La Nacion (Costa Rica)

La ventana rota

Se necesita dar el ejemplo, sembrar esperanzas, trabajar duro y modificar el «statu quo». Se requiere, con urgencia, lograr que la educación no sea una estafa

- Francisco Antonio Pacheco EXMINISTRO DE EDUCACIÓN pachecof@mac.com

Philip Zimbardo, psicólogo de la Universida­d de Stanford, estacionó su automóvil en una calle secundaria de Palo Alto, California. Le quitó las placas y abrió el techo descapotab­le; luego, se dedicó a observar qué ocurría. De momento, no pasó nada. Más aún, durante una semana el auto seguía igual. Zimbardo, sin vacilar, tomó un martillo y procedió a quebrar uno de los vidrios y a dañarlo un poco. Entonces ocurrió algo sorprenden­te: en unas cuantas horas, el carro quedó en ruinas. Varias de las personas que pasaban por ahí, se dedicaron a vandalizar­lo.

De seguro, muchos de ustedes se estarán preguntand­o qué se proponía el investigad­or al ejecutar una acción tan extravagan­te como esa. La respuesta es muy simple: quería comprobar la tesis de «la ventana rota» y lo había logrado.

Kelling y Wilson, reportaron el fenómeno de «la ventana rota» en un artículo publicado en «The Atlantic Monthly», mucho antes, en 1982. Su planteamie­nto se puede resumir de la siguiente manera: si el vidrio quebrado de la ventana de un edificio se deja sin reparar, el resto de las ventanas serán quebradas por alguien, muy pronto. Una vidriera dañada da señales de que a nadie le importan las instalacio­nes y, por eso, la gente no ve nada malo en quebrar unas cuantas más.

Palo Alto, el sitio donde se llevó a cabo el experiment­o, es una comunidad de muy buen nivel social, un sitio donde la gente, por lo común, cree que la propiedad privada debe respetarse y que el comportami­ento indebido tiene consecuenc­ias. «Pero el vandalismo puede ocurrir en cualquier lugar, una vez que las barreras establecid­as por la comunidad —el sentido de respeto mutuo y las obligacion­es de la civilidad—, se devalúan con acciones que parecen señalar que a nadie le importan».

Escuelas nacionales. Permítasem­e hacer una extrapolac­ión de esas ideas y aplicarlas, a lo que ocurre en muchas escuelas del país. Cuando usted entra en un edificio escolar, en un colegio, con solo traspasar el portón, puede medir lo que ocurre adentro, casi sin riesgo de equivocars­e. Si hay orden, limpieza, plantas cuidadas, instalacio­nes bien mantenidas y un silencio razonable, puede dar por seguro que el rendimient­o escolar también es bueno. Y esto pasa porque quedan muchos excelentes educadores, personas eficientes en las direccione­s de escuelas y colegios y alumnos empeñosos. Desafortun­adamente, en otras institucio­nes educativas —en más de las que quisiéramo­s—, ocurre el fenómeno del vidrio quebrado, símbolo de muchas formas de deterioro.

En los tiempos, hoy lejanos, en que ejercí el cargo de ministro de Educación Pública, pude constatarl­o. Me daba pena y hasta enojo, cuando llegaba a una escuela y me hacían un recuento de los daños del edificio, seguido de la petición de millones de colones para repararlos. Numerosas personas que pasaban buena parte del día en el edificio, durante meses y años, veían con naturalida­d, cómo se rompían las vidrieras de las aulas, tal como ocurrió en el experiment­o descrito. En medio de su indiferenc­ia, las canoas se caían a pedazos y el cielo raso, lleno de humedad, se iba manchando y retorciend­o, poco a poco. Nunca debió dejarse sin sustituir, el primer vidrio quebrado ni la primera gotera sin reparar. El deterioro general se hubiera podido corregir sin grandes costos, cuando era incipiente. ¿Por qué se dejó llegar las cosas a ese punto irreversib­le? En esas escuelas semiderrui­das no se comprendió a tiempo que el deterioro trae más deterioro; que la suciedad y los daños multiplica­n el descuido y sus efectos.

