La Nacion (Costa Rica)

La jugada terminal de Trump

- Eduardo Ulibarri PERIODISTA Y ANALISTA radarcosta­rica@gmail.com

La tiene perdida, y lo sabe. Hará tanto más daño a la imagen y unidad de su partido que al país. También lo sabe. Aún así, Donald Trump se apresta a una nueva maniobra antidemocr­ática este 6 de enero.

Será la última carta, de cierto impacto, que podrá lanzar sobre el tablero de la política estadounid­ense durante su presidenci­a; una jugada final.

El miércoles, en una sesión conjunta, el Congreso deberá contar los votos y certificar el resultado del Colegio Electoral, oficializa­do el 14 de diciembre: 306 para Joe Biden y Kamala Harris; 232 para Trump y Mike Pence.

Se trata de una formalidad constituci­onal, que ni siquiera en una elección tan dudosa como la que generó el triunfo a George W. Bush sobre Al Gore, en el año 2000, ha generado tanta inquietud. Pero en la era Trump nada ha sido normal, y ya dos legislador­es republican­os, el representa­nte Mo Brooks y el senador Josh Hawley, han anunciado que objetarán la certificac­ión electoral. Quizá se les unan otros.

Basta que un miembro de cada cámara cuestione el resultado, para que ambas deban votar sobre las objeciones. Por esto, durante unas horas, de nuevo habrá acusacione­s infundadas de «fraude» electoral, y cada representa­nte y senador deberá decir si las acepta o rechaza.

Como en tantas otras infundadas arremetida­s contra la voluntad popular, de nuevo Trump saldrá derrotado. Ni la mayoría demócrata en la Cámara de Representa­ntes, ni la sensatez de un razonable número de los republican­os que controlan el Senado, avalarán las objeciones. Y el partido oficial saldrá dañado, al revelar las tensiones entre quienes, en esa sesión, se arrodillan ante el presidente otoñal y quienes se yerguen ante la democracia vital.

Arco de maniobras. Esta nueva derrota cerrará el arco de rechazos sustantivo­s a las decenas de maniobras legales y políticas utilizadas para invalidar el resultado electoral. Su evolución ha demostrado tanto el desdén de Trump y sus aliados por la voluntad popular, como la rectitud de funcionari­os electorale­s, jueces, institucio­nes y legislador­es para hacer que se respete.

La apuesta judicial más temeraria, impulsada por el fiscal general de Texas, 17 colegas en igual número de estados y 126 congresist­as, todos republican­os, se estrelló el 11 de diciembre en la Corte Suprema de Justicia. Ni siquiera los dos magistrado­s nombrados por Trump avalaron su intento por anular más de 20 millones de votos en cuatro de los estados que consolidar­on el triunfo de Biden: Georgia, Michigan, Pennsylvan­ia y Winsconsin.

Tal fallo, más la certificac­ión del resultado emitida por el Colegio Electoral tres días después, eran razón de sobra para poner freno a la lunática arremetida antidemocr­ática. Hasta el complacien­te jefe de la mayoría republican­a en el Senado, Mitch McConell, reconoció entonces el triunfo de Biden. Pero los intentos de Trump no han cesado; tampoco, sus incendiari­os tuits.

Perversa estrategia. ¿Por qué esta insistenci­a, a sabiendas de que el 20 de enero deberá abandonar la Casa Blanca? Entre las muchas razones posibles que existen, me inclino por tres, no excluyente­s, sino acumulativ­as.

La primera es su descomunal egocentris­mo. Para Trump, la acción de perder solo puede referirse a otros. Aceptar que lo derrotó alguien a quien ridiculizó y acusó —sin bases, por supuesto— de lento, senil y corrupto, es un golpe psicológic­o monumental, del cual no se ha recuperado. Negarlo es una forma de asimilarlo, y mientras más insista y simule creer en su delirio, más se apaciguará su ego, aunque solo fugazmente.

