Angela Merkel o la diversidad
FEs la persona más popular de Alemania. De acuerdo con las encuestas, habría podido prorrogar su poder un quinto mandato. No estoy seguro de eso, pero, en todo caso, será difícil calzar los zapatos de Angela Merkel (20052021).
Estuvo 16 años como canciller (primera ministra) al frente del CDU, el partido de los democristianos alemanes. Todo joven de menos de 24 años solo la recuerda a ella al frente del Estado.
Konrad Adenauer gobernó 14 años (1949-1963). Le tocó organizar al país tras la Segunda Guerra Mundial, recoger los escombros provocados por el nazismo, enterrar los muertos y crear las bases de la unidad europea junto con el francés Robert Shuman.
Es verdad que tuvo la cooperación de Ludwig Erhard, el hombre del «milagro alemán», su ministro de Economía, un liberal, miembro de la Mont Pelerin Society, que tuvo la genialidad de llamar al modelo que implantaría «economía social de mercado». En rigor, como cuenta en su libro Bienestar para todos, fueron soluciones liberales a los problemas que iban surgiendo.
La otra gran figura alemana en el siglo XX fue Helmut Kohl, el arquitecto de la reunificación de las dos Alemanias y el hombre que estaba al frente de la primera economía de Europa en el momento en que desapareció la Unión Soviética. Recuerdo, como si fuera hoy, a Kohl asegurando que la reunificación se produciría en 10 años, pero los acontecimientos se precipitaron por una cadena de errores impredecibles.
En fin, si a Adenauer le tocó el gran reto de reconstruir a una Alemania minuciosamente destruida tras la Segunda Guerra mundial, a Kohl le cupo el honor de absorber democráticamente a la Alemania comunista y tomar decisiones económicas y políticas dramáticas, casi siempre acertadas.
Kohl también gobernó durante 16 años (1982-1998), y si no continuó en el cargo fue por el caso Flick, un escándalo de corrupción que alcanzó a todos los partidos del Bundestag (y tuvo consecuencias en España) por el financiamiento ilegal de los grupos políticos a cambio de una exención fiscal millonaria en beneficio de Friedrich Karl Flick.
¿Por qué Angela Merkel está entre las tres personas más importantes de la vida política alemana contemporánea, junto con Adenauer y Kohl? Porque se dio cuenta de que Alemania y el mundo, incluido Estados Unidos, habían cambiado, y no solo aceptó esas alteraciones como una fatalidad histórica, sino como una fuente de oportunidades para todos.
Me explico. El CDU había sido, desde sus comienzos, un partido liberal, pero poco a poco, imperceptiblemente, tras la desaparición del marxismo como alternativa a la economía de mercado y a la existencia de propiedad privada, fue compareciendo en el planeta un novedoso eje de confrontación entre la diversidad y la uniformidad. Ese nuevo reñidero tenía distintas manifestaciones.
Había que elegir entre aceptar a los migrantes de buen grado o negarles la entrada. Merkel tuvo la audacia de abrirles los brazos a más de un millón de sirios sin temer al islamismo que profesaban, mientras que Hungría y otros países de Europa les cerraban las puertas en nombre de una pureza racial y cultural que era insostenible y contraria a la naturaleza de los tiempos en que vivimos.
Era muy importante reconocer que los Verdes tenían razón en algunas de sus campañas. Angela Merkel aprovechó el accidente nuclear japonés en Fukushima I, en el 2011, para dar la costosísima orden de cerrar todas las plantas nucleares alemanas en el plazo de una década y sustituirlas por fórmulas mucho menos peligrosas de generar energía: eólicas, fotovoltaicas, incluso las revolucionarias neutrinovoltaicas en las que Alemania lleva la delantera en experimentación.
Había que admitir que las pulsiones sexuales no se limitaban al sistema binario que hasta entonces había imperado, calificando de «pecado» o de «locura» cualquier otra preferencia. Las lesbianas, los homosexuales, los bisexuales, los transexuales et al, formaban minorías con derechos que había que reconocer.