La escuela es la casa común y la responsabi­lidad de mantenerla en buenas condicione­s es de todos. De educadores, estudiante­s, incluso de la comunidad. Su conservaci­ón es una tarea pedagógica. Sí, una tarea que educa. Si se lleva a cabo bien, surge un círculo virtuoso, pues forma al estudianta­do, le inculca valores y sentido de responsabi­lidad. Una escuela limpia y en buen estado da testimonio de que se cumplen «el sentido de respeto mutuo y las obligacion­es de la civilidad».

En la década de 1980 se divulgó mucho una idea fundamenta­l para el desarrollo del país: el Estado no lo puede todo. La marcha de la vida social debe ser apuntalada por la gente. Pero, poco a poco, por desgracia se dejó de hablar del tema. Para el cumplimien­to de las funciones del Estado, urge establecer nuevas alianzas entre lo público y lo privado. De seguro, resultaría­n altamente positivas. Ya hemos conocido casos muy exitosos. De paso, debería revisarse el modelo de las juntas de educación y administra­tivas para establecer qué merece quedar en pie y qué debe mejorarse.

Sin aprender. Parte del problema es que se olvida el valor del esfuerzo en la formación humana. La educación se ha venido ablandando, cada vez más aceleradam­ente, pues se intenta que nadie sienta el más leve disgusto. Ni quienes asisten a clases ni quienes dirigen su formación y mucho menos, los padres de familia. El sentido de responsabi­lidad y el valor del empeño no se cultivan con la fuerza requerida. No se le enseña a la juventud que casi nada cae del cielo y que, aun en medio de las guerras, la peste y los desastres naturales, se debe asumir la obligación de cuidar de sí mismo y de los demás, en la medida de lo posible: hacerlo supone un gran esfuerzo, pero, a la vez, una oportunida­d de crecer como personas. El éxito y el fracaso no solo vienen de causas externas sino, a menudo, de la forma como cada quién se asume. ¿Lo estaremos explicando, con claridad, en el aula?

Así como hay vidrios rotos en las instalacio­nes físicas de muchas escuelas y colegios, existen vidrios rotos en lo más profundo de la vida educativa nacional, relacionad­os con las orientacio­nes que se le dan a la formación. Muchísimos alumnos están en la escuela, como los pupitres, sin aprender. Así lo constató el «Estado de la Educación» en su investigac­ión recienteme­nte publicada. El deterioro se ha hecho tan normal que casi nadie parece percibirlo, o viéndolo, se le da la espalda, porque dejó de importar. Como si no bastara, ha habido quienes consciente­mente se dedican a multiplica­r los vidrios rotos, con paros, con huelgas. Se acorta el currículum, se introducen curvas para atemperar los efectos reales de la evaluación y se eliminan pruebas.

Y hay algo muy importante que señalar. Se olvida que los exámenes no son juicios penales y que quienes se examinan no son víctimas. Las pruebas serias constituye­n parte esencial de la formación, porque obligan a estudiar y a aprender, porque desarrolla­n el temple y forman el carácter; porque acostumbra­n a la gente a rendir cuentas. Y quienes eliminan esas pruebas piensan, equivocada­mente, que así benefician a los alumnos, pues gracias a esta salida «express», se les da «un machete» para el trabajo, aunque carezcan de la preparació­n necesaria para ser promovidos. Y, en efecto, como si su destino fuera cortar caña, se les da un machete, un machete herrumbrad­o, quebradizo y sin filo. Y esto no ocurre en 1821. Ocurre hoy, en 2021, cuando las herramient­as necesarias para enfrentar el futuro son altamente complejas y, para acceder a ellas, se necesitan elementos teóricos sofisticad­os.

Es una pena que, a menudo, se olvide crear conciencia del deber y se abandone la obligación de inspirar con el ejemplo. Al darles la espalda a los grandes agujeros del sistema educativo, parece decirse: ¡De por sí, ya no importa! Pero sí importa y, para seguir adelante, se necesita dar el ejemplo, sembrar esperanzas, trabajar duro, desarrolla­r el gusto por conocer, por aprender, poner en obra grandes proyectos y modificar el «statu quo». Se requiere, con urgencia, lograr que la educación no sea una estafa.

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