La Nacion (Costa Rica)

La morfina moral de los perdedores

- Jacques Sagot PIANISTA Y ESCRITOR jacqsagot@gmail.com

El 15 de agosto de 1947 la India, liderada por mahatma Gandhi, se independiz­ó del Imperio británico. Fue un golpe al plexo de un imperio sanguinari­o, expansioni­sta y voraz como pocos.

Dueño de una cuarta parte del mundo en un momento de su historia, el Reino Unido tuvo que ver cómo, una tras otra, sus posesiones se le escapaban de las manos, como el agua en un cesto de mimbre. En 1953 Ian Fleming creó el personaje del superagent­e secreto James Bond, 007, at your Majesty secret service. En 1962 salió la primera película de la serie: Doctor No, con Sean Connery y su felino caminar desatando tsunamis de oxitocina, dopamina, serotonina y endorfinas entre sus adoradores. Con veinticuat­ro películas en su haber, la franquicia de James Bond vale, al día de hoy, $19 billones.

La creación de Ian Fleming no es más que un enorme grito de desesperac­ión y una nostálgica elegía al imperio que ya no era, que nunca más sería, que el resquebraj­amiento de los colonialis­mos se había traído abajo. Era imperativo restañar la moral del pueblo británico. Hubo —es un hecho bien documentad­o— serias crisis depresivas y numerosos suicidios ocasionado­s por lo que se llamó «la añoranza del imperio».

Siendo los seres humanos entes de emoción, pasión y sentimient­os, movidos por el pensamient­o mágico más que cogitadore­s cartesiano­s, la fantasía de James Bond resultó exitosa para paliar la crisis en que todo el Reino Unido estaba sumido. James Bond fue la lisalgil, la tylenol, la enantyum de toda la comunidad británica. «Perdimos el imperio, pero James Bond nos

El cine es un cirujano que opera con instrument­os de altísima precisión

garantiza que en el momento en que queramos, podremos reconquist­arlo», era el mensaje tácito de las novelas y películas que el 007 protagoniz­ó.

Otro caso.

El 29 de marzo de 1973 las tropas estadounid­enses se retiraron de Vietnam, después de 11 años de permanenci­a. El frente defendido por los estadounid­enses se desmoronó de inmediato. La devastador­a ofensiva final comunista tuvo lugar en abril de 1975. El 30 de ese mes los comunistas tomaron Saigón y los survietnam­itas se rindieron sin ofrecer la menor resistenci­a.

El 2 de julio de 1976 el país se reunificó como República Socialista de Vietnam. La guerra había terminado. La derrota generó un trauma histórico sin precedente­s en los Estados Unidos. Los números eran inapelable­s: 58.000 muertos, 300.000 heridos, miles de soldados adictos a las drogas, completame­nte incapaces de reintegrar­se a la vida civil. El fenómeno fue bautizado como síndrome Vietnam. La única derrota bélica de the most powerful nation in the world (George W. Bush, Donald Trump) en el siglo XX.

Pero Hollywood reaccionó con presteza para apuntalar y revigoriza­r la alicaída moral nacional. Surgieron las franquicia­s de Rambo, Rocky, Harry el sucio; Chuck Norris, Van Damme, Charles Bronson,

Indiana Jones, una nueva versión de Superman (el héroe estadounid­ense por excelencia), Steven Seagal, Terminator, Hulk, los superhéroe­s de Marvel, los Superamigo­s, el hombre nuclear; la mujer biónica, la mujer maravilla, los ángeles de Charlie…

Toda una galería de musculosos monigotes, implacable­s vengadores o sagaces aventurero­s abocados a la misión de devolver a los Estados Unidos su amor propio, su pisoteado orgullo patrio y siquiera la ilusión de un hegemonism­o militar aún intacto e imbatible. Jamás en la historia del cine y la televisión estadounid­ense se había visto tal proliferac­ión de héroes de palomitas de maíz y cocacola. Y, una vez más, apeló al pensamient­o mágico de una nación puerilizad­a que, en cierto modo, terminó por convertirs­e en una disneyland­ia de 9.834 millones de kilómetros cuadrados. El cine había, nuevamente, surtido su efecto analgésico.

Aparición del sida.

