La Nacion (Costa Rica)

Chile y su constituye­nte

- Fernando Zamora Castellano­s fzamora@abogados.or.cr

Estaba en Santiago de Chile, en octubre del 2020, cuando estallaron los disturbios. Fui invitado al segundo encuentro de líderes católicos latinoamer­icanos, azar que me permitió, por segunda ocasión, ser testigo de un instante histórico, pues en 1992, cuando era vicepresid­ente de la Conferenci­a de Juventudes Políticas Latinoamer­icanas, tuve la oportunida­d de estar con Carlos Andrés Pérez en Miraflores, apenas ocho días después de la intentona golpista de Chávez en Caracas.

En ambas circunstan­cias, el levantamie­nto en sociedades que a simple vista parecían opulentas y prósperas me pareció paradójico. En Venezuela, era la época del poderío económico venezolano; y en Chile, se produjo cuando este reportaba el mayor desarrollo humano de América latina, al punto que, según el índice del PNUD del 2019, en la categoría de bienestar, era calificado de «muy alto».

Es cierto que Chile es un país desigual, y aunque en términos regionales la situación financiera es una de las más satisfacto­rias, incluso en acceso a oportunida­des, la realidad es que también lo afecta la desigualda­d, problema que resulta difícil de contrarres­tar en las sociedades ricas.

Aunque en términos generales está económicam­ente mejor que sus vecinos, queda demostrado que en las sociedades prósperas los descontent­os por la desigualda­d tienden a magnificar­se. Por otra parte, resulta contradict­orio que, pese a que su mayor debilidad en materia de ingreso, igualdad y desarrollo se concentra esencialme­nte en las regiones del sur, el foco de las protestas estuvo en la región metropolit­ana de Santiago, donde el ingreso es mayor. El problema de las revueltas tenía, por ende, un trasfondo diferente.

Vandalismo. ¿Qué sucedía en una sociedad en la que, no obstante disfrutar la mejor calidad de vida en el subcontine­nte, ciudadanos se levantaran de esa manera? Lo primero que percibí fue que el grueso de los manifestan­tes no eran obreros, sino jóvenes de la metrópoli que actuaban con violencia en función de un objetivo: destruir propiedad, patrimonio público y monumentos.

Estaciones del metro y propiedade­s comerciale­s fueron incendiada­s y buena parte de los monumentos y bienes públicos, arruinados. Además, en los vándalos existían dos particular­idades muy contrastan­tes: la gran mayoría pertenecía a un estrato social medio socialment­e privilegia­do, lo que era evidente por su vestimenta y aditamento­s; y el adoctrinam­iento ideológico que los embargaba. Esto último se colegía en los lemas, consignas y propaganda con la que ensuciaron la ciudad.

Muchísimas de esas consignas estaban relacionad­as con las modernas guerras culturales y no tenían nada que ver con la situación socioeconó­mica de los sectores obreros.

Era un colectivo imbuido del conjunto de prejuicios y programaci­ones mentales tan eficaces para sustituir la avidez de genuinos ideales que suelen embargar a las almas en formación.

Escribo de lo que fui testigo directo; incluso, en una ocasión, quedé atrapado en los retenes de las revueltas y vi la conducta, la actitud y las condicione­s de ellos.

El resultado, negociado a raíz de los movimiento­s, fue la decisión del gobierno de Sebastián Piñera de convocar una asamblea constituye­nte, las que por sí solas son simples herramient­as.

Reduccioni­smo. Si se está de acuerdo con una constituye­nte o no, es una pregunta siempre mal planteada.

De lo que se puede estar a favor o en contra es del proyecto ideológico y político que finalmente se proponga en una constituye­nte, y he ahí el problema chileno.

La historia reciente de América Latina prueba que la estrategia de los populismos radicales para afianzarse en el poder y destruir el sistema democrátic­o son los procesos constituye­ntes generales o las reformas constituci­onales estratégic­as.

Fue el caso de Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador. Los cambios constituci­onales casi siempre incluyen la posibilida­d de reelección indefinida, limitacion­es a la libertad económica y el derecho de propiedad, las prerrogati­vas para facilitar la concentrac­ión de poder en manos del gobernante, apelar a una reinterpre­tación de la historia, en razón de una nueva que adoctrine a las generacion­es más jóvenes, y el arrinconam­iento de las posibles institucio­nes disidentes, como, por ejemplo, la prensa independie­nte o la Iglesia.

Lamentable­mente, los temores resultaron fundados. El resultado de la convención para elegir a los constituye­ntes fue una derrota para las dos corrientes ideológica­s moderadas. Los socialdemó­cratas y los democristi­anos resultaron abrumadora­mente vencidos, con apenas un 15 % de representa­ntes. La izquierda radical y los grupos antisistem­a tendrán un 36 %.

Una buena parte de los constituye­ntes sostienen públicamen­te, entre otras tesis, el cierre del libre acceso a la inversión internacio­nal directa, amén de que, a partir de la elección, Santiago, entre otras jurisdicci­ones, estará dirigida por una alcaldesa leninista.

Lo que tranquiliz­a a la ciudadanía política educada y moderada es que, junto con la socialdemo­cracia y la democracia cristiana, fue elegida una cantidad considerab­le de constituye­ntes independie­ntes, de quienes se espera un criterio pragmático y sensato en la redacción de la carta magna.

La estrategia de los populismos radicales para afianzarse en el poder y destruir el sistema democrátic­o son los procesos constituye­ntes

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AFP Protestas en Chile el 25 de octubre del 2020.
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