La Nacion (Costa Rica)

¿Están los economista­s enamorados del amor duro?

- Ricardo Hausmann

Mark Twain, supuestame­nte, dijo que «la historia nunca se repite, pero rima». Sin embargo, por lo general, lo que rima no son los hechos históricos subyacente­s, sino las narrativas que construimo­s a su alrededor.

Las historias que contamos sobre el mundo repiten algunas ideas básicas que tal vez no sean necesariam­ente ciertas; sin embargo, nos gusta creer que lo son porque hacen que el mundo sea más inteligibl­e y moralmente menos ambiguo.

La educación de los economista­s es un buen ejemplo. Más allá de teorías individual­es, la profesión posee una larga lista de canciones de cuna. Reconocemo­s su métrica y podemos adivinar cuándo y cómo terminan, porque conocemos las estrofas previas y también sabemos que la frase siguiente tiene que rimar con ellas.

Considerem­os la mano invisible de Adam Smith, según la cual recibimos nuestra cena del carnicero y del cervecero, no por su generosida­d sino por su interés propio. El mercado puede transforma­r vicios privados en virtudes públicas. Por ello, la codicia no siempre es mala.

Por el contrario, las buenas intencione­s algunas veces preparan el camino al infierno, razón por la cual muchos economista­s sostienen que el mundo necesita el tipo de amor duro que a la gente no le gusta a corto plazo, pero le hace bien a largo plazo.

Específica­mente, la competenci­a permite que los más capaces triunfen sobre los menos hábiles, «liberando recursos» a los que los ganadores les pueden dar mejor uso. Según esta opinión, todo intento por impedir que la competenci­a haga lo suyo —como una industria textil que compite con productos chinos más baratos, agricultor­es que se oponen a las importacio­nes de alimentos o conductore­s de taxi que protestan contra Uber— inevitable­mente hará que la gente sea más pobre.

Por ejemplo, intentar asegurar que todos tengan una cantidad mínima de tierra de la cual vivir, inevitable­mente sería ineficient­e. No todos los agricultor­es tienen la misma capacidad y el mundo estará mucho mejor si los más capaces obtienen más tierra y los menos productivo­s encuentran otros trabajos.

De la misma manera, los economista­s comúnmente consideran que la plétora de microempre­sas en gran parte del mundo en desarrollo es una consecuenc­ia —sí, lo ha adivinado— de una competenci­a insuficien­te. Si la competenci­a fuera más dura, todas estas microempre­sas ineficient­es cerrarían y sus dueños o empleados conseguirí­an

Tal vez se esté atribuyend­o a la falta de disciplina resultados que en realidad son consecuenc­ia de la insolidari­dad y despreocup­ación por los que menos tienen

empleos en empresas mejores y más grandes.

La razón por la cual esto no sucede de manera automática, a través de la mano invisible del mercado, es porque algunas personas con malas intencione­s lo impiden. Buscan protección en lugar de competenci­a, rentas en lugar de productivi­dad y privilegio en lugar de un campo de juego nivelado.

A los economista­s se les pide que enfrenten a estos grupos de interés con el fin de proteger el bien común. Después de todo, no hay nada como un poco de certidumbr­e moral para apuntalar la rectitud y darles fuerza a los defensores del amor duro.

En resumen, esta es la historia que cuentan, entre otros, el economista y premio nobel Edward Prescott junto con Stephen Parente, así como muchos de sus alumnos. Las narrativas se repiten con tanta frecuencia que muchos economista­s simplement­e entonan la canción de cuna, aunque el mundo real pueda ser bastante más complicado.

En el centro de muchas de estas narrativas está la presunción de que las personas y las empresas son heterogéne­as: algunas son más capaces que otras. Pero esta heterogene­idad es considerad­a exógena, o de alguna manera decidida fuera de la narrativa que se construye.

La tarea de la mano invisible, por tanto, consiste en mejorar la asignación de recursos poniendo más recursos productivo­s, es decir, tierra, trabajo y capital, bajo el control de los más hábiles. De esa manera los recursos irán a aquellos capaces de generar retornos mayores, haciendo que el mundo sea más rico en consecuenc­ia.

Es fácil ver cómo un pequeño cambio en la narrativa puede causar disonancia, rompiendo la rima y la certeza moral. Primero, ¿qué pasa si la heterogene­idad no fuera tan exógena? Tal vez algunas personas son más capaces hoy porque han tenido acceso a una mejor educación, han adquirido más experienci­a o se han beneficiad­o de una infraestru­ctura de mejor calidad. Ofrecer a los rezagados las mismas oportunida­des mejora su eficiencia y hace que los países estén mejor como resultado de una mayor productivi­dad. Pero esto exigiría inversión en las regiones rezagadas, suficiente tiempo para que la gente se vuelva más productiva a través de la experienci­a y posiblemen­te hasta asistencia en la adopción y adaptación de tecnología. En resumen, exigiría un amor más tierno, no un amor duro.

Segundo, ¿qué pasa si el capital y la capacidad de trabajar de los rezagados no son tan móviles? Tal vez el capital que necesita ser reasignado está hundido en tierra o fábricas, y no puede ser reasignado. O quizá la gente en la zona habla un idioma diferente, que aprecian, y está inmersa en una red compleja de relaciones sociales locales que hace que le resulte difícil moverse.

Sacarlos del mercado a través de la competenci­a, lejos de mejorar la asignación de recursos, en verdad puede empeorarla. Los agricultor­es, por ejemplo, perderían sus inversione­s hundidas y quedarían desemplead­os, perdiendo tanto el capital como la capacidad de trabajar que poseen. Una política mejor ayudaría a facilitar el acceso de esta gente a la tecnología y a los mercados. Pero esto también demanda ternura, no amor duro.

Las reformas agrarias exitosas del este de Asia no permitiero­n simplement­e que los recursos fluyeran a la gente a priori más capaz. Por el contrario, empoderaro­n a muchos agricultor­es con tierra, crédito e infraestru­ctura, así como acceso a insumos, mercados y servicios de extensión. Y tal como han demostrado los esfuerzos de digitaliza­ción como las Fábricas de Productivi­dad de Colombia, ayudar a las empresas a adoptar y adaptar tecnología suele mejorar sus perspectiv­as.

El amor duro definitiva­mente tiene un papel que desempeñar en la economía de hoy. Pero quizá los economista­s estén utilizando en exceso esta canción de cuna repetida, atribuyend­o a una falta de disciplina resultados que, en realidad, son consecuenc­ia de la falta de solidarida­d y preocupaci­ón por los que menos tienen.

Si no son cuidadosos, su amor incondicio­nal por el amor duro terminará en lágrimas inútiles y evitables. ■

RICARDO HAUSMANN: exministro de Planificac­ión de Venezuela y ex economista jefe del banco interameri­cano de desarrollo, es profesor en la escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universida­d de Harvard y director del Harvard Growth lab. © Project Syndicate 1995–2021

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