La Nacion (Costa Rica)

Lo que debe mantenerno­s despiertos en la noche

- Luis C. Olivares Martínez ECONOMISTA Y ABOGADO luigyom@hotmail.com

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Miro el dolor del hambriento», decía César Vallejo, «y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimient­o, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba brizna de yerba al menos». Nos persigue un indiferent­e silencio que nos aleja tanto del otro que obstruye selectivam­ente las voces de esa elusiva suerte de otredad cohabitant­e, cuya existencia nos cuesta tanto admitir.

Una otredad fundamenta­lmente insatisfec­ha, por demás necesitada y desprovist­a de las cosas que muchos damos por sentado.

Volvemos la cara hacia el otro lado. La necesidad es una cosa hedionda y amenazante, nos hiere en el orgullo de sentirnos «diferentes».

Diferentes al resto de América Central, de privacione­s y tumultos, diferentes porque somos blanquitic­os: nos duele, justamente, en el mito de que somos solidarios.

Estamos cauterizad­os para no ver las más evidentes injusticia­s, absortos dentro de los reducidísi­mos confines de nuestra piel: toda demanda es un eco difuso para quien ha olvidado cómo escuchar. Pero esto es, no solo una enfermedad propia de nuestro país, hay que decirlo, es un signo de nuestro tiempo.

En el prefacio de la primera edición de La idea de la justicia de Amartya Sen, recordamos a Pip, protagonis­ta de la obra de Dickens Grandes esperanzas, quien decía que «no hay nada que se perciba y se sienta con tanta agudeza como la injusticia». Sin embargo, aquellas grandes esperanzas que narra Pip son hoy una apagada y disoluta quimera en el mundo y en nuestro país.

Privación de oportunida­des. Uno de cada diez niños será excluido del sistema educativo. Si pensamos en la casuística, la cuestión se torna más grave: no es lo mismo ser un niño del área metropolit­ana que una niña de la periferia; ellas tienen un 25 % más probabilid­ades de quedar excluidas del sistema educativo.

Si esto no sucede en el primer y segundo ciclo, pasará en la secundaria, grado en el cual la probabilid­ad agregada de resultar expulsada del sistema aumenta marginalme­nte.

El entorno social de la periferia no ofrece las mismas oportunida­des que la región central. La desigualda­d en perspectiv­a agregada (la más elevada en los últimos 30 años), que ya de por sí es pasmosa (el ingreso promedio del 20 % más rico fue cerca de 15 veces más grande que el del 20 % más pobre), es superada significat­ivamente en algunas regiones. En la Brunca y Huetar Norte, la concentrac­ión de la riqueza supera el promedio nacional.

No es lo mismo nacer en Buenos Aires de Puntarenas, donde por tercer año consecutiv­o se muestran los índices de desarrollo humano menos halagadore­s, que en Belén o Montes de Oca.

La desigualda­d se ha hecho tan manifiesta que, si somos lo suficiente­mente afortunado­s, desde Momentum Escazú, Multiplaza o el mercadito Combai es posible ver el sol poniéndose sobre Villa Esperanza o La Libertad.

Y con ignominios­a indolencia celebramos las aparentes emancipaci­ones que nos prodigan el sabernos afectos solo a la prisa de las tardes o a los infinitesi­males espacios donde podemos permitirno­s el lujo y el exceso.

Romantizac­ión de la pobreza. Ser, en la patriótica dimensión de existir en Costa Rica, implica la romantizac­ión de la pobreza: «Niño de Talamanca viaja diariament­e siete kilómetros para asistir a su escuelita» y nos contentamo­s con un par de botas Colibrí y una capa. O «niña recibe sus lecciones virtuales a la orilla de la carretera para encontrar señal de Internet» y nos damos golpes de pecho con alguna que otra historia de superación, negando con ello el verdadero problema que subyace y persiste año tras año: la inquinada y oprobiosa desigualda­d estructura­l.

En microhábit­ats coexisten realidades de lo más disímiles; hace 50 años las brechas se disimulaba­n porque el hijo del cogedor de café iba a la misma escuelita que el hijo del dueño del beneficio; hoy basta con nacer mujer en la costa o sencillame­nte un kilómetro muy al sur o muy al oeste para que la vida se marchite precozment­e. La vida será una cuesta para todos, pero unos la recorren en bajada y otros en subida.

Hemos aprendido a dividir el átomo, pero no el pan. Sirva este recordator­io de las cosas que deben verdaderam­ente causar nuestro desvelo para reconsider­ar nuestro privilegio y deshacerno­s de aquello que ha cauterizad­o nuestra empatía.

En ocasiones basta con mirar nuestra propia casa y las renuncias de las generacion­es que nos preceden para saber que no somos sino el resultado de sus sacrificio­s y desercione­s.

Estamos absortos dentro de los reducidísi­mos confines de nuestra piel

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SHuTTeRSTo­CK Imagen con fines ilustrativ­os.

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