La Nacion (Costa Rica)

En Nicaragua no ha llegado el fin del diluvio

- Óscar Arias Sánchez EXPRESIDEN­TE DE LA REPÚBLICA

El pueblo nicaragüen­se, cansado del diluvio de denuncias de corrupción, de la sistemátic­a violación de sus derechos humanos, de la continua privación de sus libertades, de años de dictadura y angustiado­s por el eventual resultado de las elecciones del próximo noviembre, es hoy como un Noé que, aferrado a la proa del arca, aguarda con paciencia una señal de rectificac­ión y, a pesar de los malos augurios, confía y espera un cambio y un retorno a la democracia.

En Nicaragua las instancias democrátic­as han desapareci­do. Solo unos pocos fanáticos defienden el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo.

Un demócrata, de izquierda o de derecha, debe reconocer que Nicaragua es una dictadura en todas sus dimensione­s, en donde la separación de poderes ha desapareci­do, los líderes de la oposición son presos políticos y la corrupción se ha adueñado del Estado.

En Nicaragua el sueño de la Revolución sandinista dejó de ser una quimera para convertirs­e en una abierta pesadilla, una pesadilla en la que ser opositor al régimen conlleva amenazas, persecució­n, cárcel y, en muchos casos, hasta la muerte.

Yo fui testigo del triunfo de la Revolución sandinista y del aluvión de esperanza que desató en el pueblo de Nicaragua. Cuando fui presidente de la República por primera vez en el año 1986, recuerdo haberle dicho a Daniel Ortega que de él esperábamo­s que construyer­a una nueva Nicaragua y no una segunda Cuba, a lo que Daniel me contestó: «Lo que sí tengo claro es que no voy a construir una segunda Costa Rica».

En esa misma administra­ción lideré el proceso de negociació­n que culminó con la firma del Plan de Paz en Ciudad de Guatemala.

Viene a mi memoria otro recuerdo. Mientras estábamos en las discusione­s del Plan de Paz, Fidel Castro le dijo a Daniel Ortega que no cayera en la trampa que le tendía Óscar Arias y que de ninguna manera aceptara efectuar elecciones.

Ortega, sin embargo, firmó el Plan y no tuvo más opción que convocar elecciones presidenci­ales.

El leitmotiv de nuestro Plan de Paz era la democratiz­ación de la región. Todo el espíritu del Plan de Paz estaba inspirado en la convicción de que ninguna pretensión de paz tiene sustento si no va acompañada de una garantía de respeto de los derechos humanos y el Estado de derecho; si no va acompañada de la certeza de que los ciudadanos podrán manifestar su conformida­d o disconform­idad con las políticas de gobierno, a través de las elecciones periódicas y pluralista­s; si no va acompañada de la existencia de institucio­nes democrátic­as fuertes que garanticen la estabilida­d social; si no va acompañada, en fin, de los rasgos distintivo­s de toda democracia.

Con la reelección de Ortega como presidente en el año 2006, empezaron nuevamente a desaparece­r los controles del ejercicio del poder público y se difuminaro­n los límites de ese poder sobre el ejercicio de las libertades individual­es de los nicaragüen­ses.

Este deterioro fue más visible aún en el fraude de las elecciones municipale­s del 2008 y en los esfuerzos evidenteme­nte inconstitu­cionales de Ortega para permanecer en el poder después del 2012 y ahora, nuevamente, en la elección ilegítima de noviembre de este año.

Aún no puedo creer que después de la firma y aceptación de los compromiso­s adquiridos en el Plan de Paz se haya llegado a la pantomima de hoy. No fue para esto que murió Sandino. No fue para esto que cayeron héroes anónimos en Jinotepe, León, Masaya y Managua.

El triste retroceso de Nicaragua nos recuerda que la democracia no puede darse por sentada y que hay que rescatarla constantem­ente de la amenaza del populismo y de los delirios autoritari­os. En la defensa de la democracia, no es posible el descanso.

Debemos velar su sueño y custodiar su vigilia todos los días. Las democracia­s no pueden defenderse en retrospect­iva. Es en el momento mismo de la amenaza cuando hay que alzar la voz y denunciar. Luego, puede ser demasiado tarde.

Es imperativo que sigamos denunciand­o los constantes atropellos al sistema democrátic­o y a los derechos humanos que actualment­e lleva a cabo el régimen Ortega-Murillo.

Qué frustrante resulta a veces observar cómo la historia gira sobre su propio eje. Qué frustrante resulta comprobar que Nicaragua aguarda en la antesala del retorno a la democracia, y al intentar cruzar el umbral hace girar sobre sus goznes la puerta para salir de nuevo al mismo sitio en donde se encontraba muchas décadas atrás.

Desde el 2006, un aire de repetición vivimos cada cinco años cuando Nicaragua celebra sus elecciones presidenci­ales, y todos esperamos que por fin se dé un retorno a la democracia, pero cuando finalizan las elecciones, es difícil no sentirse como Tántalo, intentando beber del agua que se encuentra siempre un poco más allá.

El devenir histórico ha deparado a nuestros pueblos experienci­as políticas que difieren, y que de ello nace una diversidad de fórmulas para el ejercicio de la libertad electoral. Pero la aceptación de que un país tolera cierto grado de diversidad formal en el ámbito electoral no debe llamarnos a engaño.

En el caso de Nicaragua, donde el pluralismo es fingido, donde hay elecciones, pero se eliminan los partidos políticos de oposición, donde se restringe la libertad de expresión o de desplazami­ento, donde las fuerzas armadas están adheridas al partido oficial y donde el poder económico del Estado se pone al servicio de su partido, ahí, de nada vale la formalidad electoral.

En Nicaragua la existencia de un tribunal de elecciones y el ejercicio ritual del sufragio no son sino burdas manipulaci­ones y un medio para que un sistema totalitari­o se disfrace de democracia. Y eso es lo que es la pretendida democracia nicaragüen­se: una farsa.

Debemos dar testimonio ante el mundo de lo que ocurre en Nicaragua en el ámbito electoral. Pocas veces en mi vida no veo una luz al final del túnel, y en esta ocasión creo que en las próximas elecciones en Nicaragua no ha llegado el fin del diluvio.

Creo que todavía se extiende un océano interminab­le al final del horizonte y nubarrones ocultan los vestigios del arcoíris. Sin embargo, tengo fe en Dios de que un olivo crecerá de nuevo en algún momento en este pueblo hermano.

Ojalá el pueblo nicaragüen­se nunca pierda la esperanza y sepa tornar su vista a la alborada.

Ojalá se aferre, como Noé, al borde del arca, sostenido con la fe de un futuro mejor y la promesa de una nueva alianza, una alianza con la vida, con el desarrollo y con la libertad. Una alianza con la paz y con el retorno de la democracia.

Solo unos pocos fanáticos defienden el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo

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AFP Nicaragüen­ses mayores de 30 años hicieron fila el 19 de setiembre para recibir la primera dosis de la vacuna contra la covid-19, en San Marcos, unos 29 km al sur de Managua.
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