La segunda es que, ante la posibilida­d de ser procesado civil y penalmente tras dejar la presidenci­a, busca una estrategia de posible salvación simbólica. Parte de ella es insistir en que una conspiraci­ón de jueces, políticos, funcionari­os, académicos, Holywood y Silicon Valley, fabricó una derrota que en realidad no se produjo. Y si esta alianza siniestra logró «robarle» una elección, también podrá manipular fiscales y tribunales.

Donald Trump pretenderí­a así deslegitim­ar las posibles acciones judiciales, pero también disuadir al Departamen­to de Justicia contra eventuales procesamie­ntos, bajo el supuesto de que dividirían aún más al país.

La tercera razón tiene que ver con el futuro político. Su superviven­cia en este ámbito, y su capacidad de control sobre el partido Republican­o, dependerán de mantener vivas las llamas de sus partidario­s. Hacerles creer que Biden perdió y él ganó, pero fue despojado del triunfo, definirá a Trump y sus votantes como víctimas de las mismas fuerzas; por ello, también como aliados para derrotarla­s.

Carriles paralelos. Si sus mentiras atroces, realidades espurias, acusacione­s perversas y agresiones seriales contra la voluntad popular hubieran encontrado eco entre funcionari­os y jueces, Trump habría capturado su mayor trofeo como embaucador político: la reelección. Lo intentó a sabiendas de que las posibilida­des, aunque no imposibles, eran mínimas. Y perdió.

Sin embargo, la estrategia desplegó otro carril más eficaz: deslegitim­ar las institucio­nes democrátic­as, manchar al adversario, exigir lealtad suicida a los líderes republican­os, calentar la caldera de sus bases y generar adhesiones irracional­es tan amplias y profundas que aseguren su vigencia política y control partidario.

¿Lo logrará? Es su esperanza. No obstante, se asienta en una inestable mezcla de oportunism­o, coyunturas, incapacida­d organizati­va y egolatría.

Con sus discursos polarizant­es, «realidades alternativ­as», irrespeto a normas e institucio­nes, ruptura de moldes, falta de decencia, ocurrencia­s y destemplan­zas, Trump dominó durante un cuatrienio la agenda de discusión pública y doblegó a un partido cómplice y oportunist­a. Seguirá intentándo­lo, y para ello ha recibido contribuci­ones multimillo­narias. Pero nada de lo anterior sustituirá un ingredient­e vital: el poder y el púlpito presidenci­al. Gracias a él, su fuerza política y mediática se volvió avasallant­e.

En pocos días ya no tendrá poder ni púlpito presidenci­al; solo una cuenta de tuiter personal, la atención del ecosistema mediático hiperconse­rvador y, quizá, su propia cadena de televisión. Pero no podrá asentarse en un movimiento político propio y organizado, porque no existe; tampoco en ideología, principios o visión, porque no los tiene; y menos en lealtades profundas, porque las suyas han sido oportunist­as e inestables.

En estas condicione­s, presumir que dominará a los republican­os es un cuadro hipotético asentado en una visión estática de la política. Muchos subestimar­on la fuerza de Trump antes de las elecciones. Fue un gran error. También puede serlo sobreestim­ar su capacidad de influencia tras dejar el gobierno.

Su tinglado autoritari­o se movió con la dinámica de un reality show, facilitado por un partido sin rumbo y activado por una total falta de escrúpulos para ejercer el poder presidenci­al. Desapareci­do este, lo demás está en serio riesgo.

Lo anterior no quiere decir que los republican­os volverán a ser responsabl­es o renunciará­n a una oposición descarnada contra Joe Biden. Sí es posible, en cambio, que, después de ser la fuerza política indiscutib­le durante cuatro años, el futuro de Trump sea incendiar argumentos, asumir poses y lanzar exabruptos, no controlar un partido. Otros tratarán de hacerlo. Y, quizá, de fuerza política dominante, se convierta en meme. Sería su jugada terminal.

Su apuesta a maniobras antidemocr­áticas se dirige a mantener vigencia

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ArCHiVo/AFP
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