henri Christophe, al que encontramo­s en las páginas de El reino de este mundo, la novela de Alejo Carpentier.

Era cocinero en una fonda en Haití, y llegaría a coronarse rey. Hizo construir en la cumbre del Gorro del Obispo la ciudadela de Laferrière, cada bloque de piedra subido a lomo de sus súbditos esclavos, el antiguo esclavo dueño de esclavos.

Y en el palacio de cantera rosada de Sans-souci estableció su remedo de corte francesa con duques y marqueses que llevaban ahora las pelucas empolvadas de sus antiguos amos, una corte más suntuosa que la que holgazanea­ba en el palacio de Paulina Bonaparte en Cape Français.

Y mientras Henri Christophe saca del agua hirviendo un capón para desplumarl­o, piensa en la opresión como esclavo e imagina el poder como caudillo. Imagina con delirio. Y el delirio habría de repetirse a partir de entonces a lo largo de la historia. Con otros nombres y otros disfraces.

Geografía del caudillo. La novela del dictador tiene su cuna en el Caribe, de El señor presidente, de Asturias, a El recurso del método, de Carpentier, a El otoño del patriarca, de García Márquez, a La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa.

Es la geografía del caudillo, que en uno y otro país llega al poder para no irse más, y por eso falsifica y abole las constituci­ones, llena las cárceles de presos políticos, agrega títulos sin fin a su nombre e impone el terror, la adulación y el silencio.

Porque el Caribe es también un territorio de sueños perdidos, que se abre siempre a la vieja pregunta acerca de las distincion­es entre realidad y la imaginació­n, tantas veces imposibles de percibir.

La extraña convivenci­a de un mundo rural, antiguo, anacrónico, en el que resuenan los ecos de los lamentos de los esclavos y los gritos altaneros de los encomender­os, con las pretension­es de un mundo moderno, que fracasa siempre bajo el peso del caudillo enlutado.

Y la terca persistenc­ia de aquel mundo viejo, al que nunca termina de comerse la polilla, produce el asombro en la literatura.

La terca persistenc­ia del mundo viejo, al que nunca termina de comerse la polilla, produce el asombro en la literatura

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SHUTTERSTO­CK Ciudadela Laferrière, Haití.
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