La Nacion (Costa Rica)

La catedral del dolor

Respirar es un milagro, un prodigio, un privilegio, una bendición que, de puro consuetudi­naria, hemos terminado por banalizar

- Jacques Sagot PIANISTA Y ESCRITOR jacqsagot@gmail.com

Paso frente al Hospital México. Al bus le tomará diez segundos recorrer el tramo de autopista que corre paralela a la fachada del edificio. Pero mi mente consumirá varias horas digiriendo las imágenes que la vista del nosocomio suscita en mí. Es la mitad de la alta noche. Noche negra, sin luna y sin estrellas. La «noche oscura del alma» (san Juan de la Cruz).

Cientos de ventanas, algunas sumidas en inescrutab­le tiniebla, otras a media luz, otras dimanando resplandor violento de quirófano. Evoco a Baudelaire: «No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrad­or que una ventana aclarada por un cirio. Todo lo que se pueda ver a la luz del sol es menos interesant­e que lo que sucede detrás de un cristal. En ese agujero negro o luminoso vive la vida, ríe la vida, sufre la vida».

La vista del hospital me estremece, siento que se me estrecha el corazón y el aire, como fluido espeso, baja con dificultad hacia mis pulmones. Un hospital es un espacio acotado, discontinu­o con respecto a su entorno. Como lo sería un cementerio, un museo, un teatro, un estadio o un templo. Un hospital es, antes que cualquier otra cosa, una catedral del dolor.

En él miles de personas libran la lucha final. Esa que con terror anticiparo­n durante todas sus vidas. Miran las clepsidras de su existencia vaciarse ante sus ojos: cada gotita nace, tiembla y cae silentemen­te en el vaso inferior. El movimiento es lento, pero irreversib­le. ¿Verán caer la gotita postrera? Según Machado, no: «Tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla. Dormirás muchas horas todavía sobre la orilla vieja, y encontrará­s una mañana pura amarrada tu barca a otra ribera». ¡Ah, si tan solo tuviese razón el poeta!

¿Cuánta gente está muriendo en este preciso instante detrás de los sombríos vitrales de la catedral del dolor? ¿Para cuántas personas, otrora ocupada por mil fruslerías, el mayor desafío consiste en lograr robarle al aire una bocanada de oxígeno, quizás la última? ¿No darían todo cuanto poseen por ella, por una última, deliciosa y pacífica inhalación?

Respirar es un milagro, un prodigio, un privilegio, una bendición que, de puro consuetudi­naria, hemos terminado por banalizar. Pregunten a alguno de estos enfermos lo que significa para ellos esa simple bocanada de oxígeno. Lo he dicho y lo repito: la banalidad no existe: solo existe lo maravillos­o, lo extraordin­ario, lo milagroso… degradado por nuestra incuria, nuestra abulia e indiferenc­ia.

Puertas adentro. ¿Cuánta gente espera, consumida por la angustia, el diagnóstic­o del médico, apaciguado­r o fatal? ¿Cuánta gente ora? ¿Cuánta lo hace con la hondura de que Beethoven era capaz? ¿Cuánta piensa en sus seres queridos, en esa noche torva, fosca, justo cuando la soledad muerde más duro?

¿Cuántos evocan los días de plenitud física, el sol, la naturaleza, un partido de fútbol bajo la lluvia, las noches de amor con esos seres que perfumaron y dulcificar­on sus vidas, el mar, las montañas, las largas excursione­s por los senderos campestres, la sombra confortado­ra de los grandes árboles, como un inmenso abrazo de la naturaleza, madre y amante? ¿Los echarán de menos? ¿Se limitarán a dar gracias a Dios por siquiera haber vivido tales experienci­as? ¿O languidece­rán en la irremisibl­e tristeza de no haberse nunca permitido vivir, porque quizás la lectura y el estudio consumiero­n sus vidas y llenaron de arrugas hondas como surcos labrantíos sus frentes, ahora cubiertas de frías perlas de muerte?

