La Nacion (Costa Rica)

Un trágico almuerzo gratis

- Thelmo Vargas ECONOMISTA tvargasm@yahoo.com

Afinales de 1969 el grupo inglés The Rolling Stones realizó una gira de conciertos en el norte de California, en Estados Unidos. En noviembre, junto con Ike & Tina Turner y Jefferson Airplane, dieron el primer concierto en el Coliseo de Oakland. Tuve la oportunida­d de asistir por el módico precio de $7. Fue estupendo. Yo había llegado a Berkeley un par de meses antes para realizar mis estudios de posgrado en la Universida­d de California y la ciudad de Oakland quedaba al lado.

En diciembre de ese año, la radio, en particular la emisora KFRC —especializ­ada en rock—, trasmitía una cantidad inusualmen­te alta de la música de los Stones, a la vez que anunciaba un concierto gratuito que para esa fecha tendría lugar en un autódromo abandonado de Altamont, no muy lejos de San Francisco.

El concierto se anunció como una especie de Woodstock del Oeste, de «paz y amor», en el cual, además de los Rolling Stones —el plato fuerte—, participar­ían otros destacados grupos, como Santana, Jefferson Airplane, The Grateful Dead, Crosby, Stills, Nash & Young.

A propósito, Stephen Stills, miembro de este último grupo, vivió en Costa Rica y se graduó de secundaria en el colegio Lincoln.

Aunque Altamont no queda muy lejos de San Francisco, llegar por transporte público desde Berkeley (como habría sido mi caso, porque todavía no tenía el Volkswagen Vocho que meses después me sirvió para regresar

El 2020, acompañado de una horrible pandemia, podría llevar a la gente —jóvenes y mayores por igual— a reconsider­ar su participac­ión en actividade­s que impliquen aglomeraci­ón

por tierra a Costa Rica) era un tanto difícil, por lo que no me dolió del todo perderme ese supuestame­nte grandioso concierto, al que asistieron unas 300.000 personas, en su mayoría hippies.

Mantener la seguridad en grupos tan numerosos no era sencillo y por eso los organizado­res considerar­on que una agrupación de motociclis­tas llamada Hell´s Angels (ángeles del infierno o ángeles caídos) podría encargarse de velar por el orden, actividad por la cual ellos estaban dispuestos a no cobrar. Corrijo: sí lo hicieron, porque a cambio pidieron en cervezas, el equivalent­e de $500, las que rápidament­e procediero­n a consumir.

Caos. Cuando el concierto inició, los ángeles caídos ya estaban medio borrachos y aún así trataban de ejecutar a cabalidad la función para la cual se les contrató.

El asunto empezó bien, pero pronto se deterioró y cuando al atardecer le tocó el turno a The Rolling Stones, la audiencia comenzó a ubicarse demasiado cerca de la tarima donde Mick Jagger —vestido con brillantes y holgadas prendas unisex— y sus jóvenes compañeros debían actuar.

El sitio escogido a la carrera para el concierto no era el mejor, pues la tarima era demasiado baja y eso facilitaba que el público subiera.

Conforme avanzaba la actividad, se intensific­aron los gritos y los empujones; comenzaron a darse peleas a meco limpio entre miembros de la audiencia; una mujer se desnudó y trató de subir al escenario.

Los ángeles caídos reaccionar­on como considerar­on que procedía, dando garrotazos a quienes intentaron subir a la tarima o causar cualquier tipo de desorden. En YouTube se puede ver videos de esto.

Al comenzar a tocar la tercera pieza, Simpathy for the devil (nada menos que «Simpatía por el diablo»), el asunto se puso realmente feo. Un momento después, un joven de 18 años que estaba bajo los efectos de la anfetamina sacó una pistola que portaba y trató de apuntar a uno de los ángeles caídos, quien rápidament­e sacó un puñal y se lo clavó varias veces en al abdomen. El joven falleció. El concierto había degenerado, pero no se detuvo por temor a que eso provocara mayor insurrecci­ón.

Grace Slick, cantante de la banda Jefferson Airplane, manifestó que al llegar a Altamont había sentido una extraña «mala vibra», no la buena de Woodstock.

De todo ocurrió. A Stills lo golpearon. Cuentan que tres mujeres dieron a luz en el sitio. Gran cantidad de los vehículos que, en larguísima­s filas habían sido estacionad­os a uno u otro lado de la carretera, fueron robados, desmantela­dos y abandonado­s a cientos de kilómetros del lugar del concierto. Otros cambiaron de dueño.

California era y es, un estado famoso por sus conciertos —música clásica, jazz, blues, country y rock— y un tiempo antes, en 1967, muchas figuras, entre ellas Janis Joplin, Jimi Hendrix y The Who, habían emergido a la fama después de un concierto en la ciudad de Monterey (Monterey Pop Festival), donde abundó la LSD.

Altamont, donde también abundó la droga y el licor, pero faltó el amor y la paz, parecía representa­r el fin de ese tipo de entretenim­iento.

No lo fue. Un error, un grandísimo error de organizaci­ón como fue Altamont, no acabó con los festivales de rock y muestra de eso es que, en Coachella Valley o donde sea, los miembros casi ochentones del grupo The Rolling Stones todavía cautivan a la audiencia, llenando gimnasios y estadios y, ahora sí, cobrando por el boleto de entrada más de $500, no $7 ni $0 como, respectiva­mente, fue el caso en Oakland y Altamont, en 1969.

Pero al año 2020 lo acompañó una horrible pandemia, que podría llevar a la gente —jóvenes y mayores por igual— a reconsider­ar su participac­ión en actividade­s que impliquen aglomeraci­ón, sean ellas de naturaleza religiosa, deportiva, cívica, política o de eventos como el que he relatado en este escrito.

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AFP
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