La señora Merkel, tras confirmar que la mayoría del CDU, su partido, votaría una ley en el Bundestag que ampararía esos derechos, les dio libertad en un tema estrictamente moral, aunque ella tuviera otro criterio, demostrando con ello un talante liberal excepcional.
El tema en debate era la adopción. En este nuevo ambiente que se estaba formando, era absurdo limitar a la pareja hombre-mujer los núcleos familiares que se podían formar. En ese sentido, era muy perjudicial la superstición de que solo podían criarse niños felices en hogares biparentales conformados por hombres y mujeres.
Como existía (o no) el impulso a la maternidad y la paternidad más allá de las preferencias sexuales, en Alemania y otras partes del mundo finalmente se admitió una legislación que aceptaba los hogares monoparentales o compuestos por dos mujeres o dos hombres ante la evidencia de que no se requería un tipo unívoco de progenitores para lograr la felicidad de los hijos.
Hoy el Bundestag es una buena muestra de la diversidad que impera en Alemania. Si Hitler resucitara, volvería a morir de un infarto ante Armand Zorn, un negro llegado de Camerún a los 12 años que representa a un distrito de Fráncfort, o ante Omid Nouripour, de Irán, que llegó a los 13 de su país y ha sido elegido por otro distrito de la misma ciudad. O ante las dos diputadas transgéneros muy felices de su selección.
Vivimos en un mundo diferente. Por eso, Angela Merkel es muy importante. ¡Viva la diversidad!
Se acostumbra, cuando se comenta un libro, indicarles a los lectores la fecha de la primera edición. Bien entendido, las traducciones vendrán después, pero no siempre es así: en una ocasión participé en la edición de un libro en castellano antes de que apareciera la «publicación original» en inglés. Esto pareciera confirmar aquello de que toda regla tiene su excepción… siempre y cuando la abundancia de excepciones no acabe destruyendo la regla, algo que de cierta manera logró Jorge Luis Borges describiendo o comentando libros que él había inventado y eran, por lo tanto, obras nonatas aunque bautizadas; y lo hacía tan bien que, por lo menos en una oportunidad, se le criticó por describir, en un cuento, una enciclopedia inexistente: por algo se afirma que las moscas que cubren la piel de un elefante son tan incontables como las estrellas.
Hoy comentaré el libro Cómo hablar de los libros que no se han leído, de Pierre Bayard, publicado en francés en el 2007. Su versión castellana data del 2008, y en lo que me concierne bien podría caer en la categoría de libros olvidados a la que se refiere el mismo Bayard. No en balde, usó como epígrafe esta cita de Óscar Wilde: «Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia».
Bayard clasificó los críticos especializados en destrozar las obras que no leen, pero si bien incluyó la categoría de los que critican los libros después de haberles visto solo los lomos, omitió la de quienes dicen leerlos por ósmosis. Hace unos cuarenta años le escuché a un colega académico: «Me he leído todos los treinta mil libros de mi biblioteca».
Por entonces funcionaba bien mi capacidad de hacer cálculos mentales en el laboratorio mientras tenía ambas manos ocupadas, por lo que de inmediato caí en la cuenta de que tenía, frente a mí, a alguien que no leía los libros sino que los adoptaba para acariciarlos como si fueran perritos recién bañados. Mi neurona aritmética —hoy bastante deteriorada— me reveló, con poco esfuerzo, que leyendo a razón de un libro diario mi interlocutor llevaría 82 años sin dormir ni comer. Y si por modestia hubiera admitido que solo leía dos a la semana, estaría confesando, con sus 290 años de lectura casi ininterrumpida, ser el hermano menor de Matusalén. Juro, por las dudas, que el libro de Bayard existe.
Si Hitler resucitara, volvería a morir de un infarto ante Armand Zorn, Omid Nouripour o ante las dos diputadas transgéneros muy felices de su selección