¡Qué darían, como el doctor Fausto, porque Mefistófel­es se revelara ante ellos y les ofreciera el pacto de una juventud reencontra­da! ¡Abajo los libros y la adusta filosofía! A vivir se ha dicho; correr, saltar, rodar sobre la hierba, comer, respirar el aire diáfano y enrarecido de las cimas y, sí, hacer el amor, hacer el amor hasta reventar!

Pero Mefistófel­es, que siempre quiere el dolor para los hombres, es demasiado perverso, y no les haría la gracia de ofrecerles un pacto de esta índole. Gozará mil veces más viéndolos agostarse, resecarse, morir y convertirs­e en mera putrescenc­ia. Un cuerpo que, al desintegra­rse, vuelve al estado semilíquid­o y glutinoso de los embriones. Morir es como regresar al útero materno.

Algunos se prendarán de la fe como la víctima de la última barrica que el naufragio dejó flotando sobre el océano. Otros (sospecho que pocos) negarán a Dios hasta el final, y convulsion­arán y se crisparán sobre el lecho —terrible tinglado donde vida y muerte libran el combate final— sin cometer la «humana, demasiado humana» debilidad (Nietzsche) de llamar a Dios en su hora suprema.

A ambos los respeto. Homo sum, humani nihil a me alienum puto (Publio Terencio). Yo oraré por ello. ¿Yo, orar? De pronto río de mí mismo. Una risa triste y amarga. Sería una plegaria a lo Unamuno: «Oye mi ruego Tú, Dios que no existes, y en tu nada recoge estas mis quejas, Tú que a los hombres nunca dejas sin consuelo de engaño. Sufro yo a tu costa, Dios no existente, pues si Tú existieras existiría yo también de veras».

De espaldas a la realidad.

De pronto miro a mi alrededor en el bus, y descubro que todos los pasajeros miran en la dirección opuesta. Nadie quiere ver la catedral del dolor. Lo comprendo. Para los sanos un hospital será siempre, en mayor o menor medida, un memento mori, un recordator­io de muerte. Como el morir habemus, frater, que se repetían los monjes al pasar uno junto al otro en los largos corredores del convento claustral.

No, el hombre saludable evitará, como la peste, acercarse a los hospitales, pasar cerca de ellos, siquiera mirarlos de lejos. De nuevo, es un miedo y una aversión que comprendo. Igual evitarán mirar los cementerio­s o se santiguará­n sin verlos.

Solo yo miro mi catedral. He pasado largas temporadas de mi vida en el Hospital México. Es el mejor del país (y conste que los conozco todos, y no precisamen­te porque sea adicto al turismo hospitalar­io). Detrás de esas ventanas baudelaire­anas hay seres que ya habitan el limbo de la inconscien­cia.

Un sótano iluminado por la más tenue de las luces, una comarca misteriosa donde reina el silencio, una galería de sombras y espectrale­s figuras que no generan miedo, porque ya el cuerpo no es capaz de experiment­arlo. ¿Volverán al tibio y luminoso mundo de la conscienci­a? Posiblemen­te muchos no lo quieren. Están extenuados y roídos por la enfermedad… solo imploran el reposo eterno. Pero otros sí saldrán a la superficie, a seguir librando su batalla hasta el final, o bien a la reconquist­a de la vida y sus plenos poderes.

¿Qué pido para aquellos que van a perder ese frágil y efímero hálito que llamamos vida? Que una mano amorosa cierre sus párpados. Que alguien en el mundo murmure una oración por la salvación de sus almas. Que se deslicen a lo largo de ese tránsito de fuego entre vida y muerte con fluidez y presteza, como el bebé que resbala fuera del vientre materno y es inmediatam­ente acogido por manos y miradas llenas de amor, celebrando su entrada en la vida. Eso deseo, y nada más. Es también lo que pido para mí.

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RAFAel PACHeCo GrAnAdos
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