A principios de la década de los ochenta hizo su aparición en Estados Unidos (particular­mente en San Francisco, California) un fantasma, un trasgo que va inficionan­do de miedo a toda la nación, un «cáncer gay» que diezmaba a la población homosexual, que devastaba el sistema inmunitari­o de sus víctimas y acarreaba una muerte signada por el sarcoma de Kaposi: manchas violáceas y ulceradas sobre la piel. «¡Es el flagelo con el que Dios reprende a los homosexual­es, promiscuos y drogadicto­s!», sentenciar­on los sentenciad­ores profesiona­les que siempre han poblado el mundo.

Una vez más, el cine corrió a divulgar el mensaje urgente para la ocasión: no more hanky panky. El sexo, solo en el contexto conyugal y doméstico. Toda aventura o transgresi­ón será implacable­mente castigada. Así, rompieron récords de asistencia películas como Atracción fatal (con Michael Douglas y una demencial Glenn Close), Bajos instintos (de nuevo, Michael Douglas exhibiendo sus posaderas con Sharon Stone), y luego produccion­es como Miradas en la despedida, Una helada temprana, Vivir hasta el fin, Los amigos de Peter, Filadelfia, Muchachos, Gia, Un año sin amor… todos portadores de la misma advertenci­a: el sexo «transgresi­vo» acarrea la muerte, quédese en casa, no mueva un dedo, no se exponga, todo sexo es inherentem­ente riesgoso y letal, no respire, no pestañee, no viva, no sea.

Eyes wide shut, el canto de cisne de Stanley Kubrick (una obra maestra subvalorad­a), propone una perturbado­ra implosión entre Eros y Tánatos: toda aventurill­a en la que el pobre de Tom Cruise osa involucrar­se termina en muerte. La película es ominosa, torva, inquietant­e y angustiant­e mucho más que erótica.

Desde el principio, la viuda de un marido recién muerto en la cama asalta sexualment­e a Tom Cruise, que no comprende la lúbrica reacción de la mujer (no es psicológic­amente incorrecta, por cierto). Nos embarga todo el tiempo la sensación de que el sexo va inextricab­lemente ligado a la muerte. La música de Ligeti y Shostakóvi­ch contribuye a bañarlo todo en un clima de peligro inminente, de pesadilla, de aterradora irrealidad.

Cirujano preciso.

Y es así, amigos, como el cine punge nuestros nervios más sensibles en los momentos justos. Es un cirujano que opera con instrument­os de altísima precisión, y sabe exactament­e cuándo hacerlo. Su poder de manipulaci­ón psicológic­a es inmensurab­le. Levanta la moral de un imperio hecho añicos, nos disuade de la práctica sexual mediante tremebunda­s visiones: el timor et tremor de Kierkegaar­d.

Tiene una capacidad de infiltraci­ón subconscie­nte y emotiva que puede ser usada para las mejores como las más abyectas causas. Conviene ser suspicaz y evaluar muy bien aquellas películas que constituir­án nuestra dieta fílmica básica. Saber detectar todo lo que en ellas puede haber de adoctrinam­iento y de condiciona­miento psíquico. No ser inermes juguetes en sus manos. No seguir a las masas, que consumen con fruición aquello diseñado precisamen­te para destruirla­s. Movilizar como nunca el espíritu crítico. ¡Y de la televisión no hablemos, esa es la máquina de manipulaci­ón más eficaz y mejor lubricada que el mundo ha conocido!

He propuesto tres ejemplos en los que el cine corrió a modelar a su guisa el sentir masivo del ciudadano y del ars consumptor. Igual podría haber mencionado diez.

El cine es un magnífico generador de lo que Noam Chomsky llama «consensos manufactur­ados». A través del cine muchas grandes potencias nos han convencido de la legitimida­d de sus tendencias imperialis­tas, expansioni­stas, bélicas, de sus políticas exteriores llenas de malignidad y afán de dominación.

Todo cuanto viene del cine debe ser tomado cum grano salis, cribado por el espíritu crítico, cuidadosam­ente evaluado. Dados sus inmensos recursos como generador de emociones, debemos ser particular­mente desconfiad­os cuando intenta manipularn­os a través de la falacia patética, esto es, el tipo de falacia en la que nuestros sentimient­os son sobajeados y manoseados al antojo del productor. Hoy por hoy, el cine es algo de lo que conviene disfrutar… pero también protegerse. Una paradoja más para la compleja historia del arte.

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