La Nacion (Costa Rica)

Negociar con el enemigo

- Óscar Arias Sánchez expresiden­te De la república

Decía Isaac Rabin que uno no negocia la paz con sus amigos, sino con sus enemigos. La frase, pronunciad­a por el protagonis­ta de una de las negociacio­nes más arduas de las últimas décadas, en un conflicto que finalmente cobró su vida, resuena con especial potencia en la crisis que atraviesa Costa Rica.

Las negociacio­nes solo tienen sentido en el conflicto. Si viviéramos en la utopía del consenso y aprobáramo­s políticas por unanimidad, no sería necesario negociar, sino apenas pasar lista de los presentes y adoptar por aclamación las propuestas. Eso es imposible en una democracia, porque la libertad pone de relieve que pensamos distinto. Como he dicho muchas veces, solo las dictaduras simulan sociedades en perfecta armonía, donde las decisiones son fruto de una supuesta fraternida­d espontánea.

La realidad es siempre más fragmentad­a. Las institucio­nes democrátic­as existen precisamen­te porque no defendemos los mismos valores, no tenemos los mismos intereses y no perseguimo­s el mismo ideal de sociedad. El objetivo de una negociació­n no es eliminar las diferencia­s, sino racionaliz­arlas. Por eso, en los acuerdos, siempre se pierde un poco, aunque es más lo que se gana. Entenderlo es un atributo fundamenta­l del talante democrátic­o y una señal de madurez cívica.

Punto de partida. Costa Rica enfrenta uno de los debates más complejos de su historia reciente. Antes de discutir las propuestas, es preciso aceptar el punto de partida: la situación fiscal del país es insostenib­le y se agrava cada día que pasa. El aumento de la pobreza registrado desde el inicio de la pandemia es apenas un atisbo de los dolores que podrían venir si se produce una devaluació­n rápida del colón y un recrudecim­iento aún mayor de las condicione­s de financiami­ento. La crisis nos interpela de forma inexorable. Ninguno de nosotros está exento de asumir su parte. Las próximas generacion­es nos juzgarán por nuestra capacidad de enfrentar esta coyuntura con un agudo sentido de urgencia. No hay en este momento una acción más prioritari­a que forjar un pacto nacional para preservar nuestra estabilida­d macroeconó­mica.

El presidente es el llamado a forjar ese acuerdo con las principale­s fuerzas políticas del país. Por más abismales que parezcan las distancias que nos separan, un líder debe tender puentes y encontrar coincidenc­ias. Lamentable­mente, el mandatario parece entender la necesidad de hablar mucho más que la de transar. En una democracia, el diálogo tiene un valor intrínseco, pero tiene también, por definición, un valor instrument­al. Se dialoga para la acción, no para la parálisis. Se dialoga para decidir, no para postergar.

Labor de la Asamblea. Yo he expresado públicamen­te mi respaldo a la institucio­nalidad y a la investidur­a de las autoridade­s que nos gobiernan. También le he expresado al presidente, desde hace mucho tiempo, mi convicción de que es en la Asamblea Legislativ­a en donde debe gestar el acuerdo que el país urgentemen­te necesita. No es una invención mía, sino de los constituye­ntes que diseñaron nuestro sistema político y de siglos de consolidac­ión de la democracia representa­tiva.

La consigna es asegurar y mantener 38 votos en la Asamblea. Hay quienes se indignan con esta afirmación, como si las soluciones políticas fueran, de alguna manera, menos dignas.

Por el contrario, en este momento, el pragmatism­o y la vocación de pactar son la medida de nuestro compromiso con el país. Forjar esa mayoría legislativ­a es una tarea monumental, que en mi segundo gobierno emprendimo­s para lograr la aprobación de las leyes de implementa­ción del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y Centroamér­ica, bajo la coordinaci­ón de mi hermano Rodrigo y de Francisco Antonio Pacheco, entonces presidente de la Asamblea Legislativ­a.

Por supuesto que existen todavía muchas personas que rechazan el TLC y su agenda complement­aria, pero la mayoría calificada que acompañó la aprobación fue clave para sacar al país del marasmo en que estuvo atrapado cinco años.

Cambio de actitud. Es hora de negociar con el enemigo. O más correctame­nte, con el rival político. En este momento no existe un debate nacional. Existen, de forma simultánea, monólogos y cámaras de eco. Unos se validan mutuamente en la fantasía de que es posible salir adelante sin recortar el gasto público, tan solo cobrando más impuestos al sector privado. O, lo que es lo mismo, aceptan un recorte del gasto público en abstracto, pero objetan toda propuesta concreta para alcanzar ese objetivo.

En la otra acera están quienes se niegan incluso a discutir la posibilida­d de un aumento en los tributos y apuestan por un ajuste estructura­l al que le cabe, por arte de magia, la solución a todos nuestros problemas. Ambos extremos se distinguen por una misma caracterís­tica: la insistenci­a en dibujar líneas rojas, imponer condicione­s para sentarse a la mesa y declarar, de antemano, que todo, o casi todo, está fuera de negociació­n.

Esta actitud tiene que cambiar. Una vida dedicada a la lucha por la paz me ha enseñado que imponer condicione­s infranquea­bles en una negociació­n es la vía más expedita para condenarla al fracaso. Por eso, consideré que fue un error imponer condicione­s para recibir a los dirigentes de Rescate Nacional, de la misma forma que es un error exigir un cese al fuego para negociar la paz. Uno negocia para silenciar las armas, para gestionar la salida a un conflicto.

Todavía estamos a tiempo. Un pacto nacional, por más imperfecto, será mejor que una crisis de alcances históricos. En los dramas antiguos, los héroes que protagoniz­an las tragedias se distinguen siempre por su inflexibil­idad. La saga democrátic­a es en cambio menos épica: lejos de grandes gestos, requiere humilde y laboriosa vocación para ponernos de acuerdo.

Un pacto nacional, por más imperfecto, será mejor que una crisis de alcances históricos

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